ESCENA I

LA MULTITUD - luego JÚPITER - ORESTES y el PEDAGOGO

UNA MUJER (se arrodilla delante de su chiquillo).— La corbata. Ya te hice tres veces el nudo. (Cepilla con la mano.) Así. Estás limpio. Sé juicioso y llora con los demás cuando te lo digan.

EL NIÑO.— ¿Por ahí han de venir?

LA MUJER.— Sí.

EL NIÑO.— Tengo miedo.

LA MUJER.— Hay que tener miedo, querido mío. Mucho miedo. Así es como se llega a ser un hombre honrado.

UN HOMBRE.— Tendrán buen tiempo hoy.

OTRO.— ¡Afortunadamente! Hay que convencerse de que son aún sensibles al calor del sol. El año pasado llovía y estuvieron terribles.

EL PRIMERO.— ¡Terribles!

EL SEGUNDO.— ¡Ay!

EL TERCERO.— Cuando hayan vuelto al agujero y estemos solos, entre nosotros, treparé aquí, miraré esta piedra y me diré: «Ahora se acabó por un año».

UN CUARTO.— ¿Sí? Bueno, para mí eso no es un consuelo. A partir de mañana empezaré a decirme: «¿Cómo estarán el año próximo?» De un año a otro se vuelven más malos.

EL SEGUNDO.— Calla, desdichado. Si uno de ellos se hubiera infiltrado por alguna grieta de la roca y rondara ya entre nosotros… Hay muertos que se adelantan a la cita. Se miran con inquietud.

UNA MUJER JOVEN.— Si por lo menos pudiera empezar en seguida. ¿Qué es lo que hacen los del palacio? No se dan prisa. Para mí lo más duro es esta espera: una está aquí, pataleando bajo un cielo de fuego, sin quitar los ojos de esa piedra negra… ¡Ah! Están ahí, detrás de la piedra; esperan como nosotros, regocijándose con la idea del daño que van a hacernos.

UNA VIEJA.— ¡Bien está, maldita ramera! Ya se sabe lo que la asusta. Su marido murió la primavera pasada, y hacía diez años que le ponía los cuernos.

LA MUJER JOVEN.— Bueno, sí, lo confieso, lo engañé mientras pude; pero lo quería bien y le hacía la vida agradable; nunca sospechó nada y murió mirándome con ojos de perro agradecido. Ahora lo sabe todo, le han aguado su placer, me odia, padece. Y dentro de un rato estará junto a mí, su cuerpo de humo desposará mi cuerpo más estrechamente de lo que lo hizo nunca ningún ser vivo. ¡Ah! Lo llevaré a mi casa, enroscado alrededor del cuello como una piel. Le he preparado buenos platitos, tortas de harina, una colación como las que le gustaban. Pero nada suavizará su rencor; y esta noche… esta noche estará en mi cama.

UN HOMBRE.— Tiene razón, diablos. ¿Qué hace Egisto? ¿En qué piensa? No puedo soportar esta espera.

OTRO.— ¡Quéjate! ¿Crees que Egisto tiene menos miedo que nosotros? ¿Quisieras estar en su lugar, eh, y pasar veinticuatro horas a solas con Agamenón?

LA MUJER JOVEN.— Horrible, horrible espera. Me parece que todos vosotros os alejáis lentamente de mí. Todavía no han quitado la piedra y cada uno es ya presa de sus muertos, solo como una gota de lluvia. Entran JÚPITER, ORESTES, el PEDAGOGO.

JÚPITER.— Ven por aquí, estaremos mejor.

ORESTES.— ¿Son éstos los ciudadanos de Argos, los muy fieles súbditos del rey Agamenón?

EL PEDAGOGO.— ¡Qué feos son! Mirad, mi amo, la tez cerúlea, los ojos cavernosos. Estas gentes están a punto de morirse de miedo. He aquí el efecto de la superstición. Miradlos, miradlos. Y si aún necesitáis una prueba de la excelencia de mi filosofía, considerad en seguida mi tez floreciente.

JÚPITER.— Linda cosa una tez floreciente. Unas amapolas en las mejillas, buen hombre, no te impedirán ser basura, como todos éstos, a los ojos de Júpiter. Anda, apestas y no lo sabes. En cambio ellos tienen las narices llenas de sus propios olores; se conocen mejor que tú. La MULTITUD gruñe.

UN HOMBRE (subido a las gradas del templo, se dirige a la MULTITUD).— ¿Quieres volvernos locos? Unamos nuestras voces, camaradas, y llamemos a Egisto: no podemos tolerar que difiera más tiempo la ceremonia.

LA MULTITUD.— ¡Egisto! ¡Egisto! ¡Piedad!

UNA MUJER.— ¡Ah, sí! ¡Piedad! ¡Piedad! ¡Pero nadie se apiadará de mí! ¡El hombre que tanto he odiado vendrá con la garganta abierta, me encerrará en sus brazos invisibles y viscosos, será mi amante toda la noche, toda la noche! ¡Ah! Se desvanece.

ORESTES.— ¡Qué locuras! Es preciso decir a estas gentes…

JÚPITER.— Y qué, joven, ¿tanto aspaviento por una mujer que pone los ojos en blanco? Ya veréis otros.

UN HOMBRE (poniéndose de rodillas).— ¡Hiedo! ¡Hiedo! Soy una carroña inmunda. ¡Mirad, las moscas me cubren como cuervos! Picad, cavad, taladrad, moscas vengadoras, revolved mi carne hasta mi corazón obsceno. He pecado, he pecado cien mil veces, soy un albañal, un retrete…

JÚPITER.— ¡Buen hombre!

Dos HOMBRES (levantándolo).— Bueno, bueno. Ya lo contarás más tarde, cuando estén aquí.

El HOMBRE permanece atontado; resopla revolviendo los ojos.

LA MULTITUD.— ¡Egisto! ¡Egisto! Por compasión, ordena que empiecen. No podemos más.

EGISTO aparece en las gradas del templo. Detrás de él CLITEMNESTRA y el GRAN SACERDOTE. GUARDIAS.