BINTA
La ingenuidad
Parecía madre, pero no era madre. Tenía la voz de madre, llevaba la ropa de madre, pero no era ella. Era otra mujer que había vivido muchos años escondida tras la sombra de madre, silenciada por la tradición, amedrentada por las novedades. Esperaba su momento para salir al mundo y dar su opinión, y ayer, finalmente, habló. Fue rotunda. No tiene la costumbre de hablar y no se excedió, dijo exactamente lo que NO quería hacer, que ya es un buen comienzo. Yo siempre sé lo que no quiero hacer, pero hay personas que morirán sin saberlo. No es fácil, hay que pensar en ello, tomar conciencia, ser capaz de decir me gusta, no me gusta y analizar los motivos de los porqués. Se llama tener criterio. Nos lo enseñó Vicente.
Ayer noche, la mujer que se escondía en la piel de madre habló con sensatez. Dijo que había hecho un largo camino hasta aquí y que NO se quería mover. También dijo que NO quería que nosotros fuéramos a Bakau, que NO quería que purificaran a Fatou y que NO quería que padre se casara con una segunda mujer.
Por primera vez en la vida dijo todos los NOES alineados, uno tras otro sin tambalearse ni corregirse. Negó sola, sin ninguna ayuda, sin ninguna coacción, sin nadie que le dictara la frase correcta.
Puntuación del uno al diez. Nueve. Un nueve para la actuación estelar de mi madre mandinga que puso los puntos sobre las íes a mi padre mandinga. Le puse un nueve porque le faltó el golpe de efecto de leer a padre la citación judicial. Si madre supiera leer, tendría un diez y sería perfecta.
Estoy orgullosa. No podría soportar ser la hija de Sarjo y convertirme en una idiota como Janika.
El juez meterá a padre en la cárcel, lloriqueó Fatou muy asustada por la noche. No pueden meterlo en la cárcel porque no ha hecho nada, la tranquilicé. Aunque no estaba tan segura. Eres mala, arderás en el infierno, me amenazó Fatou repitiendo una frase que no entendía y que había tomado prestada porque le parecía que decía una cosa muy fea y muy ofensiva. El odio de Fatou es tan sincero como su amor. Me duele, me escuece, pero sé que estoy haciendo lo mejor para ella.
Y para que no me haga daño no pienso.
La sorpresa fue Lamin. Lamin me hizo una mueca equívoca en el pasillo invitándome a entrar a escondidas en su habitación, tan encajonada y angustiosamente opresiva que casi no cabíamos los dos de pie. Una vez dentro me indicó silencio con un dedo en la boca y, como un conspirador de película, me ofreció un sobre que abrí con curiosidad. No podía creer lo que había dentro. Era dinero, mucho dinero. El dinero que había ido recogiendo y ahorrando con sus business. Es para ti, por si padre te obliga a casarte con quien no quieres, para que huyas lejos y puedas estudiar y montártelo, murmuró bajito. Se me humedecieron los ojos y lo abracé muy, muy fuerte. Yo tampoco quiero volver a Bakau, me confesó. Y me di cuenta de que él también era un chico de aquí que respeta a las mujeres y las considera personas con criterio. Prométeme que no cortarás a tus hijas cuando seas padre, le pedí con mucha trascendencia, como se merecía la situación. ¡Nunca jamás!, dijo muy convencido.
Y Lamin me reconcilió con los hombres. Con mi tutor Vicente, tan sabio, con mi amor Eric, tan dulce.
Cuando estoy triste pienso en Eric y sus labios.
Hoy en el instituto me han dado la nota de literatura, la mejor de mi curso, y la profesora me ha felicitado diciendo que había hecho un muy buen análisis literario de García Lorca y La casa de Bernarda Alba. Que había entendido perfectamente cuál era el tema central de la obra. No le he explicado que los andaluces de provincias de hace cien años eran, más o menos, como los mandingas que yo conozco. Quizá más trágicos y poéticos, más grandilocuentes y teatrales, pero tan oscuros como nuestras tradiciones que ahora censuran. Los mandingas son negros y ellos vestían de negro. Los mandingas cortan a las mujeres y ellos las encerraban en casa bajo llave. Unos y otros reverenciaban la virginidad femenina y condenaban a sus mujeres a la vergüenza, e incluso a la muerte, si no la respetaban, unos católicos y otros musulmanes, unos amantes de la música y los otros amantes de las flores. Las mujeres, sin embargo, siempre marchitas, heridas y cicatrizando sus heridas, las del cuerpo y las del alma.
La profesora de literatura tiene razón. Lo he entendido a la perfección.
Eric se me ha acercado y me ha dicho que tenía una luz diferente en la mirada. Que estaba más bonita que nunca. Quizá porque estoy orgullosa de madre, de Lamin y últimamente me miro cada día al espejo, de arriba abajo, y me digo, Binta Marong, ésta eres tú, negra, alta, cincuenta y tres kilos, con el pecho izquierdo más grande que el derecho y tu sexo mutilado. Eres como eres y como te han hecho y así tienes que vivir el resto de tu vida, más vale que te aceptes. Quizá sí que de tanto decirlo y repetirlo empiezo a quererme y tengo una luz diferente en la mirada.
Antes de la clase de mates Eric se ha sentado a mi lado con una sonrisa traviesa, ha acercado su boca a mi oreja y me ha recitado un poema de amor con una voz tan húmeda como su lengua:
He dormido contigo
y al despertar tu boca
salida de tu sueño
me dio el sabor de tierra,
de agua marina, de algas,
del fondo de tu vida,
y recibí tu beso
mojado por la aurora
como si me llegara
del mar que nos rodea.
Me ha embrujado. Eric sabe que las palabras me fascinan y los poemas me roban la voluntad.
Esta vez me ha seducido con un poema de Pablo Neruda. Hay pocos chicos que sean capaces de memorizar un poema y recitarlo a la chica que les gusta. Eric es especial. Tiene un ojo de cada tonalidad, no cae en el desánimo fácilmente y sabe esperar, como los africanos.
Y por eso le he dicho que sí, que quería salir con él.
Porque estoy enamorada y tengo criterio.
de agua marina, de algas,
He dormido contigo
y al despertar tu boca
salida de tu sueño
me dio el sabor de tierra.
He aceptado ir al cine con él este fin de semana. No importa la película que pongan. Lo más emocionante será sentarnos uno al lado del otro amparados en la oscuridad, las manos cerca, buscándose, y el calor de nuestros cuerpos y nuestras pieles rozándose, encendiendo chispas. Sé que estaré toda la sesión pendiente de su respiración, del más leve movimiento de sus piernas, de sus manos y que probablemente volveré a besarlo hasta que se me agrieten los labios y me sangren. Ya me las apañaré más adelante para decirle que soy diferente, pero ahora no, todavía no. No quiero privarme del placer de los besos y las caricias ni esperar tantos años como ha hecho madre para que la Binta que vive escondida dentro de mí pueda sacar la cabeza y dar su opinión.
He vuelto a casa llevando a Fatou de la mano. Ella intentaba soltarse y me ha repetido doscientas mil veces que no soy su hermana y que ya no me quiere porque soy mala. Sabe que me duele, pero es terca como una mula. Mi pequeña Fatou está enfadada conmigo porque cree que estoy celosa de ella y que no quiero que sea feliz y vaya a Bakau con padre. Dice que yo le he estropeado su fiesta y que ella quería ser una mujer mandinga. No me perdona que hablara con la doctora Lola.
Es muy triste que las personas por quienes te sacrificas te vuelvan la espalda y te escupan en la cara. Quizá a madre le ha pasado lo mismo, pero con la diferencia de que ella estaba equivocada y yo no. Sé que el juez no dejará que purifiquen a Fatou y por eso estoy tranquila. Esta tarde quizá se haya acabado esta pesadilla de una vez.
En las calles de Mataró ya no quedaba nieve, se había fundido y se habían formado placas de hielo. El hielo resbala y Lamin, que no lo sabía, al chutar el balón ha caído y se ha pegado un buen porrazo. Lo hemos levantado del suelo entre Fatou y yo y, curiosamente, Lamin se ha dejado ayudar. Lloraba y se frotaba la rodilla. Debía hacerle mucho daño porque las lágrimas le resbalaban mejillas abajo y le dejaban dos chorretones húmedos que manaban como un grifo abierto. Parecía vulnerable, sensible, más persona. Quizá hacía como yo y aprovechaba una excusa cualquiera para echar fuera a la pena que lo ahogaba.
Una vez en casa he creído que todo se arreglaría de inmediato, pero ha sido al revés. Todo se ha estropeado. Mientras madre estaba desinfectando la herida de Lamin han llamado a la puerta dos policías uniformados y serios. Eran un hombre y una mujer, jóvenes, musculosos y armados. Han preguntado por padre y se me ha parado el corazón. A madre también porque se ha mareado y la he tenido que sujetar a toda prisa. Han sido unos segundos, como siempre, y después ha vuelto a ser la madre de siempre. Le han pedido que hiciera el favor de llamar a Abdoulieu Marong para que se presentara urgentemente en casa. Madre les ha obedecido y después hemos esperado todos callados en círculo a que llegara padre. Una vez, Marta Cardona me preguntó cómo conseguía estarme tan quieta mientras me tocaba el turno del comedor. Y me di cuenta que de pequeña había aprendido a esperar. Allí, en mi antigua tierra, no hay la presión del tiempo y sabemos detenerlo sin impaciencia. Nos pertenece y nos obedece. Madre se ha sentado en la silla, serena, inmóvil, y todos la hemos imitado, incluso el pequeño Ousman ha ralentizado los movimientos y ha esperado. Sabemos que todo llega tarde o temprano.
Como padre.
Desde el momento en que padre ha puesto los pies dentro de casa todo ha resultado extraño, muy extraño. Los dos policías se han levantado y le han preguntado con mucha formalidad si era Abdoulieu Marong y, acto seguido, le han comunicado que estaba detenido por orden del juez por no haberse presentado a la comparecencia del día anterior y que tenían órdenes de llevarlo al juzgado junto con la menor de edad Fatou Marong. Y le han colocado unas esposas de acero relucientes. Las dos manos atadas, una junto a la otra y su expresión incrédula, de estupefacción. ¡No he hecho nada!, se ha defendido padre como un animal acorralado. Pero no le han hecho caso y ni siquiera se han tomado la molestia de responder. Lo han esposado delante de sus cuatro hijos como un asesino, como un criminal, como un delincuente. Me he frotado los ojos con incredulidad. Padre prisionero y flanqueado por dos policías armados. Madre con la cara crispada. Fatou sollozando abrazada a las piernas de padre. Lamin, apretando los dientes y pegando patadas al sofá. No era verdad. Ousman también ha empezado a llorar mientras se llevaban a padre hacia la calle que a esa hora estaba oscura, fría, inclemente. Era tan irreal que me he pellizcado.
Madre ha cogido a Fatou de la mano y ha dicho que ella también los acompañaba. Me ha dejado a Ousman en los brazos y me ha pedido que cuidara de mis hermanos.
Y he tenido mucho miedo.
Oía los sollozos de Fatou resonando por la escalera, preguntando qué pasaría con padre y adónde la llevaban.
Me he tapado los oídos porque no lo soportaba. Era una pesadilla, estaba soñando y despertaría enseguida. No podía ser verdad.
Lamin, furioso, ha comenzado a lanzar patadas y a pegar golpes contra las sillas, las patas de las mesas y los juguetes, hasta que ha chutado una lata de aceitunas con tanta fuerza que ha roto un cristal del armario de la cocina y el suelo ha quedado plagado de trocitos de vidrio afilados. Parecía que hubiera estallado una bomba. He imaginado que estábamos en guerra y que nuestras vidas pendían de un hilo y podían acabar en cualquier momento. Quizá el edificio se derrumbara bajo nuestros pies, engulléndonos, y moriríamos aplastados bajo los escombros. Lamin se ha agachado para recoger los cristales, pero se ha cortado la mano y al ver la sangre los nervios lo han traicionado y ha estallado de nuevo a llorar y a gritar y, naturalmente, se ha rebotado contra mí. ¡Lo torturarán! ¡Lo matarán! ¡Todo por tu culpa!
Pobre Lamin. Ha visto demasiadas películas de muertos y ejecuciones para hacerle entender que la policía en España no mata a la gente. Le daba igual, estaba enloquecido. No he podido tranquilizarlo porque el timbre ha empezado a sonar y a sonar sin parar, histéricamente.
Al abrir la puerta, pensando que quizá sería madre con Fatou, me he encontrado a Sarjo excitadísima, alborotando como una gallina y diciendo que había visto a mi pobre padre, detenido y esposado, entre dos policías armados. ¡Parece mentira que haya pasado algo así!, ha berreado estrangulando a Lamin de tan fuerte como lo abrazaba y gritando que sólo faltaba que detuvieran a los africanos por culpa de las denuncias de sus propias hijas.
La quería echar, pero ella no se ha dejado y mientras Sarjo vomitaba sus frustraciones y miserias haciéndonos responsables a mí, a madre y a los blancos, el teléfono ha empezado a sonar. Lo ha cogido Lamin, que corre más que yo, me ha dicho que era mama N’Dei y me lo ha pasado. Mama N’Dei gemía desde el otro lado del mundo y aullaba por todas las desgracias que habían caído sobre la cabeza de su hijo.
No he entendido cómo se había podido enterar tan rápido si apenas hacía media hora que se habían llevado a padre. Mama N’Dei es catastrofista y mesiánica. Pronto ha dejado estar las lamentaciones y ha anunciado un montón de plagas terribles. Ha hablado de langostas, de termitas y de malaria. Y todo a causa de mi desobediencia y la de madre. Hubiera querido enviarla a la mierda, pero es mi abuela y la he serenado como he podido diciéndole que las cosas se arreglarían enseguida y que pronto todo volvería a ser como antes.
Al colgar el teléfono he tenido claro que nada puede volver a ser como antes.
Había sido Sarjo la culpable del chivatazo. Le ha faltado tiempo para airear la noticia por todas partes y, a estas alturas, todo el barrio y todo Bakau se habrán enterado. No me he querido enfadar y en lugar de gritarle le he pedido por favor que se hiciera cargo de Ousman porque yo tenía que ir a pedir ayuda a una persona que sacaría a padre del lío.
Lamin ha dicho que vendría conmigo a pesar de la herida de su pierna. Estaba rabioso y parecía más mayor que el día anterior. Lo he visto diferente, como si hubiera crecido dos años en diez minutos. Lamin es una caja de sorpresas, nunca le he hecho mucho caso y ahora me doy cuenta de que es más sensato e inteligente de lo que suponía.
Nos hemos abrigado y hemos salido a toda prisa de casa.
Por la calle, indiferente al frío y a las aceras heladas, he oído las últimas palabras de Sarjo como un eco retumbando por la escalera, rebotando contra los escalones y resonando dentro de mi cabeza.
¡Binta Marong! ¡Has traído la desgracia a la familia!
¡Llevas la sangre de Rama!