Punto de partida en el yo

¿Qué es lo que Leibniz encontraba en Descartes que pudiera servirle de base? Pues sencillamente lo mismo que los demás filósofos de su época, o sea el descubrimiento esencial cartesiano del «cogito». El punto de partida de toda filosofía no puede ser otro que la intuición del yo, del alma como substancia pensante. Leibniz acepta, pues, este punto de partida cartesiano, y acepta también con el mayor entusiasmo la distinción fundamental que hace Descartes entre las ideas claras y las ideas confusas. Para Leibniz, como para Descartes, las ideas confusas son problemáticas; constituyen otras tantas interrogaciones; otros tantos enigmas, cuya solución consiste en esforzarse por que la razón, mediante los análisis conceptuales, transforme esas ideas oscuras en ideas claras. Pero precisamente aquí echa de menos Leibniz en la filosofía de Descartes, con razón, el estudio profundo del tránsito que va de las ideas confusas a las ideas claras. ¿Cómo se verifica ese paso, ese tránsito de una idea confusa a una idea clara? Si la idea confusa, mediante el pensamiento racional, llega a ser idea clara, es sin duda porque la idea confusa contenía en su seno germinativamente la idea clara. Ahora bien: ya saben ustedes que en toda la terminología filosófica de este siglo «idea confusa» equivale a sensación, percepción sensible, experiencia sensible. Por consiguiente, la experiencia sensible tenía que contener germinativamente en su seno la conclusión racional, la idea clara. y así recuerden ustedes cómo resolvió Leibniz el problema de innatismo o empirismo planteado por Locke, en el sentido de que las verdades de razón, si bien no son innatas en la totalidad y exacto detalle de su estructura, son sin embargo innatas en cuanto que nacen de gérmenes oscuros, que están implícitos en nuestra razón. Si pues todo esto podía satisfacer bastante a Leibniz en cambio había otros elementos en la metafísica de Descartes que no lo podían contentar de ninguna manera. El principal elemento contra el cual Leibniz se revuelve, negándose enteramente a admitirlo, es lo que pudiéramos llamar el «geometrismo» de Descartes. Recuerden ustedes; Descartes establece, por intuición directa, la substancia pensante, el yo, el alma pensante. Establece también, por una intuición directa, la existencia de Dios, porque descubre que la idea de Dios es la única idea en la cual el objeto, la existencia del objeto está garantizada por la idea misma. Esta es la interpretación que hemos dado del argumento ontológico. Pero en cambio la substancia material, extensa, se le aparece a Descartes pura y simplemente como el correlato objetivo de nuestras ideas geométricas. De suerte que para Descartes la substancia material, la materia, es pura y simplemente extensión. Esto es lo que a Leibniz le perturba y provoca en él una oposición violenta a Descartes. ¿Cómo puede ser la materia pura y simplemente extensión? La extensión, el puro espacio geométrico, es totalmente irreal. No es una realidad, no es más que las combinaciones mentales que hacemos con puntos, rectas, superficies, volúmenes. Seguramente, indudablemente, la realidad misma, la realidad en sí (sea ella la que fuere, que luego lo investigaremos) tendrá que acomodarse a la forma del espacio, a la forma de la extensión. Las cosas materiales habrán de ser también extensas. Pero no exclusivamente extensas. Definir la materia por la pura extensión, es establecer una identidad intolerable entre la cosa real y la figura geométrica; y a eso iba realmente Descartes. Para Descartes, en realidad, las cosas reales no son ni más ni menos que simples figuras geométricas. Esa tendencia cartesiana a reducir lo físico simplemente a la espacialidad, a la extensión pura geométrica, es la dificultad contra la cual Leibniz se va revolviendo constantemente.