LOS MISMOS – JÚPITER
JÚPITER.— Quéjate: eres un rey semejante a todos los reyes.
EGISTO.— ¿Quién eres? ¿Qué vienes a hacer aquí?
JÚPITER.— ¿No me reconoces?
EGISTO.— Sal de aquí o te hago apalear por los guardias.
JÚPITER.— ¿No me reconoces? Sin embargo me has visto. Fue en sueños. Es cierto que tenía un porte más terrible. (Truenos, relámpagos. JÚPITER adopta el porte terrible.) ¿Y así?
EGISTO.— ¡Júpiter!
JÚPITER.— Aquí estamos. (Vuelve a la sonrisa, se acerca a la estatua.) ¿Soy yo, esto? ¿Así me ven los habitantes de Argos cuando rezan? Diablos, es raro que un Dios pueda contemplar su imagen cara a cara. (Una pausa.) ¡Qué feo soy! No han de quererme mucho.
EGISTO.— Os temen.
JÚPITER.— ¡Perfecto! De nada me sirve que me quieran. ¿Tú me quieres?
EGISTO.— ¿Qué deseáis de mí? ¿No he pagado bastante?
JÚPITER.— ¡Nunca bastante!
EGISTO.— Echo los bofes.
JÚPITER.— ¡No exageres! Lo pasas bastante bien y estás gordo. Por lo demás, no te lo reprocho. Es grasa real de la buena, amarilla como sebo de vela, como debe ser. Tienes pasta para vivir veinte años más.
EGISTO.— ¡Veinte años más!
JÚPITER.— ¿Deseas morir?
EGISTO.— Sí.
JÚPITER.— Si alguien entrara aquí con una espada desnuda, ¿ofrecerías el pecho a esa espada?
EGISTO.— No sé.
JÚPITER.— Escúchame bien; si te dejas degollar como un ternero, serás castigado de manera ejemplar; seguirás siendo rey en el Tártaro por toda la eternidad. Esto es lo que he venido a decirte.
EGISTO.— ¿Alguien trata de matarme?
JÚPITER.— Así parece.
EGÍSTO.— ¿Electra?
JÚPITER.— Otro también.
EGISTO.— ¿Quién?
JÚPITER.— Orestes.
EGISTO.— ¡Ah! (Una pausa.) Bueno, está escrito, ¿qué puedo hacer?
JÚPITER.— «¿Qué puedo hacer?» (Cambiando el tono.) Ordena de inmediato la captura de un joven extranjero que se hace llamar Filebo. Que lo arrojen con Electra a alguna mazmorra —y te permito que los olvides. Bueno, ¿qué esperas? Llama a los guardias.
EGISTO.— No.
JÚPITER.— ¿Me harás el favor de decirme las razones de tu negativa?
EGISTO.— Estoy cansado.
JÚPITER.— ¿Por qué te miras los pies? Vuelve hacia mí tus grandes ojos estriados de sangre. ¡Bueno, bueno! Eres noble y estúpido como un caballo. Pero tu resistencia no es de las que me irritan: es la pimienta que hará en seguida aún más deliciosa tu sumisión. Pues sé que acabarás por ceder.
EGISTO.— Os digo que no quiero entrar en vuestros planes. Ya hice demasiado.
JÚPITER.— ¡Coraje! ¡Resiste! ¡Resiste! ¡Ah! ¡Qué aficionado soy a las almas como la tuya. Tus ojos echan chispas, aprietas los puños y arrojas tu negativa a la cara de Júpiter. Pero sin embargo, cabecita, caballito, caballito malo, hace mucho que tu corazón me ha dicho que sí. Vamos, obedecerás. ¿Crees que dejo el Olimpo sin motivo? He querido avisarte ese crimen, porque me agrada impedirlo.
EGISTO.— ¡Avisarme…! Es muy extraño.
JÚPITER.— Al contrario, nada más natural: quiero apartar ese peligro de tu cabeza.
EGISTO.— ¿Quién os lo pidió? ¿Y a Agamenón le habéis avisado? Sin embargo él quería vivir.
JÚPITER.— Ah índole ingrata, ah carácter desdichado: me eres más querido que Agamenón, te lo pruebo y te quejas.
EGISTO.— ¿Más querido que Agamenón? ¿Yo? A Orestes es a quien queréis. Habéis tolerado que me pierda, me habéis dejado correr derecho al baño del rey con el hacha en la mano —y sin duda os relamíais allá arriba, pensando que el alma del pecador es deliciosa—. Pero hoy protegéis a Orestes de sí mismo y a mí, a quien impulsasteis a matar al padre, me habéis escogido para retener el brazo del hijo. Tenía exactamente pasta de asesino. Yo era exactamente adecuado para ser asesino. Pero para él, perdón, hay otros proyectos para él, sin duda.
JÚPITER.— Qué celos extraños. Tranquilízate: no lo quiero más que a ti. No quiero a nadie.
EGISTO.— Entonces, ved lo que habéis hecho de mí, Dios injusto. Y responded: si impedís hoy el crimen que medita Orestes, ¿por qué habéis permitido el mío?
JÚPITER.— No todos los crímenes me desagradan por igual. Egisto, estamos entre reyes y te hablaré francamente: el primer crimen lo cometí yo creando mortales a los hombres. Después de esto, ¿qué podíais hacer vosotros los asesinos? ¿Dar la muerte a vuestras víctimas? Vamos: ya la llevaban en sí; a lo sumo apresurabais su florecimiento. ¿Sabes qué habría sido de Agamenón si no lo hubierais matado? Hubiera muerto de apoplejía tres meses más tarde sobre el seno de una hermosa esclava. Pero tu crimen me servía.
EGISTO.— ¿Os servía? ¡Lo expío desde hace quince años y os servía! ¡Maldición!
JÚPITER.— Bueno, ¿y qué? Me sirve porque lo expías; me gustan los crímenes que se pagan. Me gustó el tuyo porque era un asesinato ciego y sordo, ignorante de sí mismo, antiguo, más semejante a un cataclismo que a una empresa humana. Ni un instante me desafiaste: heriste arrebatado de rabia y miedo; y una vez desaparecida la fiebre, consideraste tu acto con horror y no quisiste reconocerlo. ¡Sin embargo, qué provecho saqué de él! Por un hombre muerto, veinte mil sumidos en el arrepentimiento; ése es el balance. No hice un mal negocio.
EGISTO.— Ya veo lo que esconden todos esos discursos: Orestes no tendrá remordimientos.
JÚPITER.— Ni la sombra de uno. A esta hora prepara sus planes con método, fría la cabeza, modestamente. ¿De qué me sirve un asesinato sin remordimientos, un asesinato insolente, un asesinato apacible, ligero como un vapor en el alma del asesino? ¡Lo impediré! ¡Ah! Odio los crímenes de la nueva generación: son ingratos y estériles como la cizaña. El dulce joven te matará como a una gallina, y se irá con las manos rojas y la conciencia pura; en tu lugar, yo me sentiría humillado. ¡Vamos! Llama a los guardias.
EGISTO.— Os he dicho que no. El crimen que se prepara os desagrada demasiado para no gustarme.
JÚPITER (cambiando de tono).— Egisto, eres rey y a tu conciencia de rey me dirijo, porque te gusta reinar.
EGISTO.— ¿Y qué?
JÚPITER.— Me odias, pero somos parientes; te hice a mi imagen: un rey es un Dios sobre la tierra, noble y siniestro como un Dios.
EGISTO.— ¿Siniestro? ¿Vos?
JÚPITER.— Mírame. (Largo silencio.) Te he dicho que fuiste creado a mi imagen. Los dos hacemos reinar el orden, tú en Argos, yo en el mundo; y el mismo secreto pesa gravemente en nuestros corazones.
EGISTO.— No tengo secreto.
JÚPITER.— Sí. El mismo que yo. El secreto doloroso de los Dioses y de los reyes: que los hombres son libres. Son libres, Egisto. Tú lo sabes, y ellos no.
EGISTO.— Diablos, si lo supieran pegarían fuego a las cuatro esquinas de mi palacio. Hace quince años que represento una comedia para ocultarles su poder.
JÚPITER.— Ya ves que somos semejantes.
EGISTO.— ¿Semejantes? ¿Por qué ironía ha de decir un Dios que es mi semejante? Desde que reino, todos mis actos y palabras tienden a componer mi imagen; quiero que cada uno de mis súbditos la lleve en sí y sienta pesar, aun en la soledad, mi mirada severa en sus pensamientos más secretos. Pero soy yo mi primera víctima: ya no me veo como me ven, me inclino sobre el pozo abierto de sus almas, y mi imagen está allí, en el fondo; me repugna y me fascina. Dios todopoderoso, ¿quién soy yo sino el miedo que los demás tienen de mí?
JÚPITER.— ¿Y quién crees que soy? (Señalando la estatua.) También yo tengo mi imagen. ¿Crees que no me da vértigo? Hace cien mil años que danzo delante de los hombres. Una danza lenta y sombría. Es preciso que me miren: mientras tienen los ojos clavados en mí, olvidan mirar en sí mismos. Si me olvidara un solo instante, si los dejara apartar la mirada…
EGISTO.— ¿Qué?
JÚPITER.— Nada. Es cosa mía. Estás cansado, Egisto, ¿pero de qué te quejas? Morirás. Yo no. Mientras haya hombres en esta tierra, estaré condenado a danzar delante de ellos.
EGISTO.— ¡Ay! ¿Pero quién nos ha condenado?
JÚPITER.— Nadie más que nosotros mismos, pues tenemos la misma pasión. Tú amas el orden, Egisto.
EGISTO.— El orden. Es cierto. Por el orden seduje a Clitemnestra, por el orden maté a mi rey; quería que el orden reinara y que reinara por mi intermedio. He vivido sin deseo, sin amor, sin esperanza; implanté el orden. ¡Oh terrible y divina pasión!
JÚPITER.— No podríamos tener otra: yo soy Dios, y tú naciste para ser rey.
EGISTO.— ¡Ay de mí!
JÚPITER.— Egisto, criatura mía y hermano mortal, en nombre de este orden al que servimos los dos, te lo mando: apodérate de Orestes y de su hermana.
EGISTO.— ¿Son tan peligrosos?
JÚPITER.— Orestes sabe que es libre.
EGISTO (vivamente).— Sabe que es libre. Entonces no basta cargarlo de cadenas. Un hombre libre en una ciudad es como una oveja sarnosa en un rebaño. Contaminará todo mi reino y arruinará mi obra. Dios todopoderoso, ¿que esperas para fulminarlo?
JÚPITER (lentamente).— ¿Para fulminarlo? (Una pausa. Con cansancio, agobiado.) Egisto, los dioses tienen otro secreto…
EGISTO.— ¿Qué vas a decirme?
JÚPITER.— Una vez que ha estallado la libertad en el alma de un hombre, los dioses no pueden nada más contra ese hombre. Pues es un asunto de hombres, y a los otros hombres —sólo a ellos— les corresponde dejarlo correr o estrangularlo.
EGISTO (mirándolo).— ¿Estrangularlo?… Está bien. Te obedeceré, sin duda. Pero no agregues nada y no te quedes aquí más tiempo, porque no podré soportarlo.
JÚPITER sale.