El templo de Apolo. Penumbra. Una estatua de Apolo en medio de la escena. ELECTRA y ORESTES duermen al pie de la estatua, rodeando sus piernas con los brazos.
Las ERINIAS, en círculo, los rodean; duermen de pie, como zancudas. Al fondo, una pesada puerta de bronce.
PRIMERA ERINIA (estirándose).— ¡Ahhh! He dormido de pie, erguida de cólera, y tuve enormes sueños irritados. ¡Oh hermosa flor de rabia, hermosa flor roja en mi corazón! (Gira alrededor de ORESTES y de ELECTRA.) Duermen. ¡Qué blancos son, qué dulces! Rodaré sobre sus vientres y sus pechos como un torrente sobre los guijarros. Puliré pacientemente esta carne fina, la frotaré, la rasparé, la gastaré hasta el hueso. (Da algunos pasos.) ¡Oh pura mañana de odio! ¡Qué espléndido despertar! Duermen, están húmedos, huelen a fiebre; yo velo, fresca y dura; mi alma es de cobre, y me siento sagrada.
ELECTRA (dormida).— ¡Ay!
PRIMERA ERINIA.— Gime. Paciencia, pronto conocerás nuestros mordiscos, te haremos aullar con nuestras caricias. Entraré en ti como el macho en la hembra, porque eres mi esposa, y sentirás el peso de mi amor. Eres bella, Electra, más bella que yo; pero ya verás, mis besos hacen envejecer; antes de seis meses te habré quebrantado como una vieja, y yo seguiré siendo joven. (Se inclina sobre ellos.) Son hermosas presas perecederas y buenas para comer; las miro, respiro su aliento y la cólera me ahoga. ¡Oh delicias de sentirse una mañanita de odio, delicias de sentirse garras y mandíbulas, con fuego en las venas! El odio me inunda y me sofoca, sube a mis senos como leche. Despertad, hermanas mías, despertaos; ya es la mañana.
SEGUNDA ERINIA.— Soñaba que mordía.
PRIMERA ERINIA.— Ten paciencia: un Dios los protege hoy, pero pronto la sed y el hambre los harán salir de este asilo. Entonces los morderás con todos los dientes.
TERCER ERINIA.— ¡Ahhh! Quiero arañar.
PRIMERA ERINIA.— Espera un poco: pronto tus uñas de hierro trazarán mil senderos rojos en la carne de los culpables. Acercaos hermanas mías, venid a verlos.
UNA ERINIA.— ¡Qué jóvenes son!
OTRA ERINIA.— ¡Qué hermosos son!
PRIMERA ERINIA.— Regocijaos: harto a menudo los criminales son viejos y feos; es demasiado rara la alegría exquisita de destruir lo bello.
LAS ERINIAS.— ¡Eia! ¡Eia!
TERCERA ERINIA.— Orestes es casi un niño. Mi odio tendrá para él dulzuras maternales. Tomaré sobre mis rodillas su cabeza pálida, le acariciaré los cabellos.
PRIMERA ERINIA.— ¿Y después?
TERCERA ERINIA.— Y después hundiré de golpe estos dos dedos en sus ojos.
Todas se echan a reír.
PRIMERA ERINIA.— Suspiran, se agitan; se acerca el despertar. Vamos, hermanas mías, hermanas moscas, saquemos del sueño a los culpables con nuestro canto.
CORO DE LAS ERINIAS.— Bzz, bzz, bzz, bzz. Nos posaremos sobre tu corazón podrido como las moscas en un dulce corazón podrido, corazón ensangrentado, corazón deleitable. Saquearemos como abejas el pus y la sangre de tu corazón. Haremos con ellos miel, ya verás, hermosa miel verde. ¿Qué amor nos colmaría tanto como el odio?
Bzz, bzz, bzz, bzz.
Seremos los ojos fijos de las casas,
el gruñido del mastín que mostrará los dientes a tu paso,
el zumbido que volará por el cielo sobre tu cabeza,
los rumores de la selva,
los silbos, los crujidos, los bisbiseos, el ulular,
seremos la noche,
la espesa noche de tu alma.
Bzz, bzz, bzz, bzz.
¡Eia! ¡Eia! ¡Eiaaa!
Bzz, bzz, bzz, bzz.
Somos las sorbedoras de pus, las moscas,
lo compartiremos todo contigo,
iremos a buscar el alimento a tu boca y el rayo de luz al fondo de tus ojos,
te escoltaremos hasta la tumba
y sólo cederemos el lugar a los gusanos.
Bzz, bzz, bzz, bzz.
Danzan.
ELECTRA (que se despierta).— ¿Quién habla? ¿Quiénes sois?
LAS ERINIAS.— Bzz, bzz, bzz.
ELECTRA.— ¡Ah, estáis aquí! ¿Y qué? ¿Los hemos matado de verdad?
ORESTES (despertando).— ¡Electra!
ELECTRA.— ¿Quién eres tú? ¡Ah! Eres Orestes. Vete.
ORESTES.— ¿Pero qué tienes?
ELECTRA.— Me das miedo. Soñé que nuestra madre había caído boca arriba y que sangraba, y su sangre corría en regueros por debajo de todas las puertas del palacio. Toca mis manos, están frías. No, déjame. No me toques. ¿Sangró mucho?
ORESTES.— Calla.
ELECTRA (completamente despierta).—Deja que te mire: los has matado. Eres tú quien los ha matado. Estás aquí, acabas de despertar, no hay nada escrito en tu rostro y sin embargo los has matado.
ORESTES.— ¿Y qué? ¡Sí, los he matado! (Una pausa.) Tú también me das miedo. Eras tan hermosa, ayer. Se diría que una bestia te ha destrozado la cara con sus uñas.
ELECTRA.— ¿Una bestia? Tu crimen. Me arranca las mejillas y los párpados: me parece que tengo los ojos, y los dientes desnudos. ¿Y éstas? ¿Quiénes son?
ORESTES.— No pienses en ellas. No pueden nada contra ti.
PRIMERA ERINIA.— Que venga en medio de nosotras, si se atreve, y ya verás si no podemos nada contra ella.
ORESTES.—Silencio, perras. ¡A la perrera! (Las ERINIAS gruñen.) ¿Es posible que fueras tú la que ayer, vestida de blanco, danzaba en las gradas del templo?
ELECTRA.— Envejecí. En una noche.
ORESTES.— Todavía eres hermosa, pero…, ¿dónde he visto esos ojos muertos? Electra… te pareces a ella; te pareces a Clitemnestra. ¿Valía la pena matarla? Me horroriza mi crimen cuando lo veo en esos ojos.
PRIMERA ERINIA.— Es porque a ella le horrorizas.
ORESTES.— ¿Es cierto? ¿Es cierto que te horrorizo?
ELECTRA.— Déjame.
PRIMERA ERINIA.— Bueno. ¿Te cabe la menor duda? ¿Cómo no había de odiarte? Vivía tranquila con sus sueños; llegaste tú con la carnicería y el sacrilegio. Y ahora comparte tu falta, clavada en ese pedestal, el único pedazo de tierra que le queda.
ORESTES.— No la escuches.
PRIMERA ERINIA.— ¡Atrás! ¡Atrás! Échalo, Electra, no te dejes tocar por su mano. ¡Es un carnicero! Tiene encima el olor insulso de la sangre fresca. Mató a la vieja suciamente, ¿sabes? golpeando varias veces.
ELECTRA.— ¿No mientes?
PRIMERA ERINIA.— Puedes creerme, yo estaba allí, zumbando alrededor de los dos.
ELECTRA.— ¿Y dio varios golpes?
PRIMERA ERINIA.— Unos diez. Y cada vez la espada hacía «cric» en la herida. Ella se protegía el rostro y el vientre con las manos, y le acuchilló las manos.
ELECTRA.— ¿Padeció mucho? ¿No murió en seguida?
ORESTES.— No las mires más, tápate las orejas, sobre todo no las interrogues; estás perdida si las interrogas.
PRIMERA ERINIA.— Padeció horriblemente.
ELECTRA (tapándose la cara con las manos).— ¡Ah!
ORESTES.— Quiere separarnos; levanta a tu alrededor los muros de la soledad. Ten cuidado: cuando estés bien sola, sola y sin recursos, te caerán encima. Electra, hemos decidido juntos este crimen, y debemos soportar juntos las consecuencias.
ELECTRA.— ¿Insinúas que lo quise?
ORESTES.— ¿No es cierto?
ELECTRA.—No, no es cierto… Espera… ¡Sí! ¡Ah! Ya no lo sé. He soñado con ese crimen. ¡Pero tú, tú lo cometiste, verdugo de tu propia madre!
LAS ERINIAS (riendo y gritando).— ¡Verdugo! ¡Verdugo! ¡Carnicero!
ORESTES.— Electra, detrás de esa puerta está el mundo. El mundo y la mañana. Afuera nace el sol sobre los caminos. Pronto saldremos, iremos por los caminos soleados, y estas hijas de la noche perderán su poder: los rayos de luz las traspasarán como espadas.
ELECTRA.— El sol…
PRIMERA ERINIA.— Nunca volverás a ver el sol, Electra. Nos amontonaremos entre él y tú como una nube de langostas y llevarás a todas partes la noche sobre tu cabeza.
ELECTRA.— ¡Dejadme! ¡No me torturéis más!
ORESTES.— Tu debilidad es lo que les da fuerza. Mira: a mí no se atreven a decirme nada. Escucha: un horror sin nombre se ha asentado sobre ti y nos separa. Sin embargo, ¿qué viviste tú que yo no haya vivido? ¿Crees que mis oídos dejarán de oír jamás los gemidos de mi madre? Y sus ojos inmensos —dos océanos agitados— en su rostro de tiza, ¿crees que mis ojos dejarán jamás de verlos? Y la angustia que te devora, ¿crees que dejará jamás de roerme? Pero qué me importa: soy libre. Más allá de la angustia y los recuerdos. Libre. Y de acuerdo conmigo mismo. No debes odiarte, Electra. Dame la mano: no te abandonaré.
ELECTRA.— ¡Suelta mi mano! Estas perras negras a mi alrededor me espantan, pero menos que tú.
PRIMERA ERINIA.— ¡Ya ves! ¡Ya ves! ¿No es cierto, muñequita? ¿Te damos menos miedo que él? Nos necesitas, Electra, eres nuestra hija. Necesitas nuestras uñas para revolver tu carne, necesitas nuestros dientes para morder tu pecho, necesitas nuestro amor caníbal para apartarte del odio que te inspiras, necesitas padecer en tu cuerpo para olvidar los sufrimientos de tu alma. ¡Ven! ¡Ven! No tienes más que bajar dos escalones, te recibiremos en nuestros brazos, nuestros besos desgarrarán tu carne frágil, y será el olvido, el olvido en el gran fuego puro del dolor.
LAS ERINIAS.— ¡Ven! ¡Ven! Danzan muy lentamente como para fascinarla. ELECTRA se levanta.
ORESTES (tomándola del brazo).— No vayas, te lo suplico, sería tu perdición.
ELECTRA (desprendiéndose con violencia).— ¡Ah! ¡Te odio! Baja los escalones; las ERINIAS se arrojan todas sobre ella.
ELECTRA.— ¡Socorro!
Entra JÚPITER.