Mas esta autonomía de la voluntad nos abre ya una pequeña puerta hacia lo que desde el principio de esta lección vamos buscando; nos abre ya una pequeña puerta fuera del mundo de los fenómenos, fuera del mundo de los objetos a conocer, fuera de la tupida red de condiciones que el acto de conocimiento ha puesto sobre todos los materiales con que el conocimiento se hace. Porque si la voluntad moral pura es voluntad autónoma, entonces esto implica necesaria y evidentemente el postulado de la libertad de la voluntad. Pues, ¿cómo podría ser autónoma una voluntad si no fuese libre? ¿Cómo podría ser la voluntad moralmente meritoria, digna de ser calificada de buena o de mala, si la voluntad estuviese sujeta a la ley de los fenómenos, que es la causalidad, la ley de causas y efectos, la determinación natural de los fenómenos? En la Crítica de la Razón pura hemos visto que nuestras impresiones, cuando reciben las formas del espacio, del tiempo y de las categorías, se convierten en objetos reales, en objetos a conocer para la ciencia. Este conocimiento de la ciencia consiste en engarzar inquebrantablemente todos los fenómenos, unos en otros, por medio de la causalidad de la substancia, de la acción recíproca y por las formas y figuras en el espacio y de los números en el tiempo. Ahora bien: si nuestra voluntad en sus decisiones internas estuviese irremediablemente sujeta, como cualquier otro fenómeno de la física, a la ley de la causalidad, sujeta a un determinismo natural, entonces, ¿qué sentido tendría el que nosotros vituperásemos al criminal o venerásemos al santo? Pero es un hecho que nosotros al malo lo censuramos, lo vituperamos; y es un hecho también que al santo lo respetamos, lo alabamos, lo aplaudimos. Esta valoración que hacemos de unos hombres en el sentido positivo y de otros en sentido negativo (peyorativo), es un hecho. ¿Qué sentido tendría este hecho si la voluntad no fuese libre? Es pues absolutamente evidente, tan evidente como los principios elementales de las matemáticas, que la voluntad tiene que ser libre, so pena de que se saque la conclusión de que no hay moralidad, de que el hombre no merece ni aplauso ni censura. Pero es un hecho que a nadie se lo convence de que los hombres no merezcan aplausos o censuras, sino que hay hombres que son malos y otros que son buenos… y otros regulares, como la mayoría. Pues bien; si la conciencia moral es un hecho, tan hecho como el hecho de la ciencia; y si del hecho de la ciencia hemos extraído nosotros las condiciones de la posibilidad del conocimiento científico, igualmente del hecho de la conciencia moral tendremos que extraer también las condiciones de la posibilidad de la conciencia moral. Y una primera condición de la posibilidad de la conciencia moral es que postulemos la libertad de la voluntad. Pero si la voluntad es libre ¿es que entonces entramos en contradicción con la naturaleza? Si la voluntad es libre, entonces parece como si en la red de mallas de las cosas naturales hubiéramos cortado un hilo, roto un hilo. ¿Entramos, pues, acaso, en contradicción con la naturaleza? No; no entramos en contradicción con la naturaleza. Aquí, en este punto, es donde se concentran todas las precauciones con que Kant hubo de desarrollar la Crítica de la Razón pura. En ella Kant ha ido constantemente advirtiendo que el conocimiento físico, científico, es conocimiento de fenómenos, de objetos a conocer, pero no de cosas en sí mismas. Mas la conciencia moral no es conocimiento. No nos presenta la realidad esencial de algo, sino que es un acto de valoración, no de conocimiento; y ese acto de valoración, que no es de conocimiento, es el que nos pone en contacto directo con otro mundo, que no es el mundo de los fenómenos, que no es el mundo de los objetos a conocer, sino un mundo puramente inteligible, en donde no se trata ya del espacio, del tiempo, de las categorías; en donde espacio, tiempo y categorías no tienen nada que hacer; es el mundo de unas realidades suprasensibles, inteligibles, a las cuales no llegamos como conocimiento, sino como directas intuiciones de carácter moral que nos ponen en contacto con esa otra dimensión de la conciencia humana, que es la dimensión no cognoscitiva, sino valorativa y moral. De modo que nuestra personalidad total es la confluencia de dos focos, por decirlo así: uno, nuestro yo como sujeto cognoscente, que se expande ampliamente sobre la naturaleza en su clasificación en objetos, en la reunión y concatenación de causas y efectos y su desarrollo en la ciencia, en el conocimiento científico matemático, físico, químico, biológico, histórico, etcétera. Pero, al mismo tiempo ese mismo yo, que cuando conoce se pone a sí mismo como sujeto cognoscente, ese mismo yo es también conciencia moral, y superpone a todo ese espectáculo de la naturaleza, sujeta a leyes naturales de causalidad, una actividad estimativa, valorativa, que se refiere a sí misma, no como sujeto cognoscente, sino como activa, como agente; y que se refiere a los otros hombres en la misma relación. Así pues, la conciencia moral nos entreabre un poco el velo que encubre este otro mundo inteligible de las almas y conciencias morales, de las voluntades morales, que no tiene nada que ver con el sujeto cognoscente.