La actitud idealista en el problema metafísico es realmente tan difícil, tan insólita, tan fuera de los cauces habituales de nuestra presentación ante el mundo, que conviene una y otra vez insistir sobre la necesidad de acomodar nuestra manera de pensar a esa insólita, difícil y antinatural actitud. Ya hemos visto que precisamente por ser antinatural, por ir en contra de las propensiones espontáneas del hombre es una actitud que no ha podido tomarse primeramente en la historia del pensamiento humano, sino que ha tenido que sobrevenir como reacción frente a la actitud natural. Y así esa reacción sustituyó a la forma ingenua de lanzarse sobre el ser de las cosas, una forma reflexiva, una cautela, una prudencia, que hace que antes de plantear propiamente el problema metafísico de: ¿quién es el ser?, nos veamos obligados a ciertos trámites previos, a ciertas dilucidaciones previas con referencia a la actitud misma que estamos tomando. Esa actitud reflexiva que es el idealismo consiste, pues, en detener la marcha espontánea del pensamiento, que aspira a lanzarse sobre las cosas para captarlas, definirlas y volver el pensamiento sobre sí mismo. ¿Y por qué sobre sí mismo? Pues porque el «sí mismo» del pensamiento es lo más inmediato que el pensamiento tiene. Lo más inmediatamente «mismo», es el pensamiento mismo. Por eso la actitud idealista consiste en apartar la vista de las cosas y en posarla sobre el pensamiento de las cosas. Puesto que a las cosas no llegamos sino a través del pensamiento, el pensamiento de ellas nos es más próximo; no ya más próximo, sino que es nosotros mismos pensando. Esto es lo que expresábamos en las lecciones anteriores, haciendo ver que la duda cartesiana puede impunemente hacer mella, con toda tranquilidad, sobre los objetos del pensamiento; pero que una vez detenida a mitad de camino, antes de llegar a los objetos; una vez detenida en el pensamiento de esos objetos; una vez concentrada en el acto mismo de pensar, la duda ya no puede hacer mella en esta nueva realidad; y tiene que rendirse, y entonces lo inmediato del pensamiento aparece como lo existente en sí. Pero como entre el pensamiento y el yo no hay, al parecer, ningún intersticio diferencial, la actitud idealista ha de comenzar necesariamente por la afirmación de la existencia del yo pensante. ¿Cuál es la consecuencia de esta insólita actitud; de este retorcimiento del pensar sobre sí mismo; de este estilo que no sin razón se ha comparado con el barroco en las artes? La consecuencia es que los objetos del pensamiento se convierten ahora en problemáticos; se convierten en problemas. Lo que antes en el realismo era dado –las cosas– ahora ya no son dadas, ya no son puestas; ahora se convierten en problemas, en propuestas, en cuestiones a resolver; en algo a lo cual hay que llegar mediante unos trámites y esfuerzos que el pensamiento hace por salir de sí mismo. Ya hemos visto cómo Descartes realiza esa salida del pensamiento de dentro de sí mismo; la realiza advirtiendo que entre las ideas hay una, entre los pensamientos hay uno que lleva dentro de sí como pensamiento, la garantía de que el objeto pensado por él existe; éste es el pensamiento de Dios. Pero ahora no nos interesa seguir en sus detalles la metafísica de Descartes, sino volvernos a sumergir plenamente en ese ambiente, en esa atmósfera peculiar del idealismo y que pudiera compararse con la del encerramiento del espíritu dentro de su propia prisión. Y comprobamos entonces esta primera consecuencia: que al encerrarse el espíritu dentro de su propia prisión, el idealismo no tiene mas remedio que anteponer a toda otra cuestión metafísica una serie de reflexiones previas. Esa serie de reflexiones previas son las que hemos encontrado ya en Descartes, cuando se habló de la duda, de la necesidad de dudar, de la posibilidad de dudar del objeto, de la imposibilidad de dudar del pensamiento mismo, de la inmediatez del pensamiento y en cambio de la mediatez del objeto; de que todo pensamiento garantiza mi propia existencia; porque todo pensamiento, además de ser pensamiento de algo, es «mi» pensamiento, y por consiguiente, en cualquier pensamiento –ya sea falso o verdadero– estoy yo presente; está presente la realidad existencial de mi propio yo. Todas esas reflexiones, todo ese conjunto de trámites previos, considerémoslo ahora, por decirlo así, en bloque y desde fuera. ¿Y qué impresión nos produce? Pues nos produce la impresión inevitable de que ahí, en todos esos trámites previos, se esconden cuestiones de lógica y cuestiones de psicología. En todos esos trámites, en todas esas reflexiones se trata unas veces del pensamiento como vivencia del yo; del yo como el que vive los pensamientos. Esto es psicología pura. Otras veces se trata del objeto pensado por el pensamiento y de si ese objeto pensado por el pensamiento existe o no existe; de si el pensamiento que lo piensa es verdadero o no es verdadero; de si ese pensamiento, considerado esta vez no como vivencia del yo sino como enunciación de algo, es un pensamiento que se refiere a un objeto real o no se refiere a objeto real ninguno. En este segundo caso son cuestiones de lógica y de ontología las que están propiamente fundidas en todas estas reflexiones. Por consiguiente, si salimos de este complejo en que nos encontramos y lo miramos un poco desde afuera, ¿qué tendremos que decir? Tendremos que decir que la postura, que la actitud idealista implica necesariamente que la filosofía se inicia por una reflexión lógica y psicológica acerca de los pensamientos y de sus objetos. Pero todo esto lo podemos expresar mucho más brevemente: todo pensamiento que piensa un objeto pretende expresar lo que el objeto es, o sea, pretende conocer el objeto. Nuestros pensamientos de los objetos son conocimientos de ellos. Por consiguiente, diremos que en la raíz misma, en la definición misma de la actitud, de la postura idealista, está necesariamente implicado el que haya de comenzar por una teoría del conocimiento. Esa teoría del conocimiento podrá ser más preponderantemente psicológica o más preponderante mente lógica; se fijará quizá preferentemente en los pensamientos como vivencias del yo, o en los pensamientos como enunciados del objeto. Pero en todo caso siempre el idealismo antepondrá a toda otra cuestión ulterior, una teoría del conocimiento. Y, en efecto, históricamente es así. Las primeras meditaciones de Descartes, las que anteceden a la demostración de la existencia de Dios, son ya una teoría del conocimiento. Y si ustedes reflexionan en que esas primeras meditaciones de Descartes no son sino la exposición, en términos más bien populares y accesibles a todo el mundo, de otras reflexiones mucho más ampliamente expuestas en las Reglas para la dirección del espíritu –obra de su juventud que no fue publicada hasta después de su muerte– entonces más evidente resulta todavía que en el propio Descartes el problema metafísico no es abordado sino después de una preparación más o menos minuciosa del problema de teoría del conocimiento, o, como suele decirse, epistemológico. Y después de Descartes los filósofos que le siguen sienten con una claridad total y completa esa necesidad inherente al idealismo de explicarse primero acerca del conocimiento, de sus orígenes, de sus límites, de sus posibilidades. John Locke, el primer filósofo de quien se dice que hace una teoría del conocimiento, en su Tratado sobre el entendimiento humano, explícitamente se propone hacer una teoría del conocimiento humano; estudiar los orígenes de las ideas, de los pensamientos; ver si a las ideas les corresponden o no les corresponden impresiones y realidades efectivas; analizar las diversas ideas complejas y ver cómo se derivan de las simples. Todos estos problemas de teoría del conocimiento, de origen, límites y posibilidad del conocimiento humano, constituyen la médula del libro de Locke. Pero después de éste, otros filósofos ingleses siguen exactamente el mismo rumbo, y también antes de nada, antes de pasar a cualquier afirmación o negación del problema metafísico, plantean el problema del conocimiento; en un sentido más o menos psicológico –ésta es otra cuestión– pero lo plantean. Así Berkeley, antes de exponer su metafísica espiritualista, plantea y resuelve el problema del conocimiento; y Hume, antes de proponer su no-metafísica, su oposición a toda metafísica, o por decirlo así, su positivismo, también plantea y resuelve los problemas fundamentales del conocimiento. En la filosofía continental ocurre exactamente lo mismo, con una única excepción, que es el filósofo Espinosa; pero de esa única excepción podría darse también la razón de por qué. Los demás, Leibniz, Kant, proponen primera y primordialmente la cuestión del conocimiento. Leibniz escribe su primer gran libro en polémica y respuesta al libro de Locke sobre el entendimiento humano; y los tres grandes libros de Kant –Crítica de la Razón pura, Critica de la Razón práctica, Crítica del Juicio– no son sino la forma más completa y perfecta que en la filosofía moderna ha tomado la teoría del conocimiento. Así es que ahora nos encontramos, en nuestra excursión por el campo de la metafísica, ante la necesidad de detenernos, de pararnos. Hemos llegado, en nuestra excursión por el campo de la metafísica, al punto en que nos encontramos con el idealismo. El realismo ha dado de sí todo lo que podía dar, con la metafísica de Aristóteles. Después tuvo que venir, necesariamente, por una necesidad histórica que ya expuse, ese torcimiento de la mirada, esa nueva actitud difícil e insólita que llamamos idealismo. Pero resulta que esa actitud necesita, para poderse desenvolver en los problemas metafísicos, elaborar previamente una teoría del conocimiento. Para seguir nosotros, pues, esas teorías del conocimiento, que son los pórticos de otras tantas metafísicas modernas, necesitamos valernos de instrumentos que todavía no tenemos; necesitamos hacer una pausa, un alto en nuestra excursión por la metafísica, y antes de reanudar nuestra marcha, adquirir instrumentos mentales que nos permitan entender los nuevos trámites que el pensamiento idealista antepone a toda metafísica.