RAMA. Kenbugul

RAMA

Kenbugul

Kenbugul no soportaba los gritos de Rama. Mientras Rama gritara por culpa del parto interminable, ella no podría volver a casa. Ése era el tabú a que la condenaba su maldición. Las mujeres estériles, las cañalengos, debían llevar las calabazas colgando del cuello, vestir de rojo y no acercarse a las parturientas para no contagiarles su mal. Estaban apestadas.

Kenbugul ya llevaba un día y una noche fuera de Tunkarakunda. Deambulaba sin rumbo a la vera del río, demasiado húmedo y con las orillas plagadas de serpientes y mosquitos. Se sentía humillada, hambrienta y muerta de sueño. A las inclemencias del tiempo y a la vergüenza por el exilio forzado se añadían los gritos desgarradores de Rama. La estorbaban. No la dejaban dormir.

La mañana del segundo día mama Mai, la primera mujer del viejo Tunkara, se acordó de ella y le llevó un cuenco de arroz y un poco de cordero. Le explicó que quizá Rama no sobreviviría, que la ding-mutalaa, la comadrona, decía que llevaba la criatura mal colocada y que no había forma humana de enderezarla. Si moría, que era lo más probable, moriría con su hijo dentro porque Tombong se negaba a herirla con un cuchillo y abrirla para sacar al bebé. Pobre Tombong, lloraba mama Mai, tanto como deseaba ese hijo y lo perdería para no desgarrar el vientre de su amada Rama.

Kenbugul, una vez sola, rogó a Alá que murieran los dos, madre e hijo. Entonces todo volvería a ser como antes de que llegara Rama. Tombong la desearía, la invitaría a su cabaña y la poseería cada noche hasta que germinara su semilla. Ya no sería una cañalengo estéril, vacía, hueca…

Kenbugul se adormiló, animada por su futuro sin Rama hasta que un llanto de criatura la despertó bruscamente. No puede ser, se dijo, no puede ser que esa bruja haya parido. Alá no puede ser tan cruel.

Mama Mai llegó resoplando con la noticia. Rama estaba viva y había parido dos hijas preciosas. Dos gemelas. Dos niñas iguales como dos gotas de agua que sólo callaban si estaban la una al lado de la otra.

¿Y Tombong? ¿Qué dice Tombong? Tres hijas seguidas puede ser motivo de repudio, gimoteó Kenbugul, airada.

Al volver a Tunkarakunda Tombong no la invitó a su ke-bundono, su cabaña, para compartir su cama. Tombong esperó pacientemente los siete días de aislamiento de Rama sin hacer uso de su primera mujer.

Cuando se levantó el tabú de los recién nacidos, Tombong, el marido de Kenbugul que también era el marido de Rama, corrió a visitar a su esposa y a sus hijas gemelas. Nadie esperaba su reacción. Tombong estaba maravillado. Contemplaba a las niñas, incrédulo, y repetía una y otra vez que eran tan bonitas y encantadoras como su madre. No te preocupes, oyó Kenbugul cómo le susurraba cariñosamente a su segunda esposa, no te preocupes Rama, pronto tendremos un hijo varón.

Aquella noche, Kenbugul lloró con amargura y la pequeña Aminata le preguntó qué le pasaba. Podría haberle respondido que se había quemado un dedo con el fuego, que había perdido un pañuelo en el río o incluso podría haberle confesado que estaba triste, pero Kenbugul, en lugar de mentir, estrujó a Aminata contra su pecho y balbuceó lloriqueando que su madre Rama era un demonio y que merecía morir porque hacía desgraciados a todos los que la rodeaban.

Kenbugul sintió como la niña temblaba entre sus brazos.