ESCENA II

ORESTES - EL PEDAGOGO

EL PEDAGOGO.— Desconfiad. Ese hombre sabe quién sois.

ORESTES.— ¿Pero es un hombre?

EL PEDAGOGO.— ¡Ah, mi amo, qué pena me dais! ¿Qué hacéis de mis lecciones y de ese escepticismo sonriente que os enseñé? «¿Es un hombre?» Diablos, sólo hay hombres, y ya es bastante. Ese barbudo es un hombre, algún espía de Egisto.

ORESTES.— Deja tu filosofía. Me ha hecho demasiado daño.

EL PEDAGOGO.— ¡Daño! Entonces es perjudicar a la gente darle libertad de espíritu. ¡Ah! ¡Cómo habéis cambiado! Antes leía en vos… ¿Me diréis por fin qué meditáis? ¿Por qué me habéis arrastrado aquí? ¿Y qué queréis hacer?

ORESTES.— ¿Te he dicho que tenía algo que hacer? ¡Vamos! Calla. (Se acerca al palacio.) Ése es mi palacio. Allí nació mi padre. Allí una ramera y su rufián lo asesinaron. También yo nací allí. Tenía casi dos años cuando me llevó la soldadesca de Egisto. Seguramente pasamos por esa puerta; uno de ellos me cargaba en sus brazos, yo tenía los ojos muy abiertos y sin duda lloraba… ¡Ah! Ni el menor recuerdo. Veo un gran edificio mudo, inflado en su solemnidad provinciana. Lo veo por primera vez.

EL PEDAGOGO.— ¿Ni un recuerdo, amo ingrato, cuando he consagrado diez años de mi vida a dároslos? ¿Y todos los viajes que hicimos? ¿Y las ciudades que visitamos? ¿Y los cursos de arqueología que profesé para vos solo? ¿Ni un recuerdo? Había aquí hace poco tantos palacios, santuarios y templos para poblar vuestra memoria, que hubierais podido, como el geógrafo Pausanias, escribir una guía de Grecia.

ORESTES.— ¡Palacios! Es cierto. ¡Palacios, columnas, estatuas! ¿Por qué no soy más pesado, yo que tengo tantas piedras en la cabeza? Y de los trescientos ochenta y siete peldaños del templo de Éfeso, ¿no me hablas? Los he subido uno por uno, y los recuerdo todos. El decimoséptimo, creo, estaba roto. Ah, un perro, un viejo perro que se calienta acostado cerca del hogar y se incorpora un poco, a la entrada de su amo, gimiendo suavemente para saludarlo, un perro tiene más memoria que yo: reconoce a su amo. Su amo. ¿Y qué es lo mío?

EL PEDAGOGO.— ¿Dónde dejas la cultura, señor? Vuestra cultura os pertenece, y os la he compuesto con amor, como un ramillete, ajustando los frutos de mi sabiduría y los tesoros de mi experiencia. ¿No os hice leer temprano todos los libros, para familiarizaros con la diversidad de las opiniones humanas, y recorrer cien Estados, demostrándoos en cada circunstancia cuan variables son las costumbres de los hombres? Ahora sois joven, rico y hermoso, prudente como un anciano, libre de todas las servidumbres y de todas las creencias, sin familia, sin patria, sin religión, sin oficio, libre de todos los compromisos y sabedor de que no hay que comprometerse nunca; en fin, un hombre superior, capaz además de enseñar filosofía o arquitectura en una gran ciudad universitaria, ¡y os quejáis!

ORESTES.— No, hombre, no me quejo. No puedo quejarme: me has dejado la libertad de esos hilos que el viento arranca a las telas de araña y que flotan a diez pies del suelo; no peso más que un hilo y vivo en el aire. Sé que es una suerte y la aprecio como conviene. (Pausa.) Hay hombres que nacen comprometidos: no tienen la facultad de elegir; han sido arrojados a un camino; al final del camino los espera un acto, su acto; van, y sus pies desnudos oprimen fuertemente la tierra y se desuellan en los guijarros. ¿Te parece vulgar la alegría de ir a alguna parte? Hay otros, silenciosos, que sienten en el fondo del corazón el peso de imágenes confusas y terrenas; su vida ha cambiado porque un día de su infancia, a los cinco, a los siete años… Está bien: no son hombres superiores. Yo sabía ya, a los siete años, que estaba exilado; dejaba deslizar a lo largo de mi cuerpo, dejaba caer a mi alrededor los olores y los sonidos, el ruido de la lluvia en los techos, los temblores de la luz; sabía que pertenecían a los demás, y que nunca podría convertirlos en mis recuerdos. Porque los recuerdos son manjares suculentos para los que poseen las casas, los animales, los criados y los campos. Pero yo… Yo soy libre, gracias a Dios. ¡Ah, qué libre soy! ¡Y qué soberbia ausencia mi alma! (Se acerca al palacio.) Hubiera vivido ahí. No habría leído ninguno de tus libros y quizá no hubiera sabido leer; es raro que un príncipe sepa leer. Pero por esa puerta hubiera entrado y salido diez mil veces. De niño habría jugado con sus hojas, me hubiera apoyado en ellas, hubieran crujido sin ceder y mis brazos habrían conocido su resistencia. Más tarde las hubiera empujado, de noche, a escondidas, para ir en busca de mujeres. Y más tarde aún, al llegar a la mayoría de edad, los esclavos habrían abierto la puerta de par en par y hubiera franqueado el umbral a caballo. Mi vieja puerta de madera. Sabría encontrar, a ojos cerrados, tu cerradura. Y ese raspón, ahí abajo, quizá te lo hubiera hecho yo, por torpeza, el primer día que me hubieran confiado una lanza. (Se aparta.) Estilo dórico menor, ¿no es cierto? ¿Y qué dices de las incrustaciones de oro? Las he visto semejantes en Dodona; es un hermoso trabajo. Vamos, te daré el gusto; no es mi palacio ni mi puerta. Y no tenemos nada que hacer aquí.

EL PEDAGOGO.— Ahora sois razonable. ¿Qué hubierais ganado viviendo aquí? Vuestra alma, a esta hora, estaría aterrorizada por un abyecto arrepentimiento.

ORESTES (con brusquedad).— Por lo menos sería mío. Y este calor que me chamusca el pelo sería mío. Mío el zumbido de estas moscas. A esta hora, desnudo en una habitación oscura del palacio, observaría por la hendedura de un postigo el color rojo de la luz, esperaría que el sol declinara, y que subiera del suelo, como un olor, la sombra fresca de un crepúsculo de Argos, semejante a otros cien mil y siempre nuevo, la sombra de un crepúsculo mío. Vámonos, pedagogo; ¿no comprendes que estamos a punto de pudrirnos en el calor ajeno?

EL PEDAGOGO.— Ah, señor, cómo me tranquilizáis. Estos últimos meses —para ser exacto, desde que os revelé vuestro nacimiento— os veía cambiar día a día, y ya no lograba dormir. Temía…

ORESTES.— ¿Qué?

EL PEDAGOGO.— Vais a enfadaros.

ORESTES.— No. Habla.

EL PEDAGOGO.— Temía —es inútil haberse adiestrado desde temprano en la ironía escéptica, a veces a uno se le ocurren ideas estúpidas—, en una palabra, me preguntaba si no meditaríais echar a Egisto y ocupar su puesto.

ORESTES (lentamente).— ¿Echar a Egisto? (Pausa.) Puedes tranquilizarte, buen hombre, es demasiado tarde. No es que me falten ganas de coger por la barba a ese rufián de sacristía y arrancarlo del trono de mi padre. Pero ¿qué? ¿Qué tengo que ver con esas gentes? No he visto nacer uno solo de sus hijos, ni he asistido a las bodas de sus hijas, no comparto sus remordimientos y no conozco uno solo de sus nombres. El barbudo dice bien: un rey debe tener los mismos recuerdos que sus súbditos. Dejémoslos, buen hombre. Vayámonos. De puntillas. ¡Ah! Si hubiera un acto, mira, un acto que me diera derecho de ciudadanía entre ellos; si pudiera apoderarme, aun a costa de un crimen, de sus memorias, de su terror y de sus esperanzas para colmar el vacío de mi corazón, aunque tuviera que matar a mi propia madre…

EL PEDAGOGO.— ¡Señor!

ORESTES.— Sí. Son sueños. Partamos. Mira si pueden proporcionarnos caballos y seguiremos hasta Esparta donde tengo amigos.

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