ESCENA II

Los MISMOS - EGISTO - CLITEMNESTRA - EL GRAN SACERDOTE - Los GUARDIAS

EGISTO.— ¡Perros! ¿Os atrevéis a quejaros? ¿Habéis perdido la memoria de vuestra abyección? Por Júpiter, refrescaré vuestros recuerdos. (Se vuelve hacia CLITEMNESTRA.) Tendremos que decidirnos a empezar sin ella. Pero que tenga cuidado. Mi castigo será ejemplar.

CLITEMNESTRA .— Me había prometido que obedecería. Se está arreglando, estoy segura; ha de haberse demorado delante del espejo.

EGISTO (a los GUARDIAS).— Que vayan a buscar a Electra al palacio y la traigan aquí de grado o por fuerza. (Los GUARDIAS salen. A la MULTITUD.) A vuestros lugares. Los hombres a mi derecha. A mi izquierda las mujeres y los niños. Está bien. Un silencio. EGISTO aguarda.

EL GRAN SACERDOTE.— Las gentes no pueden más.

EGISTO.— Lo sé. Si mis guardias…

Los GUARDIAS vuelven.

UN GUARDIA.— Señor, hemos buscado por todas partes a la princesa. Pero el palacio está desierto.

EGISTO.— Está bien. Mañana arreglaremos esa cuenta. (Al GRAN SACERDOTE.) Empieza.

EL GRAN SACERDOTE.— Retirad la piedra.

LA MULTITUD.— ¡Ah! Los GUARDIAS retiran la piedra. El GRAN SACERDOTE se adelanta hasta la entrada de la caverna.

EL GRAN SACERDOTE.— ¡Vosotros, los olvidados, los abandonados, los desencantados, vosotros que os arrastráis por el suelo, en la oscuridad, como fumarolas, y que ya no tenéis nada propio fuera de vuestro gran despecho, vosotros, muertos, de pie: es vuestra fiesta! ¡Venid, subid del suelo como un enorme vapor de azufre empujado por el viento; subid de las entrañas del mundo, oh muertos, vosotros muertos de nuevo a cada latido de nuestro corazón, os invoco mediante la cólera y la amargura y el espíritu de venganza; venid a saciar vuestro odio en los vivos! Venid, desparramaos en bruma espesa por nuestras calles, deslizad vuestras cohortes apretadas entre la madre y el hijo, entre la mujer y su amante, hacednos lamentar que no estemos muertos. De pie vampiros, larvas, espectros, harpías, terror de nuestras noches. De pie los soldados que murieron blasfemando, de pie los hombres de mala suerte, los humillados, de pie los muertos de hambre cuyo grito de agonía fue una maldición. ¡Mirad, ahí están los vivos, las gordas presas vivas! ¡De pie, caed sobre ellos en remolino y roedlos hasta los huesos! ¡De pie! ¡De pie! ¡De pie!… Tam-tam. Baila delante de la entrada de la caverna, primero lentamente, luego cada vez más rápido y cae extenuado.

EGISTO.— ¡Ahí están!

LA MULTITUD.— ¡Horror!

ORESTES.— Es demasiado y voy…

JÚPITER.— ¡Mírame, joven, mírame a la cara, así, así! Has comprendido. Silencio ahora.

ORESTES.— ¿Quién sois?

JÚPITER.— Lo sabrás más tarde. EGISTO baja lentamente las escaleras del palacio.

EGISTO.— Ahí están. (Un silencio.) Ahí está, Aricia, el esposo a quien escarneciste. Ahí está, junto a ti, te besa. ¡Cómo te aprieta, cómo te ama, cómo te odia! Ahí está, Nicias, ahí está tu madre muerta por falta de cuidados. Y ahí, Segesto, usurero infame, ahí están todos tus infortunados deudores, los que murieron en la miseria y los que se ahorcaron porque los arruinabas. Ahí están, y ellos son, hoy, tus acreedores. Y vosotros, padres, tiernos padres, bajad un poco los ojos, mirad más abajo, hacia el suelo: ahí están los niños muertos, tienden sus manecitas; y todas las alegrías que les habéis negado, todos los tormentos que les habéis infligido pesan como plomo en sus almitas rencorosas y desoladas.

LA MULTITUD.— ¡Piedad!

EGISTO.— ¡Ah, sí! ¡Piedad! ¿No sabéis que los muertos jamás tienen piedad? Sus agravios son imborrables, porque para ellos la cuenta se ha detenido para siempre. ¿Con buenas obras, Nicias piensas borrar el mal que hiciste a tu madre? ¿Pero qué obra buena podrá alcanzarla nunca? Su alma es un mediodía tórrido, sin un soplo de viento, donde nada se mueve, nada cambia, nada vive; un gran sol descarnado, un sol inmóvil la consume eternamente. Los muertos ya no son —¿comprendéis esta palabra implacable?—, ya no son, y por eso se han erigido en guardianes incorruptibles de vuestros crímenes.

LA MULTITUD.— ¡Piedad!

EGISTO.— ¿Piedad? Ah, farsantes, hoy tenéis público. ¿Sentís pesar en vuestros rostros y en vuestras manos las miradas de esos millones de ojos fijos y sin esperanza? Nos ven, nos ven, estamos desnudos delante de la asamblea de los muertos. ¡Ah! ¡Ah! Ahora estáis muy confundidos; os quema esa mirada invisible y pura, más inalterable que el recuerdo de una mirada.

LA MULTITUD.— ¡Piedad!

LOS HOMBRES.— Perdonad que vivamos mientras vosotros estáis muertos.

LAS MUJERES.— Piedad. Nos rodean vuestros rostros y los objetos que os pertenecieron, eternamente llevamos luto por vosotros y lloramos del alba a la noche y de la noche al alba. Es inútil, vuestro recuerdo se deshilacha y se nos desliza entre los dedos; cada día palidece un poco más y somos un poco más culpables. Nos abandonáis, nos abandonáis, os escurrís de nosotros como una hemorragia. Sin embargo, por si ello pudiera aplacar vuestras almas irritadas, sabed, oh caros desaparecidos, que nos habéis arruinado la vida.

Los HOMBRES.— Perdonad que vivamos mientras vosotros estáis muertos.

Los NIÑOS.— ¡Piedad! No nacimos a propósito, y nos avergonzamos mucho de crecer. ¿Cómo hubiéramos podido ofenderos? Mirad, apenas vivimos, somos flacos, pálidos y muy pequeños; no hacemos ruido, nos deslizamos sin agitar siquiera el aire a nuestro alrededor. ¡Y os tenemos miedo, ¡oh!, tanto miedo!

Los HOMBRES.— Perdonad que vivamos mientras vosotros estáis muertos.

EGISTO.— ¡Paz! ¡Paz! Si vosotros os lamentáis así, ¿qué diré yo, vuestro rey? Pues ha comenzado mi suplicio: el suelo tiembla y el aire se ha oscurecido; aparecerá el más grande de los muertos, aquel a quien he matado con mis manos: Agamenón.

ORESTES (sacando la espada).— ¡Rufián! No te permitiré que mezcles el nombre de mi padre a tus maulerías.

JÚPITER (tomándolo por la cintura).— ¡Deteneos, joven; deteneos!

EGISTO (volviéndose).— ¿Quién se atreve? (ELECTRA ha aparecido vestida de blanco en las gradas ¿el templo. EGISTO la ve.) ¡Electra!

LA MULTITUD.— ¡Electra!