Así la estética trascendental asienta las bases de una profunda renovación en la concepción filosófica del idealismo. La estética trascendental establece los fundamentos para el idealismo trascendental. El idealismo, como ustedes ya saben muy bien, debuta en la época moderna con la filosofía de Descartes; se desarrolla en la filosofía de los empiristas ingleses y en la filosofía del racionalismo de Leibniz. Pero desde que nace en Descartes hasta que llega a manos de Kant, el idealismo adolece de un pequeño vicio de origen; y ese pequeño vicio de origen es un residuo del viejo realismo aristotélico, que permanece incrustado en el pensamiento idealista desde Descartes y que no acaba de desaparecer por completo del pensamiento idealista. Ese viejo residuo del realismo aristotélico es en Descartes muy visible. Cuando Descartes llega, después de debatirse con la duda, a la conclusión «yo existo», este «yo» que existe para Descartes, existe como una cosa «en sí» y «por sí». Existe como una substancia absoluta, cuya existencia no depende de ninguna condición. Del mismo modo, cuando Descartes logra transitar del «yo» a Dios y echa el ancla en esta substancia divina, también concibe esta substancia divina como una substancia existente en si y por si sin que necesite supeditar su ser a ninguna condición. Y, por último, cuando Descartes transita, en tercer lugar, de la substancia divina a la substancia extensa, a la realidad material geométrica, también considera esta substancia como algo existente «en sí» y «por sí». Todos estos son otros tantos residuos del viejo realismo, en el cual no consiente Aristóteles llamar real a algo, si no es real «en sí» y «por sí» y sin condición ninguna. Del mismo modo vemos en los sucesores de Descartes, los ingleses, el esfuerzo por desenvolver plenamente el idealismo. Ya Berkeley deshace la existencia «en sí» y «por sí» de la substancia material. Ya Berkeley nos dice: esa substancia material que Descartes considera existente en sí y por sí, no existe en sí y por sí; existe en mi, existe como mi vivencia; no es sino en tanto en cuanto es percibida; su ser consiste en ser percibida. Pero todavía conserva Berkeley un residuo del viejo realismo y es la existencia del yo en sí y por sí; el yo es todavía una substancia en sí y por sí. Tiene que venir Hume para disipar esa substancia yo, para reducir esa substancia yo a un sistema de «impresiones» como él decía, un sistema de puras vivencias. No hay, pues, para Hume un yo substancial y luego las vivencias tenidas por ese yo; no, sino que lo único que hay, lo único que existe son las vivencias. En cambio, el yo es una construcción, el yo es una derivación, es una suposición, que hacemos para explicarnos la coherencia de la cohesión de las vivencias. El yo, pues, ya no tiene para Hume substancialidad en sí y por sí, sino que está convertido en una condición habitual, irracional de la coherencia de las vivencias. Pero todavía queda en Hume un pequeño residuo del realismo aristotélico; y es que esas vivencias, cada una de ellas, las considera como algo en sí y por sí; las considera a su vez como algo que existe por sí mismo y entonces resulta que aplica a las «impresiones» –como él llama a estas vivencias– el criterio de la substancia aristotélica y entonces las uniones y separaciones de las vivencias no tienen explicación racional. La ciencia entonces para Hume flota en el vacío. Hume desemboca en un escepticismo metafísico y en una concepción psicologista de la ciencia, según la cual, los enlaces, las afirmaciones cien tíficas, que enlazan dos o tres impresiones, son puramente cosa de la costumbre, son enlaces sin razón, irracionales, puramente empíricos, que pueden ser o no ser, son juicios sintéticos, que carecen de universalidad y necesidad. Y de ese escepticismo, en que cae Hume, tiene la culpa el residuo de aristotélico realismo que se ha refugiado en esa minúscula cosita, la «impresión». Si tomamos la otra serie de antecesores de Kant, en Leibniz nos encontramos con el mismo espectáculo. El residuo del realismo aristotélico, la obsesión de llegar a un ser que sea «en sí» y «por sí», sin condición alguna absolutamente, lleva también a Leibniz a descubrir (o a creer que descubre) como elemento primario del mundo, del universo, las mónadas. Ciertamente –y éste es un gran progreso– Leibniz concibe las mónadas bajo la especie del espíritu; son pequeños espíritus; son unidades espirituales. Por eso se ha llamado muchas veces a la filosofía de Leibniz «espiritualismo». Son, pues, unidades espirituales. Esas unidades espirituales tienen un contenido de percepciones y apercepciones. Pero esas unidades espirituales también son substancias en sí y por sí, aisladas, existentes independientemente de la más mínima condición. Y entonces ¿qué resulta? Resulta que para Leibniz es un misterio, un enigma indescifrable la intercomunicación entre esas substancias, y la armonía entre ellas. ¿Cómo es que yo, que pienso y que me saco del pensamiento la geometría y la aritmética, sin tener como dice él «ventana alguna ni puerta alguna» por donde pueda venir el conocimiento de la realidad exterior «porque las mónadas no tienen ventanas» –frase textual de Leibniz– cómo es, entonces, que mis pensamientos acerca de lo que no soy yo concuerdan perfectamente con eso que no soy yo? Esto no lo puede resolver Leibniz más que acudiendo a la hipérbole de una armonía preestablecida, es decir, rindiendo las armas ante la dificultad insuperable del problema. Pues todas esas dificultades insuperables, con que tropiezan los sucesores de Descartes, proceden de que permanece en ellos latente ese residuo de realismo aristotélico, que se traduce en el afán de encontrar una «res», una cosa, algo, ya sea espíritu o no espíritu, que exista «en sí» y «por sí». Pero precisamente Kant va a realizar un esfuerzo formidable –el más grande que conoce la historia de la filosofía moderna– para superar, precisamente, esa obsesión, para acabar justamente con ese residuo de realismo aristotélico, para llegar a una concepción del ser y de la realidad en donde no se exija, ni se pida, ni se acepte, una existencia o substancia «en sí» y «por sí». Y entonces es cuando Kant llega, merced a este esfuerzo, a lo que él llama «idealismo trascendental», cuyo primer trámite es la estética trascendental, la teoría del espacio y del tiempo, como formas y bases de la sensibilidad.