El postulado primero con que Kant inaugura la metafísica, extrayéndolo de la ética, es ese postulado de la libertad. Y ya una vez que por medio de este postulado de la libertad hemos puesto pie en ese mundo inteligible de cosas «en sí» que está allende el mundo sensible, en otro plano, completamente, del mundo sensible de los fenómenos, podemos proseguir nuestra labor de postulación y encontramos inmediatamente el segundo postulado de la razón práctica, que es el postulado de la inmortalidad. Si la voluntad humana es libre, si la voluntad humana nos permite penetrar en ese mundo inteligible, nos ha enseñado que ese mundo inteligible no está sujeto a las formas de espacio, de tiempo y categorías. Esto ya es suficiente. Sí nuestro yo, como persona moral, no está sujeto a espacio, tiempo y categorías, no tiene sentido para él hablar de una vida más o menos larga o más o menos corta. El tiempo no existe aquí; el tiempo es una forma aplicable a fenómenos, aplicable a objetos a conocer, a esos objetos que están esperando ahí, con su ser, a que yo alcance ese ser por los medios metódicos de la ciencia. Pero el alma humana, la conciencia humana moral, la voluntad libre, es ajena al espacio y al tiempo. Y tiene que serlo, por esta razón además: es libertad de la voluntad, Kant la concibe muy justamente de dos maneras: de una manera metafísical que acabo de explicar a ustedes, pero luego de otra manera que es, por decirlo así, histórica. En el transcurso de nuestra propia vida, en este mundo sensible de los fenómenos, cada una de nuestras acciones puede, en efecto, y debe ser considerada, desde dos puntos de vista distintos. Considerada como un fenómeno que se efectúa en el mundo, tiene sus causas y está determinada íntegramente. Pero, considerada como la manifestación de una voluntad, no cae bajo el aspecto de la causa y la determinación, sino bajo el aspecto del deber; y entonces, bajo el aspecto de lo moral o inmoral. Dentro de nuestra vida concreta, en el mundo de los fenómenos, para que se cumpla íntegramente la ley moral es preciso que cada vez más, de un modo progresivo, como quien se acerca a un ideal de la razón pura, el dominio de la voluntad libre sobre la voluntad psicológica determinada sea cada vez más íntegro y completo. Si el hombre pudiera por los medios que sea, de la educación, de la pedagogía, o como fuera, purificar cada vez más su voluntad en el sentido de que esa voluntad pura y libre dependa sólo de la ley moral; si el hombre va poniéndose cada vez más, sujetando y dominando la voluntad psicológica y empíricamente determinada; al cabo de esta tarea tendríamos realizado un ideal, tendríamos un ideal cumplido. Se habría cumplido el ideal de lo que Kant llama la santidad. Llama Kant santo, a un hombre que ha dominado por completo, aquí, en la experiencia, toda determinación moral oriunda de los fenómenos concretos, físicos, psíquicos o psicológicos, para sujetarlos a la ley moral. Pero a esto que llama Kant santidad, no se le puede conceder otro tipo de realidad que la realidad ideal. Mas si esta realidad es el único tipo de realidad que puede concedérsele en este mundo fenoménico, en cambio, en ese otro mundo metafísico de las cosas «en sí mismas» –a las cuales nos da una leve y ligera abertura el postulado de la libertad– en ese otro mundo, ese ideal se realiza. Esto es todo cuanto contiene nuestra creencia inconmovible en la inmortalidad del alma.