RAMA. Mama Mai

RAMA

Mama Mai

Mama Mai no sabía si alegrarse por la noticia o entristecerse. Sólo hacía ocho lunas que habían nacido las gemelas, las pequeñas Awa y Adama, y Rama ya volvía a estar embarazada. No sabía si celebrarlo o ensuciarse la cara con ceniza en señal de luto y gemir para ahuyentar a los malos espíritus que hacía tiempo que los perseguían. Rama les traería la desgracia. Lo decía el viejo Tunkara, su marido, un hombre sabio.

Pero Tombong era joven, tenía la sangre caliente y no escuchaba a su padre. Rama lo había embrujado y lo tenía cautivado con sus ojos hipnóticos, sus piernas de gacela y su risa alocada.

Kenbugul iba de mal en peor. Cualquier día haría una tontería y se lanzaría a los brazos de la mamiwata del río para descansar eternamente de su dolor. Lo veía, lo sabía, lo intuía.

Sin embargo, Rama, la culpable de todo, cantaba, brincaba y fingía que la mala suerte no iba con ella. Rama no aceptaba que nadie la regañara ni le recordara que una mujer pura respetaba el tiempo de la lactancia de los hijos sin yacer con el marido.

¿Cómo alimentaría a tres criaturas de pecho?

Mama Mai amaba especialmente a las hijas de Rama y las cuidaba como si fueran sus polluelos. Cuando nacieron las gemelas se convirtió en la madre de Aminata, bella como una noche de verano y lista como un gorrión. Últimamente se había ido haciendo cargo cada vez más a menudo de las pequeñitas, tan risueñas y dulces, tan ingenuas todavía. Se hacían querer, y a ella, a pesar del peso de los casi cuarenta y cinco años que arrastraba, aún le quedaban migajas de amor. ¿Para qué quería el amor sobrante de toda una vida de derroches? No sería tan tacaña como para llevarlo con ella a la otra vida o esconderlo bajo una piedra. Mama Mai era generosa y regalaba su amor a puñados.

Habría que pensar en una solución para alimentar a Awa y a Adama. Hablaría con el viejo Tunkara, su marido, y le pediría una cabra para sus nietas. Ella y la cabra serían las tetas de la madre que no tuvieron. Les endulzaría la leche con cuentos y la calentaría con las canciones que tanto gustaban a Aminata.

Mama Mai, mama Mai, la alcanzó Rama. ¿Ya sabes la noticia? ¡Tendré un hijo, un niño, el varón que tanto quería Tombong, estoy tan contenta!

Mama Mai la vio marchar, alta, bonita, esbelta como un junco y grácil como una jirafa en libertad. Supuso sin dudarlo que estaba contenta y que disfrutaba de la vida.

Lo sintió por ella.

Mama Mai sabía que todo es efímero.