RAMA. Tombong

RAMA

Tombong

No, no te vayas todavía, le rogó Tombong, reteniéndola. Tengo que amamantar al pequeño Abasse, dijo ella con una sonrisa fugaz, como sus piernas, como sus gemidos. Quédate conmigo esta noche, le sugirió Tombong dulcemente, desanudándole el fannou. Y fue tan convincente que Rama se acurrucó entre sus brazos y se durmió.

Le gustaba Rama. No podía evitarlo. Desde el día en que la vio llegar al frente de sus parientes, alta y esbelta, retando al mundo con ojos desvergonzados, tan diferente a las chicas de Tunkarakunda, Rama le cautivó. No se cansaba nunca de hacerle el amor, de escuchar sus risas ni de perderse en sus cabellos perfumados. Era salvaje y bonita como una mamiwata del río. Y quizá por eso, porque era escurridiza como un pez, se le escabullía de las manos y se daba cuenta de que nada ni nadie podría retenerla eternamente. Cualquier día se transformaría en humo, surcaría los cielos y se fundiría con las nubes. Rama era fuego, Rama era humo, Rama era energía inalcanzable, misteriosa, codiciada, anhelada.

Pero Tombong la quería para él solo. No le apetecía compartirla. Estaba celoso de la comida que cocinaba, de la ropa que lavaba, de los hijos que amamantaba, de las mujeres con las que hablaba. Rama era suya y quería poseerla entera, a todas horas y sin descanso.

El llanto del niño, Abasse, hizo brotar la leche de los pechos de Rama. Tengo que irme, murmuró. Pero vuelve, dijo él, temiendo que el hijo la retuviera más tiempo de la cuenta. Contó con avaricia todos los minutos que tardó y no descansó hasta que volvió a sentir el calor de Rama en su brazo. Se juró que sería la última vez.

Hazte cargo del hijo de Rama y te prometo que te invitaré a pasar la noche a mi ke-bunkono, propuso a Kenbugul por la mañana temprano. Kenbugul, su primera mujer cañalengo, deseaba acostarse con él para que la germinara con un hijo aunque ya lo había intentado inútilmente durante un año. ¿Cómo quieres que lo amamante? ¡Soy estéril!, lloriqueó Kenbugul. Las mujeres sabéis cómo alimentar a los niños, le respondió Tombong. ¿Verdad que Awa y Adama han crecido fuertes con la leche de la cabra? Haz lo mismo con el niño.

Kenbugul lo acogió en sus brazos sin amor, con una llama de rencor en los ojos, pero Tombong pensó que se ablandaría al oír sus llantos y que acabaría acunándolo y llenándolo de besos, como hacen todas las mujeres.

¡No quiero que Kenbugul críe a mi hijo! ¡Kenbugul me quiere mal y hará daño a mi hijo!, gritó Rama despechada, airada, rebelde. ¡Yo lo he mandado, yo lo he querido así!, se impuso con voz más fuerte Tombong. Pero Rama no le hizo caso, salió a toda prisa de la cabaña, buscó a Kenbugul y le arrancó al niño de los brazos.

Tombong, para demostrarle quién mandaba, invitó a Kenbugul aquella noche a su cabaña y compartió la cama con ella.

El dolor de Rama rasgó las nubes e hizo enmudecer el escándalo nocturno de la selva.

Nunca más, sollozó rendida a la mañana siguiente. Nunca más me vuelvas a hacer eso, rogó desesperada a Tombong, su amante.