No se me oculta, evidentemente, la dificultad de la empresa. No es fácil lo que vamos a hacer; no es fácil que en pocas lecciones lleguemos a un conocimiento profundo de los problemas variadísimos que la ontología plantea, y menos todavía podemos tener la pretensión de dar, aquí, de ellos, una solución. Pero eso no importa; porque la filosofía no apetece tanto soluciones como apetece el dulce placer del camino. Así como el excursionista se divierte mucho más durante la excursión que al término de ella, así también nosotros, en esta excursión por el campo de la filosofía, lo que pretendemos es simplemente agudizar en ustedes –y en mí mismo– la percepción, la intuición de los problemas filosóficos. Sin embargo, debo hacer resaltar dos requisitos fundamentales, que son necesarios para que nuestra excursión por el campo de la ontología tenga frutos gratos y provechosos. Estos dos requisitos son dos disposiciones del ánimo, que es preciso desenvolver dentro de ustedes mismos, para que estas lecciones últimas sean fructíferas; y estas dos disposiciones o actitudes son: la primera, lo que yo llamaría ingenuidad. Es menester que nos pongamos ante los problemas de la ontología con un ánimo ingenuo, desprovisto de prejuicios; es menester que lo que sabemos, lo que hemos estudiado en libros y teorías, no venga a superponerse sobre. la intuición clara, que logremos producir en nosotros mismos, de los objetos. Esa intuición directa, clara, de los objetos mismos, no debe ser enturbiada por una atmósfera de teorías o de conceptos aprendidos o estudiados antes. Eso es lo que yo llamo ingenuidad; y en esa disposición ingenua del ánimo es conveniente que se pongan ustedes para poder abordar los problemas de la ontología. Pero, al mismo tiempo, otra disposición del ánimo, que parece contradictoria de ésta, es también exigible: me refiero a la rigurosidad en la marcha reflexiva del pensamiento. Es indispensable que nuestras intuiciones, nuestras visiones en esta excursión por el campo de la ontología, sean rigurosas, precisas, todo lo más claras que sea posible; de manera que hagamos este trabajo con un prurito de exactitud comparable con el de las mismas matemáticas. Y por eso digo que las dos condiciones, la ingenuidad y el rigor, en cierto modo se contradicen. La ingenuidad es algo así como la puerilidad, como la inocencia; y, por otra parte, el rigor es una virtud que solamente los hombres ya avezados en el trabajo intelectual, en la meditación reflexiva, pueden desenvolver. Y, sin embargo, estas dos virtudes opuestas, al parecer, son las que yo les pido a ustedes que desenvuelvan. Por último, también les pido una tercera disposición de ánimo de carácter puramente formal, que es paciencia. Oigamos la palabra de Descartes, cuando nos aconseja que evitemos la precipitación. Evitar la precipitación consiste en contentarse, en cada una de las etapas del viaje filosófico, con los resultados que se han obtenido, sin pretender, en modo alguno, anticipar soluciones prematuras ni plantear problemas que no estén ellos mismos planteados espontáneamente por la constelación de los resultados a que se haya llegado. Y con este viático, con esta preparación para el viaje, vamos a salir, como Don Quijote salió a los campos de Castilla; vamos a salir al campo intrincado de la ontología, y lo primero que nos encontramos al llegar a esta parte del bosque, es con el letrero que dice: ontología.