Exposición trascendental del tiempo

Viene después la exposición trascendental, encaminada a mostrar que el tiempo, la intuitividad y el apriorismo del tiempo, son la condición de la posibilidad de los juicios sintéticos en la aritmética. Los juicios en la aritmética son sintéticos y «a priori», es decir, son juicios que nosotros hacemos mediante intuición. Yo necesito intuir el tiempo para sumar, restar, multiplicar o dividir; y eso lo hacemos, además, «a priori». La condición indispensable. para esto, es que hayamos supuesto, como base de todas nuestras operaciones, eso que llamamos la sucesión de los momentos en el tiempo. Así, pues, sólo sub-poniendo la intuición pura del tiempo «a priori» es posible que nosotros construyamos la aritmética, sin el auxilio de ningún recurso experimental. Y precisamente porque el tiempo es una forma de nuestra sensibilidad, una forma de nuestras vivencias; porque el tiempo es el cauce previo de nuestras vivencias, por eso es por lo que la aritmética, construida sobre esa forma de toda vivencia, tiene luego una aplicación perfecta en la realidad. Porque, claro está, la realidad tendrá que dárseme a conocer mediante percepción sensible; la percepción sensible empero es una vivencia; esta vivencia se ordenará en la sucesión de las vivencias, en la enumeración, en el 1, 2, 3 sucesivo de los números y por lo tanto el tiempo, que yo haya estudiado «a priori» en la aritmética, tendrá siempre aplicación perfecta, encajará divinamente con la realidad en cuanto vivencia. De esta manera llega Kant a la conclusión de que el espacio y el tiempo son las formas de la sensibilidad. Y por sensibilidad entiende Kant la facultad de tener percepciones. Ahora bien; el espacio es la forma de la experiencia o percepciones externas; el tiempo es la forma de las vivencias, o percepciones internas. Mas toda percepción externa tiene dos caras: es externa por uno de sus lados, por cuanto que está constituida por lo que llamamos en psicología un elemento presentativo, pero es interna por otro de sus lados, por cuanto que al mismo tiempo que yo percibo la cosa sensible (esta lámpara, por ejemplo) voy al mismo tiempo, dentro de mí, sabiendo que la percibo; teniendo no sólo la percepción de ella sino la apercepción; dándome cuenta de que la percibo. Así, pues, es al mismo tiempo un salir de mí hacia la cosa real, fuera de mí, y un estar en mí mismo, en cuyo «mí» mismo acontece esa vivencia. Por consiguiente el tiempo tiene una posición privilegiada, porque el tiempo es forma de la sensibilidad externa e interna, mientras que el espacio sólo es forma de la sensibilidad externa. Esta posición privilegiada del tiempo, que comprende en su seno la totalidad de las vivencias, tanto en su referencia a objetos exteriores, como en cuanto a acontecimientos interiores, es la base y fundamento de la compenetración que existe entre la geometría y la aritmética. La geometría y la aritmética no son dos ciencias paralelas, separadas por ese espacio que separa las paralelas. No; sino que son dos ciencias que se compenetran mutuamente. Y precisamente Descartes fue el primer matemático que abrió el paso entre la geometría y la aritmética, o mejor dicho, entre la geometría y el álgebra; porque Descartes inventó la geometría analítica, que es la posibilidad de reducir las figuras a ecuaciones, o la posibilidad inversa de convertir una ecuación en figura. Más adelante Leibniz remacha, por decirlo así, esta coherencia o compenetración íntima de la geometría y la aritmética y el álgebra, en el cálculo infinitesimal. Porque entonces encuentra, no solamente como Descartes, la posibilidad de transitar mediante leyes univocas de las ecuaciones a las figuras y de las figuras a las ecuaciones, sino la posibilidad de encontrar la ley de desarrollo de un punto en cualesquiera direcciones del espacio. Esta posibilidad de encerrar en una fórmula diferencial o integral las diferentes posiciones sucesivas de un punto cualquiera según el recorrido que él haga, es, pues, el remate perfecto de la coherencia entre la geometría y la aritmética. De esta suerte, toda la matemática representa un sistema de leyes «a priori», de leyes independientes de la experiencia y que se imponen a toda percepción sensible. Toda percepción sensible que nosotros tengamos habrá de estar sujeta a las leyes de la matemática y, esas leyes de la matemática, no han sido deducidas, inferidas de ninguna percepción sensible: nos las hemos sacado de la cabeza, diré usando una forma vulgar de expresión. Y, sin embargo, todas las percepciones sensibles, todos los objetos reales físicos en la naturaleza y los que acontezcan en el futuro, eternamente, siempre habrán de estar sujetos a estas leyes matemáticas que nos hemos sacado de la cabeza. ¿Cómo es esto posible? Ya lo acabamos de oír en todo el desarrollo del pensamiento kantiano. Esto es posible, porque el espacio y el tiempo, base de las matemáticas, no son cosas, que nosotros conozcamos por experiencia, sino que son formas de nuestra facultad de percibir cosas, y por lo tanto son estructuras que nosotros, «a priori», fuera de toda experiencia, imprimimos sobre nuestras sensaciones para convertirlas en objetos cognoscibles. Si pues no son esas formas más que formas que el sujeto imprime en el objeto ¿qué de particular tiene que el objeto, en todo momento y siempre, y en toda ocasión, haya de ostentar esas formas matemáticas?