Famoso por los ornamentos de su entrepierna fue Protesilao, marido de Laodamia. Cada vez que hurgaba en las entrañas de su consorte con aquella temible púa, Laodamia sufría un éxtasis tan profundo que había que despertarla a cachetazos, cosa que de todos modos no se conseguía sino después de varias horas de bofetadas.
Entonces, al volver en sí, murmuraba:
¡Ingrato! ¿Por qué me hiciste regresar de los Campos Elíseos?».
Como parece inevitable entre los griegos, Protesilao murió en la guerra de Troya.
Laodamia, desesperada, buscando mitigar el dolor de la viudez, llamó a Forbos, un joven artista de complexión robusta, y le encargó esculpir una estatua de Protesilao de tamaño natural, desnudo y con los atributos de la virilidad en toda su gloria. Laodamia le recomendó: «Fíjate en lo que haces, porque mi marido no tenía nada que envidiarle a Príapo».
Cuando la estatua estuvo terminada, la llorosa viuda la vio y frunció el ceño.
«Idiota», le dijo a Forbos en un tono de cólera, «exageraste las proporciones. ¿Cómo podré, así, consolarme?»
Forbos, humildemente, le contestó: «Perdóname. Es que no conocí a tu marido, por lo que me tomé a mí mismo como modelo».
Laodamia, siempre furiosa, destrozó a martillazos la estatua y después se casó con Forbos.