RAMA
El babu
El babu era muy viejo, los niños le preguntaban si era tan viejo como el baobab y él se rascaba la cabeza, simulaba pensar y respondía que quizá sí, que era tan viejo como el baobab porque ya ni siquiera recordaba cuándo nació ni quiénes eran sus padres. Pero nada de eso era cierto. El baobab ya existía cuando el babu, un chaval, abrió los ojos e identificó el mundo poniendo nombre a las piedras, a las flores, a los muchachos del poblado y a los hipopótamos del río. El baobab, en aquellos tiempos, se erguía en medio del patio de Tunkarakunda, alto y frondoso. Las apariencias engañan y los niños confundían las canas y los surcos de la frente de su babu con la vejez eterna y él no quería decepcionarlos con certezas materialistas y banales. No pretendía escamotearles la ilusión de creer que su babu era inmortal y con su respuesta dubitativa alimentaba el mito. La verdad no interesaba a nadie, se decía, y quizá por eso, el babu, el viejo Tunkara, se llevaría una verdad con él a la tumba.
¡Vete, Rama!, sollozaba las noches en que Rama le visitaba en sueños y le pedía cuentas de su silencio. ¡Vete Rama!, gritaba aterrorizado, no me hagas daño, Rama. Cuido a tus hijas tal y como te prometí. ¡Nadie me habría creído!, gimoteaba.
Pero era una excusa. Incluso en sueños la mentira pasaba por delante de la verdad. La palabra del babu, del patriarca, del viejo Tunkara, valía mucho más que la palabra de Kenbugul, una miserable chica cañalengo. Todos habrían creído lo que dijera el babu.
¿Por qué calló? ¿Por qué no dijo nada ese día? ¿Por qué prefirió encubrir el asesinato?
Fue muchos años atrás, una tarde soleada y tranquila de la estación seca que estropeó mama Mai, su primera esposa, irrumpiendo en su ke-bunkono y rogándole llorosa que visitara al pequeño Abasse, el hijo de Rama y Tombong. El niño, de pocos meses, se iba en diarreas y si no ponían remedio pronto moriría. El babu corrió a visitar a su pequeño nieto, el hijo más deseado de Tombong, el primer varón después de tres hijas. Maldito Tombong, se lamentaba el babu, su primogénito no levantaba cabeza porque vivía embrujado por Rama, la hechicera. Tombong quería yacer con Rama cada noche, inadecuadamente, y Rama había dejado de amamantar al bebé y lo había entregado a Kenbugul para que lo alimentara con leche de la cabra, como había hecho mama Mai con las gemelas.
El viejo Tunkara encontró a Abasse acurrucado dentro del bamburung, el pañuelo que Kenbugul llevaba atado a la espalda, los ojos apagados, los bracitos caídos, apestando a mierda, cansado de vivir.
Kenbugul se lamentó a gritos. Pobre criatura, Rama no es una buena madre y mira, por su culpa, Abasse adelgaza a ojos vista y llora noche y día. Ha bebido leche contaminada de Rama, la leche de Rama era impura y el bebé la llevaba dentro antes de enfermar. ¡Pobre Abasse, morirá envenenado por culpa de una mala madre!
Era fácil. Era lógico. Una mujer que yace con su marido y amamanta a un hijo lo contamina con su leche envenenada.
Y el viejo Tunkara, compadecido de la desgracia, colgó los jujus del cuello del pequeño, hizo sus oraciones para ahuyentar a los malos espíritus y clavó la cáscara de limón en la puerta de la cabaña para detener los hechizos.
El pequeño Abasse se adormiló y quedó solo en la cabaña.
Una vez en el patio, el viejo Tunkara se despidió de Kenbugul, agachada ante las ubres de la cabra del niño, ensimismada en su trabajo. Era una escena habitual, Kenbugul ordeñaba la cabra hasta seis veces al día, pero esta vez el babu captó un gesto huidizo, la sombra de un movimiento sinuoso de Kenbugul cambiando la calabaza de lugar. Y tuvo la sospecha. Se acercó con parsimonia hasta donde estaba la chica agazapada y, con un bastón, removió la leche de la calabaza. ¿Por qué mezclas las defecaciones de la cabra en la leche?, pidió directamente a Kenbugul, quien, pescada en falta, se azoró y tartamudeó, incapaz de pronunciar una palabra coherente. ¿Qué hace esto en la leche de mi nieto? Y le mostró una bola inequívoca, negra, oscura, que, como otras, permanecía en el fondo de la calabaza. Kenbugul podría haber dado una excusa cualquiera. Que la calabaza estaba sucia y que no se había fijado o que la cabra se había movido de lugar, pero su expresión de terror la inculpó. El babu lo entendió al instante. Entendió los celos de la primera mujer de Tombong expulsada de la cama de su marido. El infortunio de su esterilidad que atribuía a Rama. El odio hacia el primogénito que nunca sería hijo suyo.
Pero la suerte es azarosa y Kenbugul, de un golpe de suerte, vio abierta la puerta de su salvación. ¡Es Rama!, gritó señalando hacia la cabaña con un dedo acusador, ¡es Rama que quiere envenenar a su hijo con su leche impura! ¡Acaba de entrar en la cabaña a escondidas! Lo dijo levantándose del suelo y aullando para que todo el mundo la oyera. Y el babu se dio cuenta cómo de una patada vertía la calabaza en el suelo y hacía desaparecer la prueba que la inculpaba.
Rama estaba, efectivamente, en la cabaña amamantando al hijo y meciéndolo con desesperación. ¡Déjalo!, ordenó Kenbugul, ¡lo estás matando con tu leche!
El babu calló y permitió que las mujeres arrebataran al niño del pecho de su madre, que la empujasen, la golpeasen y la acusasen de hechicera y bruja, que la maldijeran y que entregaran el niño, otra vez, a los brazos homicidas de Kenbugul.
El babu dejó que las mujeres, indignadas por la provocación de Rama, convocaran un bamburang-janoo, la ceremonia de purificación que sólo podían celebrar las mujeres fértiles del muso kambang kafo.
Las mujeres se reunieron con gran ceremonia en el bosque y por la noche quemaron ritualmente el bamburang, el pañuelo sucio de diarreas de Abasse, en un último intento inútil de salvarlo.
Aquella noche, el pequeño Abasse murió.
Y el babu calló.