La lección anterior fue totalmente dedicada a la metafísica de Aristóteles, que expuse en sus grandes rasgos. Pero al terminar hacía entrever de pasada la necesidad de precisar algunos puntos de esta metafísica aristotélica, que habían quedado algo rápidamente bosquejados. Y es conveniente insistir y subrayar algunos aspectos, quizá no tenidos por mí en cuenta suficientemente en la lección anterior, puesto que es indudable que Aristóteles representa la forma más pura y clásica del realismo metafísico. A la pregunta: ¿quién existe?, que es la pregunta en la cual nosotros hemos cifrado los problemas metafísicos, el realismo da una respuesta que es idéntica a la respuesta que el hombre ingenuo, en su propensión natural, da a esa misma pregunta. El realismo afirma la existencia del mundo, de las cosas que constituyen el mundo, y de nosotros dentro de ese mundo, como una de tantas cosas. Pero las dificultades de toda suerte que se amontonan ante esta tesis realista, obligan a los filósofos, que la defienden, a multiplicar las advertencias, a poner condiciones, a fijar estructuras varias de ese ser del mundo y de las cosas. Y en este progreso que, a partir de Parménides, a través de Platón llega a Aristóteles, la tesis realista va complicándose a lo largo de la historia del pensamiento antiguo. Puede decirse que la filosofía de Aristóteles constituye la expresión más acabada y completa de todas las dificultades que la tesis realista encuentra y de la manera más perfecta también de resolver esas dificultades. Vale la pena, pues me parece necesario, que nuestra excursión por el campo de la metafísica, iniciada en este sendero del realismo, se detenga un poco de tiempo en la filosofía de Aristóteles para precisar y depurar algunos conceptos que quedaron quizá algo vagos en la clase anterior.