Estamos metidos de lleno en el problema de la metafísica. En la lección anterior nos hemos planteado ese problema. Nos hemos preguntado: ¿quién existe? De todas cuantas cosas se ofrecen con la pretensión de ser lo que existe, lo que verdaderamente existe, ¿cuál de ellas es la legítimamente llamada a recibir el nombre de ser en sí? Múltiples cosas me parecen existir. Pero pronto advierto que muchas de ellas tienen una existencia derivada. Existen porque se componen de otras, o porque resultan de otras. Los componentes, los antecedentes, son, pues, anteriores, previos; son los supuestos, los fundamentos. Por consiguiente, para contestar a la pregunta de ¿quién existe?, ¿qué es lo que existe?, debo dejar a un lado esas existencias derivadas, aparentes, secundarias, para buscar qué cosa sea la que existe en sí y por sí misma. Queda así planteado el problema de la metafísica; y nosotros entramos por la selva de las soluciones que ese problema ha recibido en la historia del pensamiento humano. El pensamiento filosófico, decíamos, se inicia como tal pensamiento filosófico, metódico, en Grecia. Seis siglos antes de Jesucristo, unos hombres que habitaban las islas de la Jonia, las costas del sur de Italia y el continente griego, comienzan a reflexionar sobre ese problema: ¿cuál es el auténtico y verdadero ser?; ¿cuál el principio de todas las cosas?; ¿cuál aquella cosa que explica la existencia de las demás, pero cuya existencia y realidad es ella misma inexplicable, por ser primaria y fundamental? A estas preguntas, esos primeros filósofos griegos dan diversas contestaciones, torpes, ingenuas, pueriles. No tienen (¡cómo habían de tener!) forjadas todavía las armas del pensamiento metódico. Sus contestaciones son, pues, inocentes. El uno decía: todas las cosas proceden de lo líquido, del agua; otro decía; todas las cosas proceden del aire; el otro decía: todas las cosas proceden de una masa material, informe e infinita. Empieza a complicarse un poco el problema en su solución, cuando a uno de ellos, Pitágoras, se le ocurre pensar que la cosa primera y el origen de las demás no es una cosa que se vea con los ojos y se toque con las manos; no es una cosa que se perciba por medio de los sentidos, sino que son los números, un objeto ideal, algo que no tiene una realidad sensible. Pitágoras asienta ya una respuesta algo más complicada, más envuelta, más difícil para el vulgo, que consiste en atribuir el verdadero ser a las proporciones numéricas, a los números. La cosa se complica todavía más con la aparición del filósofo Heráclito de
Efeso; el cual, por vez primera no se contenta con dar una solución al problema metafísico, sino que tiende la mirada sobre las soluciones que los anteriores le han dado. Por vez primera, Heráclito adopta una doble postura, que a partir de él va a ser paradigmática, ejemplar, para todos los filósofos; una postura que consiste en criticar las soluciones de sus predecesores, al mismo tiempo que en buscar una solución propia. Heráclito, paseando la mirada sobre las soluciones que al problema metafísico dieron sus antecesores en la filosofía, encuentra que todas y ninguna son verdaderas. Porque el ser auténtico, el ser en sí, es todo cuanto cae bajo nuestra percepción en cualquier momento. Porque el ser en sí es, según Heráclito, sucesivamente, en una continuidad de fluencia, en un continuo cambio (no discontinuo sino continuo, en el pleno sentido de la palabra «continuo») es sucesivamente eso: aire, fuego, agua; lo duro, lo blando; lo alto, lo bajo. Todas las cosas, tal como se nos ofrecen a la contemplación sensible, son el verdadero ser y están dejando de ser, para volver a ser, para devenir. El devenir, el cambio, el, fluir, el modificarse continuamente de las cosas es, para Heráclito, la realidad fundamental. Aquí habíamos dejado en la lección anterior nuestra explicación. Y como esos heraldos que en los dramas de Shakespeare tocan trompetas en la escena para anunciar la llegada de un gran personaje, de un príncipe, de un rey o de un emperador, yo les anunciaba a ustedes con gran trompetería, la llegada de un príncipe, de un emperador de la filosofía, que se acerca ahora a pasos acompasados y que se llama Parménides. Parménides de Elea introduce la mayor revolución que se conoce en la historia del pensamiento humano. Parménides de Elea lleva a cabo la hazaña más grande que el pensamiento occidental, europeo, ha cumplido desde hace veinticinco siglos; tanto, que seguimos viviendo hoy en los mismos carriles y cauces filosóficos que fueron abiertos por Parménides de Elea, y por donde éste empujó, con un empujón gigantesco, el pensamiento filosófico humano. Elea es una pequeña ciudad del sur de Italia, que dio su nombre a la escuela de filósofos influenciados por Parménides, que en las historias de la filosofía se llama «escuela eleática», porque todos ellos fueron de esa misma ciudad de Elea.