Por consiguiente, de los valores se puede discutir, y si se puede discutir de los valores es que a la base de la discusión está la convicción profunda de que son objetivos, de que están ahí, y que no son simplemente el peso o residuo de agrado o desagrado, de placer o de dolor, que queda en mi alma después de la contemplación del objeto. Por otra parte, podríamos añadir que los valores se descubren. Se descubren como se descubren las verdades científicas. Durante un cierto tiempo, el valor no es conocido como tal valor, hasta que llega un hombre en la historia, o un grupo de hombres, que de pronto tienen la posibilidad de intuirlo; y entonces lo descubren, en el sentido pleno de la palabra descubrir. Y ahí está. Pero entonces no aparece ante ellos como algo que antes no era y ahora es; sino como algo que antes no era intuido y ahora es intuido. De modo que la deducción o consecuencia que se extrae del hecho de que los valores no sean cosas, es una consecuencia excesiva; porque por el hecho de que los valores no sean cosas, no estamos autorizados a decir que sean impresiones puramente subjetivas del dolor o del placer. Esto empero nos plantea una dificultad profunda. Por un lado hemos visto que, como quiera que los juicios de valor se distinguen de los juicios de existencia porque los juicios de valor no enuncian nada acerca del ser, resulta que los valores no son cosas. Pero acabamos de ver, por otra parte, que los valores tampoco son impresiones subjetivas. Esto parece contradictorio. Parece que haya un dilema férreo que nos obligue a optar entre cosas o impresiones subjetivas. Parece como si estuviéramos obligados a decir: o los valores son cosas, o los valores son impresiones subjetivas. Y resulta que no podemos decir ni hacer ninguna de esas dos afirmaciones. No podemos afirmar que son cosas, porque no lo son; ni podemos afirmar que sean impresiones subjetivas, porque tampoco lo son. Y entonces dijérase que hubiese llegado nuestra ontología de los valores a un callejón sin salida. Pero no hay tal callejón sin saliera. Lo que hay es que esta misma dificultad, este mismo muro en que parece que nos damos de tropezones, nos ofrece la solución del problema. El dilema es falso: No se nos puede obligar a optar entre ser cosa y ser impresión subjetiva; porque hay un escape, una salida, que es en este caso la auténtica forma de realidad que tienen los valores: los valores no son ni cosas ni impresiones subjetivas, porque los valores no son, porque los valores no tienen esa categoría, que tienen los objetos reales y los objetos ideales, esa primera categoría de ser. Los valores no son; y como quiera que no son, no hay posibilidad de que tenga alguna validez el dilema entre ser cosas o ser impresiones. Ni cosas ni impresiones, Las cosas son; las impresiones también son, Pero los valores no son. Y, entonces, ¿qué es eso tan raro, de que los valores no son? ¿Qué quiere decir este no ser? Es un no ser que es algo; es un no ser muy extraño. Pues bien; para esta variedad ontológica de los valores, que consiste en que no son, descubrió a mediados del siglo pasado el filósofo alemán Lotze la palabra exacta, el término exacto: los valores no son, sino que valen, Una cosa es valer y otra cosa es ser, Cuando decimos de algo que vale, no decimos nada de su ser, sino decimos que no es indiferente. La no-indiferencia constituye esta variedad ontológica que contrapone el valer al ser. La no-indiferencia es la esencia del valer. El valer, pues, es ahora la primera categoría de este nuevo mundo de objetos; que hemos delimitado bajo el nombre de valores, Los valores no tienen, pues, la categoría del ser, sino la categoría del valer; y acabamos de decir lo que es el valer, El valer es no ser indiferente, La no-indiferencia constituye el valer; y, al mismo tiempo, podemos precisar algo mejor esta categoría: la cosa que vale no es por eso ni más ni menos que la que no vale, La cosa que vale es algo que tiene valor; la tenencia de valor es lo qué constituye el valer; valer significa tener valor, y tener valor no es tener una realidad entitativa más, ni menos, sino simplemente no ser indiferente, tener ese valor. Y entonces nos damos cuenta de que el valor pertenece esencialmente al grupo ontológico que Husserl, siguiendo en esto al psicólogo Stumpf, llama objetos no independientes; o dicho en otros términos, que no tienen por sí mismos sustantividad, que no son, sino que adhieren a otro objeto, Así, por ejemplo, –psicológicamente no lógicamente– el espacio y el color no son independientes el uno del otro; no podemos representarnos el espacio sin color, ni el color sin espacio, He aquí un ejemplo de objetos que necesariamente están adheridos el uno al otro, Ahora bien; ontológicamente podemos separar el espacio y el color; pero el valor y la cosa que tiene valor no los podemos separar ontológicamente y esto es lo característico: que el valor no es un ente; sino que es siempre algo que adhiere a la cosa y por consiguiente es lo que llamamos vulgarmente una cualidad, El valor es una cualidad. Llegamos con esto a la segunda categoría de esta esfera. La segunda categoría es la cualidad.
Los valores tienen la primera categoría de valer, en vez de ser; y la segunda categoría de la cualidad pura.