Existencia y consistencia

Estos dos significados equivalen a estos dos otros: la existencia y la consistencia. La palabra «ser» significa, por una parte, existir, estar ahí. Pero por otra parte significa también consistir, ser esto, ser lo otro. Cuando preguntamos ¿qué es el hombre?, ¿qué es el agua?, ¿qué es la luz?, no queremos decir si existe o no existe el hombre, si existe o no existe el agua o la luz. Queremos decir: ¿cuál es su esencia?, ¿en qué consiste el hombre?, ¿en qué consiste el agua?, ¿en qué consiste la luz? Cuando la Biblia dice que Dios pronunció estas palabras: «Fiat lux»; que la luz sea, la palabra «ser» está empleada, no en el sentido de «consistir», sino en cl sentido de «existir». cuando Dios dijo «Fiat lux»; que la luz sea, quiso decir que la luz, que no existe, exista. Pero cuando nosotros decimos: ¿qué es la luz?, no queremos decir qué existencia tiene la luz, no. Queremos decir: ¿Cuál es su esencia?, ¿cuál es su consistencia?

Así estas dos significaciones de la palabra «ser» van a servirnos para aclarar nuestros problemas iniciales. Vamos muy sencillamente a aplicar a las dos significaciones de la palabra «ser» las dos preguntas con que iniciamos estos razonamientos: la pregunta: ¿qué es? y la pregunta: ¿quién es? Y aplicadas esas dos preguntas a los dos sentidos del verbo «ser»sustantivado, tenemos: primera pregunta: ¿qué es existir? Segunda pregunta: ¿quién existe? Tercera pregunta: ¿qué es consistir?, y cuarta pregunta: ¿quién consiste? Examinemos estas cuatro preguntas. Vamos a examinarlas, no para contestarlas, sino para ver si tienen o no contestación posible. A la pregunta: ¿qué es existir? resulta evidente que, no hay contestación posible. No se puede decir qué sea la existencia. Existir es algo que intuimos directamente. El existir no puede ser objeto de definición. ¿Por qué? Porque definir es decir en qué consiste algo; pero acabamos de ver que «consistir», es justamente lo contrario de «existir», o por lo menos algo tan totalmente distinto, que no puede confundirse, no debe confundirse. Si, pues, yo pregunto: ¿qué es existir?, tendría que contestar a esa pregunta indicando la consistencia del existir, puesto que todo definir consiste en explicitar una consistencia; y definición consiste en la indicación de en qué consiste la cosa. Ahora bien: es claro y evidente que el existir no consiste en nada. Por eso muchos filósofos –todos los filósofos, en realidad– se detienen ante la imposibilidad de definir la existencia. La existencia no puede ser definida, y precisamente habrá un momento en la historia de la filosofía, en que un filósofo, Kant, hará uso de esta distinción, para hacer ver que ciertos argumentos metafísicos han consistido en considerar la existencia como un concepto, y manejarlo, barajarlo, con otros conceptos, en vez de considerarla como una intuición que no puede ser barajada y discurrida del mismo modo que los conceptos. Por consiguiente, la pregunta: ¿qué es existir? no tiene contestación, y la eliminaremos de la ontología. La ontología no podrá decirnos qué es existir. Nadie puede decirnos qué es existir, sino que cada cual lo sabe por íntima y fatal experiencia propia. Pasemos a la segunda pregunta, que es: ¿quién existe? Esta segunda pregunta sí puede tener contestación. A esta segunda pregunta cabe contestar: yo existo, el mundo existe, Dios existe, las cosas existen. Y caben combinaciones en estas contestaciones; cabe decir: las cosas existen, y yo como una de tantas cosas. Cabe también decir: yo existo, pero las cosas no; las cosas no son más que mis representaciones; las cosas no son más que fenómenos para mí, apariencias que yo percibo, pero no verdaderas realidades. No «son» en sí mismas, sino en mí. Cabe también contestar: Ni las cosas .ni yo existimos de verdad, sino que sólo Dios existe, y las cosas y yo existimos en Dios; las cosas y yo tenemos un ser que no es un ser en mí, sino un ser en otro ser, en Dios. También cabe contestar esto. De modo que a la pregunta: ¿quién existe?, puede haber contestaciones varias. Vamos a ver la tercera pregunta: ¿qué es consistir? Esta pregunta tiene contestación. ¿Puede decirse en qué consiste el consistir? Puede decirse en qué consiste la consistencia; porque efectivamente, como quiera que yo advierto que unas cosas consisten en otras, no todas consisten en la misma. Hay maneras, modos, formas variadas del consistir. La enumeración, el estudio de todas estas formas variadas del consistir, es algo que puede hacerse, que debe hacerse, que se hace, que se ha hecho. Es algo que constituye un capítulo importantísimo de la ontología. Ahora veremos cuál. Y, por último, la cuarta pregunta: ¿quién consiste?, no tiene contestación. Le pasa a esta pregunta como a la primera: ¿qué es existir?, que no tiene contestación. Tampoco: ¿quién consiste? puede tener contestación, porque lo único que cabría decir es que no sabemos quién consiste. Hasta que no sepamos quién existe, no podemos saber quién consiste, porque sólo cuando sepamos quién existe, con existencia real en si, podremos decir que todo lo demás existe en ese ser primero, y por lo tanto, todo lo demás consiste. De suerte que la pregunta no tiene contestación directa. Si –como, por ejemplo, dicen algunos filósofos como Espinosa– nada existe, ni las cosas, ni yo, sino que las cosas y yo estamos en Dios, entonces a la pregunta: ¿quién consiste?, contestaremos que todos consistimos, salvo Dios, que no consiste, puesto que no es reductible a otra cosa, y en cambio nosotros y las cosas somos todos reductibles a Dios. Por consiguiente, esta cuarta pregunta no tiene contestación directa, no la puede tener; es simplemente el reverso de la medalla de la segunda pregunta, porque tan pronto como sepamos quién existe, sabremos quién es el ser en sí, y entonces todo lo que no sea ese ser en sí, será ser en ese ser, es decir, todo lo demás consistirá en ese ser. Queda, pues, reducido nuestro problema de la ontología a estas dos preguntas: ¿quién existe? y ¿qué es consistir» A la primera hay múltiples y variadas contestaciones. Las contestaciones que se dan a la pregunta: ¿quién existe?, constituyen la parte de la ontología que se llama la metafísica. La metafísica es aquella parte de la ontología que va encaminada a decidir quién existe, o sea quién es el ser en sí, el ser que no es en otro, que no es reductible a otro; y entonces todos los demás seres serán seres en ese ser en sí. La metafísica es la parte de la ontología que contesta al problema de la existencia, de la auténtica y verdadera existencia, de la existencia en sí, o sea a la primera pregunta. A la segunda pregunta: ¿qué es consistir?, hay también múltiples contestaciones posibles. Esas múltiples contestaciones posibles son otras tantas maneras de consistir. Los objetes consisten en esto o en lo de más allá, y cada uno consiste según la estructura de su objetividad. La segunda pregunta: ¿qué es consistir?, da, pues, lugar a una teoría general de los objetos, de cualquier objeto, de la objetividad en general. La segunda pregunta constituye la teoría del objeto, la teoría de la objetividad, o –si me permitís una innovación quizá no demasiado impertinente en la terminología– podríamos decir: la teoría de la consistencia de los objetos en general. Así, pues, la ontología de que vamos a hablar durante unas cuantas lecciones, se nos divide en: 1º metafísica y 2º teoría del objeto o teoría de la consistencia en general. En este territorio de la ontología dos grandes avenidas se abren ante nosotros: la avenida metafísica y la avenida de la teoría del objeto. Vamos a seguir esas dos avenidas una después de otra. En la historia de la filosofía los dos problemas (el problema de quién existe y el problema de qué es consistir) han andado muchas veces mezclados y esto ha perjudicado a la claridad y nitidez de los filosofemas, de las figuras (en el sentido psicológico que hemos empleado aquí, pero aplicado a la filosofía) de las figuras filosóficas, de los temas filosóficos, de los objetos filosofados por el filósofo. Ha sido perjudicial, como siempre todo equívoco es perjudicial. Nosotros, pues, tendremos muy buen cuidado, en nuestras excursiones por la metafísica y por la teoría de los objetos, de mantener muy claramente siempre la distinción entre el punto de vista existencial metafísico y el punto de vista objetivo consistencial. No siempre nos será posible atenernos estrictamente a uno de esos dos puntos de vista; no siempre nos será posible hacer metafísica sin teoría del objeto, ni hacer teoría del objeto sin metafísica. A veces nosotros mismos tendremos que hablar de ambos temas y casi simultáneamente. Pero si desde ahora tienen ustedes muy presente esta diferencia esencial de orientación en los dos temas, no habrá peligro en tratarlos a veces simultáneamente, puesto que ustedes ya harán las necesarias distinciones entre lo que vale para uno y lo que vale para otro. Vamos, pues, ahora a entrar valientemente, resueltamente en la avenida de la metafísica. Decimos que la metafísica está dominada por la pregunta: ¿quién existe? Decimos que esa pregunta implica que hay múltiples pretendientes a existir, múltiples pretendientes que dicen: yo existo. Pero tenemos que examinar sus títulos. No todo el que quiere existir, o dice que existe, existe verdaderamente. Los griegos hicieron ya la distinción. He aludido a ello. Tengámoslo muy presente, y preguntémonos ahora: ¿quién es el ser en sí? No el ser en otro, sino el ser en sí. Hay una contestación a esta pregunta, que es la contestación más natural, natural en el sentido biológico de la palabra, la que la naturaleza en nosotros, como seres naturales, nos dicta inmediatamente, la más obvia, la más fácil, la que a cualquiera se le ocurre: ¿Que quién existe? Pues muy sen cillo: esta lámpara, este vaso, esta mesa, estos timbres, esto pizarrón, yo, esta señorita, aquel caballero, las cosas, y entre las cosas, como otras cosas, como otros entes, los hombres, la tierra, el cielo, las estrellas, los animales, los ríos; eso es lo que existe. Esta contestación es la más natural de todas, la más espontánea, y es la que la humanidad repetidas veces ha enunciado constantemente. Ha tardado muchos siglos la humanidad en cambiar de modo de pensar acerca de esta pregunta, y aun habiendo cambiado de modo de pensar los filósofos, sigue pensando en esta forma todo el mundo, todo el que no es filósofo. Más aún: siguen pensando en esta forma los filósofos en cuanto que no lo son; es decir, el filósofo no es filósofo las veinticuatro horas del día; no lo es más que cuando filosofa; pero cuando se levanta por la mañana y, como aquel personaje de Molière, aquel monsieur Jourdain, dice: «Jeanette, mon chocolat», en aquel momento el filósofo no es filósofo, como cuando saca un cigarrillo y se lo ofrece a un amigo. El filósofo no es filósofo más que cuando filosofa, y yo me atrevería a decir que todos los filósofos antiguos y modernos, presentes y futuros, en cuanto que no son filósofos, espontánea y naturalmente viven en la creencia de que lo que existe son las cosas, entre las cuales naturalmente y sin distinción, estamos nosotros. La palabra latina que designa cosas, es «res». Esta respuesta primordial, y aun diría primitiva, natural, lleva en la historia de la metafísica el nombre de realismo, de la palabra latina «res». A la pregunta: ¿quién existe? contesta el hombre naturalmente: Existen las cosas –«res»–, y esta respuesta es el fondo esencial del realismo metafísico. Pero ese realismo, en esta forma en que yo acabo de dibujarlo, no tiene ni un solo representante en la historia de la filosofía. Ni un solo filósofo, antiguo ni moderno, es realista de esta manera que acabo de decir. Porque no puede serlo. Es demasiado evidente, cuando reflexionamos un momento, que no todas las cosas existen; que hay cosas que creemos que existen y en cuanto nos acercamos a ellas vemos que no existen, ya sea porque realmente se desvanecen, ya sea porque inmediatamente las descomponemos en otras; que es muy sencillo encontrar cosas compuestas de otras. Por consiguiente, esas cosas compuestas de otras, inmediatamente descubrimos en qué consisten, y cuando hemos descubierto en qué consisten, ya realmente no podemos decir que existen, en ese sentido de existencia en sí, de existencia primordial. Así, realmente, no ha habido en toda la historia de la filosofía –por lo menos que yo sepa– ningún realista que afirme la existencia de todas las cosas. El realismo empezó desde luego en Grecia; y empezó discerniendo entre las cosas. El primer esfuerzo filosófico del hombre fue hecho por los griegos, y empezó siendo un esfuerzo para discernir entre lo que tiene una existencia meramente aparente y lo que tiene una existencia real, una existencia en si, una existencia primordial, irreductible a otra. El primer pueblo que de verdad filosofa es el pueblo griego. Otros pueblos anteriores han tenido cultura, han tenido religión, han tenido sabiduría; pero no han tenido filosofía. Nos han llenado la cabeza –en estos últimos cincuenta años sobre todo, a partir de Schopenhauer– de las filosofías orientales, de la filosofía india, de la filosofía china. Esas no son filosofías. Son concepciones generalmente vagas sobre el universo y la vida. Son religión, son sapiencia popular más o menos genial, más o menos desarrollada; pero filosofía no la hay en la historia de la cultura humana, del pensamiento humano, hasta los griegos. Los griegos fueron los inventores de eso que se llama filosofía. ¿Por qué? Porque fueron los inventores –en el sentido de la palabra descubrir–, los descubridores de la razón, los que descubrieron que con la razón, con el pensamiento racional, se puede hallar lo que las cosas son, se puede averiguar el último fondo de las cosas. Entonces empezaron a hacer uso de intuiciones intelectuales e intuiciones racionales, metódicamente. Antes de ellos se hacía una cosa parecida, pero con toda clase de atisbos, de fes, de elementos irracionales. Hecho este paréntesis, diremos que los primeros filósofos griegos que se plantean el problema de quién existe, de cuál es el ser en sí, cuando se lo plantean es que ya han superado el estado de realismo primitivo que enunciábamos diciendo: todas las cosas existen, y yo entre ellas. El primer momento filosófico, el primer esfuerzo de la reflexión consiste en discernir entre las cosas que existen en sí, y las cosas que existen en otra, en aquella primaria y primera. Estos filósofos, griegos buscaron cuál es la o las cosas que tienen una existencia en sí. Ellos llamaban a esto el «principio», en los dos sentidos de la palabra: como comienzo y como fundamento de todas las cosas. El más antiguo filósofo griego de que se tiene noticia un poco exacta se llamaba Thales y era de la ciudad de Mileto. Este hombre buscó entre las cosas cuál sería el principio de todas las demás, cuál sería la cosa a la cual le conferiría la dignidad de ser, de principio, de ser en sí, la existencia en si, de la cual todas las demás son meros derivados; y el hombre dictaminó que esta cosa era el agua. Para Thales de Mileto, el agua es el principio de todas las cosas. De modo que todas las demás cosas tienen un ser derivado, secundario. Consisten en agua. Pero el agua, ella, ¿qué es? Como él dice: el principio de todo lo demás, no consiste en nada; existe, con una existencia primordial, como principio esencial, fundamental, primario. Otros filósofos de esta misma época –el siglo VII antes de Jesucristo– tomaron actitudes más o menos parecidas a la de Thales de Mileto. Por ejemplo, Anaximandro, también creyó que el principio de todas las cosas era algo material; pero tuvo ya una idea un poco más complicada que Thales, y determinó que ese algo material, principio de todas las demás cosas, no era ninguna cosa determinada, sino que era una especie de protocosa, que era lo que él llamaba en griego «apeiron», indefinido, una cosa indefinida, que no era ni agua, ni tierra ni fuego, ni aire, ni piedra, sino que tenía en sí, por decirlo así, en potencia, la posibilidad de que de ella, de ese «apeiron», de ese infinito o indefinido se derivasen las demás cosas. Otro filósofo que se llamó Anaxímenes. también fue uno de esos filósofos primitivos, que buscaron una cosa material como origen de todas las demás, como origen de los demás principios, como única existente en sí y por sí, de la cual estaban las demás derivadas. Anaxímenes tomó el aire. Es posible que haya habido más intentos de antiquísimos filósofos griegos que buscaron alguna cosa material; pero estos intentos fueron pronto superados. Lo fueron primeramente en la dirección curiosa de no buscar una, sino varias; de creer que el principio u origen de todas las cosas no es una sola cosa, sino varias cosas. Es de suponer que las críticas de que fueron objeto Thales, Anaximandro y Anaxímenes contribuyeron a ello. La dificultad grande de hacerle creer a nadie que el mármol del Pentélico, en Atenas, fuese derivado del. agua; la dificultad también de hacerlo derivar del aire, de hacerlo derivar de una cosa determinada, sería probablemente objeto de críticas feroces, y entonces sobrevino la idea de salvar las cualidades diferenciales de las cosas admitiendo, no un origen único, sino un origen plural; no una sola cosa, de la cual fueran todas las demás derivadas, sino varias cosas; y así un antiquísimo filósofo casi legendario, que se llamó Empédocles inventó la teoría de que eran cuatro las cosas realmente existentes, de las cuales se derivan todas las demás, y que esas cuatro cosas eran: el agua, el aire, la tierra y el fuego, que él llamó «elementos», que quiere decir aquello con lo cual se hace todo lo demás. Los cuatro elementos de Empédocles atravesaron toda la historia del pensamiento griego, entraron de rondón en la física de Aristóteles, llegaron hasta la Edad Media y mueren al principio del Renacimiento. Aproximadamente hacia la mismo época en que vivió Empédocles, hay dos acontecimientos filosóficos que para nuestros problemas metafísicos son de importancia capital. El uno es la aparición de Pitágoras y el otro es la aparición de Heráclito. Pitágoras fue un hombre de genio, de un genio formidable, tremendo porque es el primer filósofo griego a quien se le ocurrió la idea de que el principio de donde todo lo demás se deriva, lo que existe de verdad, el verdadero ser, el ser en sí, no es ninguna cosa; o mejor dicho, es una cosa, pero que no se ve, ni se oye, ni se toca, ni se huele, que no es accesible a los sentidos. Esa cosa es el «número». Para Pitágoras, la esencia última de todo ser, de los que percibimos por los sentidos, es el número. Las cosas son números, esconden dentro de sí números. Las cosas son distintas unas de otras por la diferencia cuantitativa y numérica. Pitágoras era muy aficionado a la música y fue el que descubrió (él o alguno de sus numerosos discípulos) que en la lira las notas de las diferentes cuerdas, si suenan diferentemente es por que unas son más cortas que otras; y no sólo descubrió eso sino que midió la longitud relativa y encontró que las notas de la lira estaban unas con otras en una relación numérica de longitud sencilla: en la relación de uno partido por dos; uno partido por tres; uno partido por cuatro; uno partido por cinco. Descubrió, pues, la octava, la quinta, la cuarta, la séptima musical, y esto lo llevó a pensar y lo condujo hacia la idea de que todo cuanto vemos y tocamos, las cosas tal y como se presentan, no existen de verdad, sino que son otros tantos velos que ocultan la verdadera y auténtica realidad, la existencia real que está detrás de ella y que es el número. Sería complejo (no pertenecería tampoco ni al tema ni a la ocasión) el hacer ver a ustedes en detalle esta teoría de Pitágoras. Me interesa solamente haberla hecho notar, porque es la primera vez que en la historia del pensamiento griego sale a relucir como cosa realmente existente, una cosa no material, ni extensa, ni visible, ni tangible. El otro acontecimiento fue la aparición de Heráclito. Heráclito fue un hombre de profundísimo genio, de genio enormemente grande. Anticipó una porción de temas de la filosofía contemporánea. Heráclito recorre con la mirada las soluciones todas que antes de él han sido dadas al problema de quién existe; y se encuentra con una enorme variedad de contestaciones: con que Thales de Mileto dice: el agua existe; con que Anaxímenes dice: el aire existe; con que Anaximandro dice: la materia amorfa, sin forma, indefinida, existe; con que Pitágoras dice: los números existen; y Empédocles dice: los cuatro elementos existen, lo demás no existe. Entonces Heráclito encuentra que ninguna de estas contestaciones tiene razón; encuentra que si examinamos verdaderamente, con ojos imparciales, las cosas que se tienen ante nosotros, hallamos en ellas todo eso; y sobre todo, que las cosas que se tienen ante nosotros no son nunca, en ningún momento, lo que son en el momento anterior y en el momento posterior; que las cosas están constantemente cambiando; que cuando nosotros queremos fijar una cosa y definir su consistencia, decir en qué consista esa cosa, ya no consiste en lo mismo que consistía hace un momento. Proclama, pues, el fluir de la realidad. Nunca vemos dos veces lo mismo, por próximos que sean los momentos, o, como decía en su lenguaje metafórico y místico: «Nunca nos bañamos dos veces en el mismo río.» Las cosas son como las gotas de agua en los ríos, que pasan y no vuelven nunca más.

No hay, pues, un ser estático de las cosas. Lo que hay es un ser dinámico, en el cual podemos hacer un corte, pero será caprichoso. De suerte que las cosas no son, sino que devienen, y ninguna y todas pueden tener la pretensión de ser el ser en sí. Nada existe, porque todo lo que existe, existe un instante y al instante siguiente ya no existe, sino que es otra cosa la que existe. El existir es un perpetuo cambiar, un estar constantemente siendo y no siendo; un devenir perfecto; un constante fluir. Y así termina la filosofía de Heráclito, por una parte con una visión profunda de la esencia misma de la realidad y que sólo volveremos a encontrar en algún filósofo antiguo, a veces, como Plotino, y en un filósofo moderno, como Bergson; pero, por otra parte, con una nota de escepticismo, es decir, con una especie de resignación a que el hombre no sea capaz de descubrir lo que existe verdaderamente; que el problema sea demasiado grande para el hombre. Y en este momento –que es el siglo VII antes de Jesucristo–, en este momento en que Heráclito acaba de terminar su obra, surge en el pensamiento griego el filósofo más grande que conocen los tiempos helénicos. El más grande, digo, porque Platón, que fue discípulo suyo, lo calificó así. Platón (como ciertos periódicos de antigua prosapia, que hacen gala de no usar nunca sino moderadamente de adjetivos encomiásticos) nunca adjetiva, ni en bien ni en mal, a ninguno de los filósofos que lo antecedieron. Los nombra cortésmente. No dice que sean tontos, pero tampoco dice que sean muy inteligentes. El único ante el cual se pasma de admiración, es Parménides de Elea. A Parménides lo llama en sus diálogos siempre «el grande», «Parménides el grande»; siempre le pone este epíteto, como los epítetos que reciben los héroes de Homero. Cuando Heráclito termina su actuación filosófica, surge en el pensamiento griego Parménides el grande, que es, en efecto, el más grande espíritu de su tiempo –tan grande, que cambia por completo la faz de la filosofía, la faz del problema metafísico, y empuja el pensamiento filosófico y metafísico por la senda en la cual estamos todavía hoy. Hace veinticinco siglos que Parménides empujó el pensamiento metafísico en una dirección, y esa dirección ha seguido hasta hoy inclusive.