Esta hazaña que Parménides lleva a cabo seis siglos antes de Jesucristo, indudablemente, si la miramos y la contemplamos desde el punto de vista técnicofilosófico, se nos aparece como torpe, o mejor dicho, como ingenua; como hecha por un hombre que por primera vez maneja la razón, sin disciplina anterior, sin escuela, sin la experiencia secular de la elaboración de los conceptos y de las ideas, que las va puliendo, puliendo, hasta hacerlas encajar perfectamente unas en otras. Es un hombre que lleva a cabo una hazaña ingenua y torpe, porque no sabe todavía manejar el instrumento que tiene en las manos. Descubren los hombres de esa época, los pitagóricos y Parménides, la razón; y quedan maravillados ante el poder del pensamiento; quedan maravillados de cómo el pensamiento, por sí solo, tiene virtudes iluminativas extraordinarias; de cómo el pensamiento, por sí solo, puede penetrar en la esencia de las cosas. La aritmética de los pitagóricos, la geometría incipiente en aquellos tiempos, todo esto, hizo pensar a aquellos hombres que con la razón van a poder descifrar inmediatamente el misterio del universo y de la realidad. Y entonces Parménides hace de la razón una aplicación exhaustiva, la lleva hasta los últimos extremos, hasta los últimos límites; y esa exageración en la aplicación de la razón es, probablemente, la que tiene que soportar la culpa de que el sistema de Parménides aparezca en su conjunto como un simple formulismo metafísico. En efecto, el principio racional de que Parménides hace uso es el principio de identidad. Ese principio según el cual algo no puede ser y no ser al mismo tiempo; ese principio de identidad es, empero, realmente un principio formal. No tiene contenido. Si lo queremos llenar, tenemos que llenarlo con palabras como «algo», «esto» «aquello»; con palabras como «una cosa no puede ser igual a otra» o «no puede ser desigual a sí misma». Esas palabras vagas –algo, aquello, esto, una cosa– les muestran a ustedes perfectamente que el principio es una forma que carece de un contenido objetivo propio; que es una hebra de donde otras intuiciones procedentes de otros lados, pueden enhebrarse coherentemente; pero que si no hay otras intuiciones más que la propia intuición de ese principio, entonces este principio constituye un simple molde, dentro del cual no se vierte realidad ninguna. Esto lo vemos clarísimamente si reflexionamos un instante en la impresión que nos producen argumentaciones como las de Zenón, de Elea cuando ataca el movimiento. Recuerden ustedes la argumentación sutil de Zenón de Elea para demostrar que Aquiles no puede nunca alcanzar a la tortuga. ¿Qué impresión les produjo a ustedes aquel argumento? Les produjo la impresión de que aquello no convence; de que aquello está bien, de que es difícil refutarlo, de que quizá no puede encontrarse otro argumento que oponerle victoriosamente; pero, que, sin embargo, no convence mucho. Y en verdad que tienen ustedes razón. Tanta razón tienen en no conceder más que admiración pero no crédito a esos argumentos, tan verdad es eso, que los sofistas y los escépticos siglos después adoptan a Zenón de Elea como uno de sus grandes maestros. Pero, ¿qué es lo que falla en esta argumentación de Zenón de Elea? ¿En dónde está la causa de esa desazón que su argumentación produce en nosotros? Es muy sencillo: la causa está en que Zenón de Elea hace un uso objetivo y real de un principio que no es más que formal; y como hace de ese principio un uso objetivo y real, siendo así que el principio es puramente formal, no podemos rebatirlo fácilmente con principios de razón, de argumentación. Pero en cambio la realidad misma resulta contraria a lo que dice Zenón. ¿Y en qué consiste este choque entre la realidad y el principio formal? Recuerden ustedes el argumento de Zenón. Zenón parte del principio de que el espacio es infinitamente divisible. Pero pensemos un momento: el espacio es infinitamente divisible en la posibilidad; puede ser infinitamente dividido en el pensamiento; puede serio como mero posible, como mera forma; pero el sofisma, por decirlo así, de Zenón de Elea, consiste en que ese espacio –que en potencia puede ser infinitamente dividido– es realmente y ahora mismo dividido. De modo que el sofisma de Zenón consiste en confundir las condiciones meramente formales y lógicas de la posibilidad con las condiciones reales, materiales, existenciales del ser mismo: Dice Zenón que Aquiles no alcanza a la tortuga porque la distancia entre él y la tortuga es un trozo que se puede dividir infinitamente. Sí. Pero ese «se puede dividir infinitamente» tiene dos sentidos: un sentido de mera posibilidad formal matemática, y otro sentido de posibilidad real, existencial. Y el tránsito suave, el tránsito oculto entre uno y otro sentido, es el que hace que la argumentación sorprenda pero no convenza. Este es el vicio fundamental de todo el eleatismo. Todo el eleatismo no es más que una metafísica de la pura forma, sin contenido.