Existencia indudable del pensamiento

Pero Descartes lo que busca es un conocimiento que no ofrezca el flanco a la duda. No tendrá pues otro recurso que: o fracasar y caer en el escepticismo absoluto, o llegar a un conocimiento que no sea mediato, que no se haga «por medio» del concepto, si no que consista en una posición tal, que entre el sujeto que conoce y lo conocido no se interponga nada. Ahora bien: ¿qué hay, qué cosa hay tal que no necesite yo un concepto entre mí y la cosa? ¿Qué cosa hay capaz de ser conocida por mí con un conocimiento inmediato, con un conocimiento que no consista en interponer un concepto entre mí y la cosa? Pues bien: lo único capaz de llenar estas condiciones de inmediatez es el pensamiento mismo. No hay más que el pensamiento mismo. Si yo considero que todo pensamiento es pensamiento de una cosa, yo puedo siempre dudar de que la cosa sea como el pensamiento la piensa. Pero si yo retraigo mi interés y mi mirada no a la relación entre el pensamiento y la cosa, sino a la relación entre el pensamiento y yo; si tomo el pensamiento mismo como objeto, entonces aquí ya no puede morder la duda. La duda puede instalarse en el problema de si mi pensamiento coincide con la cosa; pero la duda no puede, no tiene habitáculo posible en el pensamiento mismo. Dicho de otro modo, si yo sueño que estoy metido en una barca y remando en un río, mi sueño podrá ser falso y yo no estar realmente en ninguna barca ni en ningún río, sino metido en mi cama; pero lo que no es falso, es que estoy soñando eso. Si yo entonces digo: estoy soñando esto, no me he equivocado. Si yo pienso un error, una falsedad, y digo: pienso esto, sin intentar averiguar si esto es verdad, sino que lo pienso, no puedo dudar de que lo estoy pensando. En suma, el fenómeno de conciencia, el pensamiento mismo, es indubitable. Lo indubitable es que el pensamiento coincida con la cosa detrás de él. Pero en el pensamiento mismo la duda no tiene sentido. Por eso Descartes, echándose a buscar qué es lo que sea indubitable, no tiene más remedio que hacer un cuarto de conversión hacia dentro de sí mismo y situar el centro de gravedad de la filosofía, no en las cosas, sino en los pensamientos. Entonces Descartes a la pregunta de la metafísica: ¿qué es lo que existe?, ¿quién existe?, no contesta ya: existen las cosas, sino que contesta: existe el pensamiento; existo yo pensando; yo y mis pensamientos. ¿Por qué? Porque lo único que hay para mí inmediato es el pensamiento; por eso no lo puedo poner en duda. Lo que puedo poner en duda es lo que está más allá del pensamiento; lo que no alcanzo más que «mediante» el pensamiento. Pero aquello que sin mediación ninguna puedo tener en la más íntima posesión, es algo de lo cual no puedo dudar; no puedo dudar de que tengo pensamientos. Si hacemos la hipótesis extravagante –que hace Descartes– del genio maligno dedicado a engañarme; si me engaña es que pienso. Si los pensamientos que tengo son todos ellos falsos, es cierto que tengo pensamientos. Por consiguiente, he aquí que la necesidad histórica del planteamiento del problema, el hecho de que el problema se plantee por un pensamiento no inocente sino prudente y cauteloso, aleccionado por veinte siglos de tradición filosófica, ese hecho histórico empuja al pensamiento moderno a ponerse ante todo el problema de una verdad indubitable, el problema de la indubitabilidad, o sea el problema de la teoría del conocimiento; y luego la búsqueda trae la verdad indubitable y lo obliga a dar ese cuarto de conversión para encontrar lo único que hay indubitable, lo único con todo rigor indubitable, que es el pensamiento mismo. Yo puedo pensar que estoy soñando, que nada de lo que pienso es verdad, pero es verdad que lo pienso. Yo puedo estar engañado por un genio maligno, pero si estoy engañado, los pensamientos falsos que ese genio ha metido en mí, son pensamientos, los tengo. Y así, la filosofía moderna cambia por completo su centro de gravedad y da al problema de la metafísica una respuesta inesperada. ¿Quién existe? Yo y mis pensamientos. Entonces ¿es que el mundo no existe? Es dudoso. Como ustedes ven, la cosa es grave, muy grave, porque ahora resulta que se nos exige una actitud mental completamente distinta de la natural y espontánea. Espontánea y naturalmente ustedes creen, como yo, que las cosas existen. Ustedes y yo y todos los hombres somos espontánea y naturalmente aristotélicos: creemos que esta lámpara existe y que es lámpara, porque yo tengo el concepto de lámpara en general y encuentro a esta cosa el concepto de lámpara. Creemos todos que el mundo existe, aunque yo no exista. Pero ahora se nos propone una actitud vertiginosa; se nos propone algo desusado y extraordinario, como una especie de ejercicio de circo. Se nos propone nada menos que esto: que lo único de que estamos seguros que existe soy yo y mis pensamientos; y que es dudoso que más allá de mis pensamientos existan las cosas. De manera que el problema, para la filosofía moderna, es tremebundo, porque ahora la filosofía no tiene más remedio que sacar del «yo» las cosas.