Si consideramos el conjunto de la filosofía de Leibniz, podemos decir que en ella el racionalismo llega. a su más alta cumbre. Después de la labor llevada a cabo por el pensamiento leibniziano, se establece en toda la ciencia y en toda la filosofía europea el imperio del racionalismo. La distinción hecha por Leibniz entre verdades de razón y verdades de hecho implica que el ideal del conocimiento científico consiste en estructurar todos sus elementos como verdades de razón. Ese ideal no es accesible de un golpe, sino poco a poco. Ese ideal es un propósito del hombre, cuya razón se pone a prueba en la resolución de problemas científicos planteados por la realidad. Pero la resolución de esos problemas consiste primordialmente en eso: en que las comprobaciones de hecho enviadas por la experiencia se conviertan en verdades de razón, o sea en juicios cuyo fundamento esté demostrado, extraído de otras verdades de razón más profundas; y así sucesivamente. El ideal del racionalismo consiste, pues, en que el conocimiento humano llegue a estructurarse del mismo modo como lo está la matemática, como lo está la geometría, el álgebra, la aritmética, el cálculo diferencial y el cálculo integral. Es éste el momento más sublime de la física matemática; es éste el instante en que todas las esperanzas están permitidas al hombre y en que esas esperanzas parecen tener, de momento, ya un cumplimiento tan extraordinario que se toca, por decirlo así, el momento en que el hombre va a poder alcanzar una fórmula matemática que comprenda en la brevedad de sus términos el conjunto íntegro de la naturaleza. Este racionalismo, que aspira a que todo lo dado se convierta en pura razón, este racionalismo encuentra su realización metafísica en la teoría de las mónadas. Del mismo modo que los conocimientos de hecho han de ser problemas para convertirse más o menos pronto en verdades de razón, del mismo modo el desenvolvimiento interno de la mónada, que la lleva de una percepción a otra, culmina en el reflejo que cada mónada es en si misma de todo el universo; y las jerarquías de las mónadas llegan a su más alta cumbre en Dios, para quien toda percepción es apercepción, toda idea es idea clara y todo hecho es al mismo tiempo razón. Hay, pues, en el racionalismo de Leibniz una metafísica espiritualista, que es la que expuse en la lección anterior. Esta metafísica espiritualista nos representa el universo entero como constituido por puntos de substancia espiritual, que llamamos mónadas. Es decir, que el universo entero presenta ante nosotros dos caras. Una cara, que es la de los objetos materiales, sus movimientos, sus combinaciones y las leyes de estos movimientos y combinaciones; una cara que podríamos llamar por consiguiente fenoménica: la del mundo tal como lo vemos, lo percibimos y lo sentimos. Pero más profundamente, del otro lado de esa cara visible de los fenómenos, se hallan las verdaderas realidades; se hallan las existencias en sí mismas de las mónadas. Todo eso que nos aparece a nosotros como objetos extensos en el espacio, moviéndose unos con respecto a otros, siguiendo las leyes conocidas por la física, las leyes del movimiento, todos esos fenómenos que vemos, oímos y tocamos, no son sino aspectos externos, ideas confusas de una realidad profunda, la realidad de esas mónadas espirituales. Así, en la filosofía racionalista de Leibniz reaparece la teoría de los dos mundos que ya hubimos de ver al iniciarse la filosofía griega con Parménides: un mundo fenoménico de apariencias y un mundo en sí mismo de substancias reales, de substancias que son cosas en sí. Para Leibniz estas cosas «en sí» son las mónadas. Lo que de verdad existe no es, como para Descartes, el espacio mismo; no es como para los ingleses, las vivencias; pero es esas unidades espirituales que, en la simplicidad de su propio ser metafísico, contienen la multiplicidad de las percepciones. Notamos, pues, aquí, que en la metafísica de Leibniz el desarrollo de la idea idealista, el desarrollo de la actitud idealista iniciada por Descartes, no ha llegado todavía a su terminación. En Descartes encontramos aún un residuo del realismo aristotélico a pesar de la actitud inicial idealista. Ese residuo estaba en la teoría de las tres substancias. En los ingleses encontramos una curiosa y extraña trasposición del concepto aristotélico de cosa «en sí», que en vez de aplicarse a la substancia, se traslada a la vivencia misma, Y ahora aquí en Leibniz, encontramos también ese residuo del realismo aristotélico en la consideración de la mónada como cosa en sí misma. La mónada no es objeto del conocimiento científico, sino que es algo que trasciende del objeto del conocimiento científico y que existe en sí y por sí, sea o no conocida por nosotros. Esa existencia metafísica trascendente, de la mónada, esa existencia, esa «cosidad» en sí misma, es el residuo de la metafísica realista aristotélica.