AMINATA
La sabiduría
Aminata cocina pescado en salsa de cacahuetes, el plato preferido de Abdoulieu, y lo sazona cuidadosamente, con janu y jatu, las especias que les envía el primo Sankung de París. La cocina despide un aroma delicioso, y Lamin, hambriento, asoma la cabeza por la puerta preguntándole a qué hora estará la cena lista, relamiéndose de gusto anticipadamente.
Los hombres sucumben por el estómago, la instruyó de niña su mama Mai que cocinaba para el babu y sabía como aplacar su ira con recato y sabiduría.
Con toda probabilidad, Aboudlieu esa noche la castigará sin hablarle, evitará su contacto y rehuirá su mirada, pero no dejará de comer su guiso, es demasiado apetitoso para rechazarlo. Se ha esmerado para que Abdoulieu caiga en la tentación y coma y beba de los manjares que han preparado sus manos.
Aminata acaricia el pescado que masticará su Abdoulieu y se dice y se repite que ha actuado correctamente, que no hay desvergüenza en su desafío al negarse a infligir dolor inútil a su hija ni deshonor en su firme convicción de no compartir a su esposo con ninguna otra mujer.
Ha marcado su territorio, como la leona de la estepa que ve amenazados a sus cachorros y ruge retadora, aunque luego sea complaciente con el macho, que aprovechará un descuido para devorar a los pequeños.
Pero ella no es una leona idiota. Y Abdoulieu no es un león cruel. Afortunadamente, ambos tienen cabeza y piensan y saben que de los errores se aprende. Abdoulieu ha aprendido que no se puede jugar con la ley de los blancos y ella ha aprendido que ésa es su arma y la blandirá cuantas veces haga falta.
Dembo, a su lado, silencioso, desea probar el pescado, pero su naturaleza etérea se lo impide. Su Dembo la ha visitado de nuevo para recordarle que es hermosa y que aún la ama, a pesar de los abrazos de la mamiwata del río. Los ojos de Dembo le transmiten la certeza de que fue deseada, pero ha transcurrido demasiado tiempo y ahora su corazón pertenece a Abdoulieu. Aminata se disculpa y Dembo la comprende. Los muertos no pueden ocupar eternamente el espacio de los vivos.
Rama, radiante, esbelta, más joven que ella y con los ojos brillantes, le sonríe con atrevimiento. Rama se siente orgullosa de su hija, de su valor, de su arrojo. Y por primera vez, Aminata admite su semblanza y no se avergüenza de su herencia. Madre. Susurra con timidez, admitiendo su linaje. Y Rama, improcedente, estalla en una carcajada fresca y le contagia la risa, su risa rebelde, victoriosa.
Awa es la presencia más dulce de sus muertos y Aminata refrena su deseo de acunarla en sus brazos, aunque no puede dejar de mirarla arrobada. Tan mimosa, tan ingenua y risueña, tan devotamente fiel. Como su Fatou, a quien ha preservado de la muerte y del dolor.
Ha actuado como debía. Sus muertos la refrendan.
La certeza le da fuerzas para preparar la mesa del comedor con la cabeza gacha y la actitud respetuosa que le inculcaron de niña y luego, sin una palabra, tomar a Binta de la mano y salir a la calle mientras su marido, ofendido por su descaro, comerá en silencio la cena que Aminata le ha preparado en compañía de sus hijos Lamin y Fatou y diluirá su orgullo herido en la tibieza de la salsa de cacahuetes.
Binta la ha seguido sin rechistar. Repentinamente frágil, como un animalillo asustado.
Aminata no siente miedo, lo dejó atrás al saltar al precipicio, aunque intuye que no será fácil superar el bache.
Nunca ha tenido las cosas fáciles.
Dembo, Rama y Awa se desvanecen a sus espaldas, pero Aminata sabe que su invisibilidad es un espejismo. Están ahí y forman parte de ella.
Las mujeres africanas acarrean el peso de sus muertos, sus tabúes y sus tradiciones, y alimentan los sueños de sus hijos.
La esperanza en África tiene nombre de mujer.