Del mismo modo que cuando salimos de la luz brillante del día y penetramos en un lugar oscuro necesitamos algún tiempo para acomodar nuestra vista a las condiciones nuevas de esta oscuridad, del mismo modo el ingreso en el idealismo filosófico nos plantea una condición de medio, nos sumerge en una actitud tan poco habitual para el hombre, que es necesario lentamente acomodar la actitud anterior, el punto de vista, a esas nuevas condiciones planteadas por la filosofía idealista. No es posible en este momento y por decirlo así, de golpe, penetrar en las intrincadas dificultades, adoptar las complicadas actitudes que el idealismo requiere de nosotros. Es posible, a la lectura de un buen libro o al escuchar la exposición del idealismo, comprender lo que se quiere decir. Pero una cosa es comprenderlo, entenderlo, y otra cosa es acomodar el órgano visual de nuestro entendimiento a ese panorama tan deshabitual, tan poco ordinario, que es el de la filosofía idealista. El punto de vista del idealismo nos plantea unas exigencias que van en oposición con las actitudes normales, naturales, del hombre. Lo hemos dicho repetidas veces. Conviene insistir en ello, porque lentamente –repito– es como iremos haciendo nuestra acomodación al nuevo mundo idealista. Conviene que rememoremos una vez más las radicales contraposiciones u oposiciones que existen entre uno y otro punto de vista. La actitud realista a que hemos visto sucederse desde los albores del pensamiento filosófico hasta el siglo XVI, es una actitud natural; es la que naturalmente toma el hombre. Cuando el hombre empieza a darse cuenta de su existencia en el universo, naturalmente adopta la actitud de suponer que lo que existe son esas cosas que ve y toca, y que él está provisto de una facultad (la inteligencia, el pensamiento) capaz de recibir de esas cosas impresiones variadas, elaborar esas impresiones y obtener idea de lo que son las cosas que existen ahí. Esa es la actitud natural. En cambio, el idealismo constituye una actitud artificial, una actitud adquirida, no tenida ya desde luego por nosotros al venir al mundo. Necesitamos tomar esa actitud. No la tenemos sino que la tomamos, y la tomamos por una necesidad histórica. El idealismo, lejos de ser natural, es una rectificación de la actitud natural; rectificación que se lleva a cabo a consecuencia de necesidades que de pronto se plantean. Estas necesidades son las de reconstruir de nuevo todo el edificio de la metafísica que, desde Aristóteles, venía rigiendo y que había quedado arruinado en sus cimientos por los hechos históricos que destruyeron su base. Pero no sólo está la contraposición entre natural y artificial, sino que hay más. La actitud del realista, además de natural, es espontánea. No necesita esforzarse; no necesita un acto deliberado para adoptar la que él tiene. La tiene sin querer. Todo el mundo es realista sin querer. En cambio la actitud idealista es voluntaria: hay que querer tomarla. Si no se quiere tomarla, si no se hace esfuerzos para adoptarla, no se adopta. Es, pues, una actitud que no sobreviene para nosotros, sino que nosotros tenemos que fabricar enteramente por un esfuerzo de nuestra voluntad. Para ser idealista hay que querer serlo, y naturalmente, para querer serlo ha habido previamente que sentir la necesidad de serlo, la necesidad de superar aquella actitud natural y espontánea que es el realismo. Este carácter voluntario que tiene el pensamiento idealista se expresa muy bien en la teoría cartesiana del juicio. Para Descartes el juicio no es una operación exclusivamente intelectual que consista en afirmar o en negar un predicado de un sujeto; sino que es una operación oriunda de la voluntad, originada en la voluntad. La voluntad es la que afirma o niega; el entendimiento se limita a presentar ideas a nuestra mente. Afirmar las claras y distintas, negar las oscuras o confusas, tal es el juicio. Y esa función de afirmar o de negar compete a la voluntad. En esta teoría queda simbolizada esa característica de todo el idealismo: de ser una actitud contraria de la actitud espontánea; de ser una actitud voluntaria. En otro tercer punto opónense también las dos actitudes del realismo y del idealismo. El realismo es una actitud que pudiéramos llamar extravertida. Consiste en abrirse a las cosas; en ir hacia ellas; en verterse sobre ellas; en derramar sobre ellas la capacidad perceptiva del espíritu. En cambio, el idealismo es una actitud intravertida; una actitud que consiste en torcer la dirección de la atención y de la mirada, y en vez de posarla sobre las cosas del mundo que nos rodea, hacer un cuarto de conversión y recaer sobre el mismo yo. Esta nueva actitud exige esfuerzos. Deliberadamente es como puede llevarse a cabo. Si dejamos ir por sí sola nuestra propensión natural y espontánea, ella consistirá en abrirnos ante las cosas para que la realidad de ellas penetre en nosotros, en la forma de imágenes y de conceptos. Para el idealismo hay que hacer un esfuerzo contrario, y voluntariamente, artificialmente, dirigir la atención, no adonde la atención de por sí sola iría, sino al propio foco de donde la atención parte. Es una actitud reflexiva, que vuelve sobre sí misma; como dicen que ese aparato llamado «boomerang» que usan los salvajes de Australia vuelve al punto de partida, a la mano que lo lanza. Por último, pueden en otro cuarto punto contraponerse la actitud realista y la actitud idealista; y es en el punto del conocimiento. En el realismo el conocimiento viene, por decirlo así, de las cosas a mí, hasta tal punto que hubo filósofos antiguos (los epicúreos) que consideraban que de las cosas salían pequeñas imágenes –ídolos, como ellos llamaban– que venían a herir el sujeto. En cambio el idealismo considerará más bien el conocimiento como una actividad que va del sujeto a las cosas; como una actividad elaborativa de conceptos, al cabo de cuya elaboración surge la realidad de la cosa. Para el realismo, la realidad de la cosa es lo primero, y el conocimiento viene después. Para el idealismo, por el contrario, la realidad de la cosa es el término, el último escalón de una actividad del sujeto pensante, que remata en la construcción de la realidad misma de las cosas. Los dos puntos de vista (el realista y el idealista) son, pues, tan diametralmente opuestos que el tránsito del uno al otro es difícil y necesita, como decíamos, una acomodación. Por eso en estas lecciones debemos ir lentamente, acostumbrándonos a esta nueva atmósfera; porque no se trata simplemente de un repertorio de doctrinas, sino principalmente se trata de que nosotros, todos juntos, unos y otros, vivamos. durante unos instantes esas realidades históricas que son las grandes doctrinas metafísicas sobre el ser.