Comunicación entre las substancias: armonía preestablecida

Dios creó el universo. Significa que Dios crea las mónadas, y cuando Dios crea las mónadas, pone en cada una de ellas la ley de la evolución interna de sus percepciones. Por consiguiente, todas las mónadas que constituyen el universo están entre sí en una armónica correspondencia; correspondencia armónica que ha sido preestablecida por Dios en el acto mismo de la creación; en el acto mismo de la creación cada mónada ha recibido su esencia individual, su consistencia individual, y esa consistencia individual es la definición funcional, infinitesimal, de esa mónada. Es decir, que esa mónada desenvolviendo su propia esencia, sin necesidad de que de fuera de ella entren acciones ningunas a influir en ella, desenvolviendo su propia esencia, coincide y corresponde con las demás mónadas en una armonía perfecta del todo universal. De esta manera, por la sola definición esencial de cada uno de esos puntos de substancia metafísica que son las mónadas, Leibniz resuelve el problema formidable que se había planteado en la metafísica europea a raíz de la muerte de Descartes. Era el gran problema, el enorme problema de la comunicación entre las substancias, y principalmente de la relación entre el alma y el cuerpo. Recuerden ustedes que Descartes había establecido tres substancias: la substancia divina, la substancia extensa, o sea el cuerpo, y la substancia pensante. Se trata de saber cómo es posible que el cuerpo influya sobre el alma y que el alma influya sobre el cuerpo. Que existe esa influencia, es indudable, porque un pensamiento, el pensamiento de levantar la mano derecha, me basta para que levante la mano derecha. Por consiguiente, el alma influye sobre el cuerpo. Que el cuerpo influye sobre el alma, es también indudable, porque una modificación cualquiera del cuerpo me produce por lo menos la idea confusa del dolor. Ahora, ¿cómo es posible esa comunicación entre las substancias? Pues para que dos substancias, dos seres, dos cosas, comuniquen, es preciso que haya algo de común entre ellas; tiene que haber algo de común para que dos cosas comuniquen; tienen que comunicar por una vía común. ¿Pero qué hay de común entre el puro pensar y el ser extenso?. No hay nada de común. ¿Cómo, pues, resolver el problema de la comunicación de las substancias, de la influencia del cuerpo sobre el alma y de la influencia del alma sobre el cuerpo? Los metafísicos posteriores a Descartes se esforzaron por resolver este problema. El propio Leibniz, en uno de sus escritos, establece un símil muy instructivo, que comprende todas las posibles soluciones a este problema y que alude a los filósofos que han adoptado esas posibles soluciones. El símil es el siguiente: supongamos en una habitación dos relojes; esos dos relojes marchan siempre acompasadamente, de modo que cuando uno señala las 3.5 el otro también señala las 3.5. ¿Cómo es posible que vayan tan acompasadamente? ¿Cómo es posible que las modificaciones del cuerpo sean percibidas por el alma? ¿Cómo es posible que las modificaciones del alma produzcan efectos en el cuerpo? ¿Cómo es posible que los dos relojes vayan tan acompasadamente? Hay varias hipótesis posibles para explicar esta coincidencia entre las dos substancias. Primera hipótesis: la de una influencia directa de un reloj sobre otro. Pero no se comprende esta hipótesis, que es la de Descartes. Descartes alojaba el alma dentro de la glándula pineal y concebía que todo movimiento de los nervios era como tirar el hilo de una campanilla: al tirar, mecánicamente se transmite el movimiento por el hilo y al llegar a la glándula pineal, que en efecto tiene la forma de un badajo de campanilla, mecánicamente se mueve y el alma se entera. ¿Pero cómo se entera? Porque al llegar ahí es donde no se comprende; porque no hay nada de común entre un movimiento y una percepción. Esa es la primera hipótesis, pero es una hipótesis rechazable y que rechazaron todos los filósofos después de Descartes. No puede haber comunicación directa entre los relojes. ¿Entonces, cómo explicar esa correspondencia? Cabe también esta otra hipótesis: un prudente y hábil artesano relojero, perito en mecánica, se sitúa delante de los dos relojes, y está con mucho cuidado, y cuando uno de los dos relojes empieza a querer adelantarse al otro, le toca la máquina para que no se adelante; cuando el otro comienza a querer adelantarse al anterior, le toca la máquina para que no se adelante. Esta es la teoría de Malebranche, el filósofo francés discípulo de Descartes y que se conoce con el nombre de «teoría de las causas ocasionales»; según la cual Dios sería ese obrero; Dios estaría constantemente atento a lo que sucede a las substancias, y cuando en una substancia sucede algo, le da esto ocasión para influir en la otra substancia y que acontezca en la otra lo correspondiente. De modo que Dios está constantemente atento. Para Malebranche no hay más causa eficiente que Dios, y lo que llamamos causas, en la física y en la naturaleza, son ocasiones que Dios tiene de intervenir continuamente en la armonía entre las substancias en el universo. Esta hipótesis está sujeta también a críticas muy graves. Cabe otra hipótesis, que es la de decir: pues que no haya dos relojes, sino un solo mecanismo con dos esferas; un solo conjunto de ruedas y de pesas, pero dos esferas, una a la derecha y otra a la izquierda. Entonces por fuerza tienen que andar siempre las dos esferas correspondientes y parejas, porque como es un solo mecanismo el que manda las dos agujas, no puede haber diferencias entre ellas. Esta solución es el panteísmo del filósofo holandés Espinosa. El panteísmo nos dice: no hay más que una substancia metafísicamente, que es Dios. Esa substancia tiene dos caras, dos atributos: la extensión cartesiana y el pensamiento cartesiano. ¿Cómo se comunican la extensión y el pensamiento? No hay ni que preguntarlo. Como la extensión y el pensamiento no son más que dos atributos de una y la misma substancia universal, pues las modificaciones en la una y las modificaciones en la otra, son modificaciones en la única substancia. Es como dice Leibniz muy bien: como si en vez de dos relojes, lo que quedara es una sola maquinaria con dos esferas; las dos naturalmente marcarían siempre lo mismo, porque es una y única la maquinaria. Tampoco puede satisfacer a Leibniz esta hipótesis, que conduce derechamente al panteísmo. El panteísmo produce dificultades enormes, entre otras las dificultades físicas o mecánicas que vienen adscriptas a la negación de la existencia de Dios, en la física del siglo XVII. Así, pues, Leibniz tiene que acudir a otra hipótesis, que es la suya: que los dos relojes no han sido fabricados por un mal relojero, sino por un obrero relojero magnífico. ¿Cómo magnífico? El mejor que cabe. ¿Cómo el mejor que cabe? El perfecto: Dios. Es Dios el que ha hecho las substancias; Dios es un relojero tan perfecto que una vez que ha hecho los dos relojes y los ha puesto a marchar, ya se puede ir a dar un paseo, porque no hay posibilidad ninguna de que los dos relojes, hechos por Dios, se aparten ni un milésimo de segundo el uno del otro, puesto que han sido hechos perfectamente por Dios. Esta es la hipótesis de Leibniz, que llama de la armonía preestablecida. Como Dios ha creado las mónadas y el acto de creación de las mónadas es el acto de individualización de las mónadas, mónada que es creada individualmente, con su sello individual, con su esencia, con su substancia propia individual, o sea con la ley íntima funcional de todo su desarrollo ulterior. Pero Dios al crear la totalidad de las mónadas, cada una con su ley funcional interna, las ha creado en armonía preestablecida; y entonces, sin necesidad de que haya una intercomunicación de las substancias, de hecho, siguiendo cada una ciegamente su propia ley, resulta la armonía universal del todo.