Una vez demostrada la existencia de Dios, ya tenemos dos existencias: la mía y la de Dios. Pero teniendo la existencia de Dios, ya cae de su base el escrúpulo –que él llama en broma metafísico– del genio maligno. Ya no hay posibilidad de suponer que un todopoderoso geniecillo, pero maligno y burlón, se entretenga en engañarme, puesto que ahora ya sé que Dios existe, que es infinitamente perfecto, y por tanto, que no me engaña. Permite que me equivoque, porque tengo ideas confusas y oscuras, y si yo no llevo cuidado de mantener mi voluntad firme para no arriesgarme a afirmar las ideas confusas y oscuras, me equivocaré. Permite que yo me equivoque; pero pone en mi mano, en mi voluntad, el equivocarme o no. Si yo me atengo a no afirmar más que ideas claras y distintas, podré saber muy pocas cosas; pero eso no importa. la cuestión no es saber pocas o muchas cosas, sino saber de verdad; y entonces, manteniéndome en la voluntad firme de no afirmar más que lo claro y distinto, no me equivocaré jamás. ¿Qué quiere decir esto? Pues que la existencia de Dios es una garantía de que los objetos pensados por ideas claras y distintas son ideales, tienen realidad. Es decir, que el mundo tiene realidad.