AMINATA
El empowerment
Ha vuelto a dormir sola, pero le da igual. Casi prefiere la soledad de una cama grande que compartirla con un desconocido hosco. Abdoulieu no le habla, no la mira y pasa por su lado como si no estuviera. Como si ella hubiera cometido algún delito y le quisiera mal. La acusa de haberse conchabado con el universo para destruirlo. No lo dice, pero lo piensa, palpa su rencor, la responsabiliza de todo.
¿Qué culpa tiene ella?, piensa Aminata. ¿No haberle apoyado, quizá? ¿No haberle dado la razón públicamente? ¿No haberse alegrado porque ha decidido añadir una desconocida a la familia? ¿No haber previsto la salida de tono de Binta? ¿No estar de acuerdo en cortar a la pequeña Fatou e infligirle un dolor que Abdoulieu no puede ni siquiera imaginar? ¿No haber sido más sumisa, más obediente, más complaciente? ¿Más aún?
Y se pregunta si vale la pena continuar bajando la cabeza y sometiéndose a la tradición. Ya no se cree la tradición. Ya ha entendido que detrás de la tradición se esconden muchas mentiras y que está llena de trampas. Como la nieve, reflexiona por la mañana temprano, contemplando los restos de la nevada que ya se ha disuelto y dejando las calles sucias, salpicadas de placas de hielo parduzco y charcos de agua de color chocolate. Bajo el manto impoluto de la nieve se escondía la suciedad de las aceras y el barro de las calzadas. La tradición y la nieve, apenas un espejismo de pureza.
Binta lo ha entendido mucho mejor que ella. No se ha querido conformar y no ha bajado la cabeza acatando el destino de las mujeres. Se ha rebelado, ha dicho no y ha actuado para ayudar a la pequeña Fatou. Es valiente Binta, su hija. Es una mandinga y se siente orgullosa de ella. La ha educado bien, muy bien, la ha educado para tener criterio y valor, para luchar por lo que cree justo, para defender a los débiles y resistir a los poderosos. Binta lleva la sangre guerrera de los Tunkara, cazadores de las sabanas. Los Tunkara eran soldados que no temían a la muerte e iban a la batalla con los ojos llenos de luz, confiados en su fuerza. Rama contempló serenamente su muerte y se lanzó a sus brazos, la prefirió al dolor del desamor. Ahora la entiende y por primera vez la compadece, porque compasión significa compartir y quiere compartir por unos instantes con ella la pena y la pasión. Siempre le decían que era como Rama, pero se equivocaban, Rama fue ama y señora de su cuerpo y su corazón. Como Binta.
Binta es la mejor de sus hijos. Y la reconforta este pensamiento esperanzador que la anima a desear el futuro y a no temer por el mañana porque sabe que tendrá a Binta a su lado. Binta será una mujer fuerte y ella podrá apoyarse en su hombro y agarrarse a su brazo cuando sea vieja. Binta iluminará su camino con su inteligencia y disolverá las sombras de su ignorancia. Binta la guiará en un mundo lleno de incertidumbres que cambia a cada instante. Binta la amará porque es limpia de corazón y está al lado de quienes sufren. Binta la mecerá en sus brazos, ahuyentará sus pesadillas y le cantará al oído las canciones de cuna de mama Mai; será la madre que no tuvo.
Dos en una, le viene a la cabeza, como las mujeres que quisiera Abdoulieu en el mismo pasaporte.
El pasaporte ya está bajo llave y bien custodiado. Lo ha llevado a la asociación de mujeres tal y como les prometió. Las mujeres la han felicitado y le han aconsejado que si su marido le pregunta por el pasaporte haga lo mismo que ha hecho él, que mienta y que diga que no sabe nada.
Ya no está tan sola. Tiene a las mujeres. Tiene a la médica de ojos azules. Tiene a Binta.
Sin embargo, el fatalismo, como el que la persiguió de joven y acabó con Dembo, llama a su puerta de nuevo. Le entregan una citación judicial a nombre de Abdoulieu. Debe presentarse en los juzgados al día siguiente a las doce del mediodía acompañado por su hija Fatou, sin falta. Lo convoca un juez. Y, al identificarse como su mujer, le ofrecen un papel para que lo firme conforme lo ha recibido y haga constar su nombre y su DNI. Aminata se traga la vergüenza de confesar que no sabe escribir y hace una cruz, una cruz bonita, pero una cruz al fin y al cabo.
—¿No hay nadie que pueda firmar en su lugar? —refunfuña el funcionario.
Aminata se disculpa porque sus hijos están en la escuela. El funcionario, a partir de este momento, la trata como si ella fuera un zapato viejo y estúpido, incapaz de entender las cosas. Y todo porque es analfabeta.
Se promete que es la última vez que le ocurre algo así y el trance de la vergüenza hace que momentáneamente se distraiga y olvide la importancia del papel. Pasado el agobio, y a punto de cambiar los pañales de Ousman, cae en la cuenta de que un juez ha citado a Abdoulieu para castigarlo. Los jueces son implacables, ha oído decir, y si lo ha convocado será porque lo quiere encerrar.
Se siente pequeña e indefensa como cuando llegó y vivía atemorizada y encerrada a cal y canto dentro del piso. ¿Qué pasaría si encarcelaran a Abdoulieu? ¿Quien trabajaría? ¿Quién traería el dinero a casa? Y llega a la conclusión de que ella sola, por ahora, no puede salir adelante con sus cuatro hijos y asegurarles ese futuro plácido que acaba de idear junto a su hija mayor.
¿Cómo le dirá a Abdoulieu que un juez lo ha convocado para castigarlo? No la querrá escuchar y creerá que es cosa suya. La acusará de mentir, de quererle mal, de pasarse al otro bando.
El teléfono suena y al ir a cogerlo sabe que añadirá sal a las heridas. Efectivamente, la voz de su suegra, mama N’Dei, resuena apocalíptica, desde el otro continente.
—¿Qué me han dicho, Aminata? Me han llegado voces de que has estado interfiriendo en las decisiones que tomo yo con mi hijo. ¿Es cierto todo eso que me han contado?
Aminata tiembla como una niña cogida en falta. Aún siente el temor respetuoso hacia los ancianos que le fue inculcado desde pequeña y percibe el poder de la suegra a pesar de la distancia y la edad. Lo sabe todo, lo ve todo, lo castiga todo.
—No es verdad, mama N’Dei, yo nunca he dejado de respetarte ni de obedecerte, pero en el país donde me llevó tu hijo Abdoulieu las leyes castigan a los padres que purifican a las hijas.
—Ya sabíamos eso, antes de que te fueras hicimos purificar a tu hija Binta. ¿A que no le ha pasado nada?
—Mama N’Dei, ahora es diferente, ahora comprobarán si Fatou está purificada o no y por eso encarcelarán a Abdoulieu.
—Fatou se quedará aquí y tú también vendrás con tus otros hijos.
Aminata se sienta y deja a Ousman en el suelo, le pesa demasiado. Todo le parece pesado.
—¿Quién lo ha dicho?
—La familia. Lo hemos decidido la familia Marong, y Abdoulieu está de acuerdo. Joko, su nueva esposa, se quedará a vivir en Mataró con él y tú volverás a casa con tus hijos para que yo pueda educarlos como es debido.
Aminata se marea y ve destellos. Así pues, era verdad, todo lo peor que le podía pasar está a punto de pasarle.
—Mama N’Dei, yo no puedo volver ahora con mis hijos a casa. Mis hijos no se acostumbrarán a cambiar de escuela, de amigos, de ciudad, no es un buen momento.
La voz de la mama N’Dei sube de tono y hace que Aminata empequeñezca.
—¿Te atreves a desobedecer a tus mayores y a buscar problemas a tu pobre marido? Haces como tu madre, Aminata. Qué mala suerte hemos tenido contigo, Aminata. Yo ya lo sabía, pero fue el padre de Abdoulieu, el viejo Mamadou, quien quiso aprovechar que pedían poco dinero por ti. Yo ya le decía que no eras ninguna ganga, que nos traerías disgustos, que no serías una buena esposa.
—He sido una buena esposa. Le he dado cuatro hijos a tu Abdoulieu, cocino para él cada día, le lavo la ropa y estoy disponible todas las noches. Soy una buena esposa —se defiende Aminata con pasión porque se siente injustamente acusada.
—No lo eres. Una buena esposa no levanta la voz a la madre de su marido ni pone en duda sus decisiones.
—Yo vivo aquí, mama N’Dei, y sé lo que es mejor para mis hijos y para mi marido. Desde lejos las cosas se ven diferentes —se permite objetar por segunda vez Aminata.
—Eres una insolente. Mi hijo tiene toda la razón cuando dice que has sido incapaz de inculcar la tradición a tus hijas y que Binta se ha convertido en una tubabh desvergonzada.
—Binta es una chica inteligente y lista, muy lista.
—Las mujeres no deben ser listas.
—Aquí sí —insiste Aminata, tan extrañada por su osadía como su propia suegra, que no se lo cree.
—Aminata, te escucho y no me puedo creer que seas de mi familia. Eras flaca y cañalengo y tuve compasión de ti, ojalá hubieras muerto antes de parir a tus hijos en lugar de traer al mundo monstruos de tu sangre.
¿Qué has hecho, Aminata?, se pregunta una vez ha colgado el teléfono.
Todo va muy deprisa, todo resulta vertiginoso. Aminata está al borde del acantilado y siente la llamada del vacío, está muy cerca de la nada, dando traspiés, a punto de perder pie y precipitarse abajo. Sabe que su caída es imparable. Abdoulieu llega a casa enfurecido y sólo de oír sus pasos ya intuye todo lo que ha sucedido y sucederá. Seguro que ha recibido la llamada de la familia y su madre la ha dejado como un trapo sucio. Ahora sí que la ve y le habla. O mejor dicho, le ladra.
—¡Has insultado a mi madre!
—¡No es verdad! —se defiende Aminata.
—Le has faltado al respeto.
—¡Ella me ha faltado a mí al respeto diciéndome que no era una buena esposa!
—Y no lo eres. Una buena esposa está callada cuando habla la madre de su marido.
Aminata se levanta, da un paso y se acerca a Abdoulieu. Lo mira a los ojos. No le da miedo. Se ha desprendido de todo y cae al vacío, a la velocidad de la luz, a su alrededor todo se difumina y está a punto de tocar fondo.
—¡Yo no he hecho este viaje tan largo a tu lado para volver a casa con las manos vacías! —dice en un tono más alto del que Abdoulieu está acostumbrado a oír.
Aminata ha hablado tan alto que los tres hijos mayores corren hacia el comedor creyendo que ha pasado algo. Y ven a su madre orgullosa, alta, casi tan alta como su padre, mirándole a los ojos y retándolo.
—¡Marchaos de aquí! —ordena Abdoulieu.
—Quedaos. Ellos también tienen que oír lo que te diré —contradice la madre con la misma autoridad.
Binta, Fatou y Lamin no dan crédito.
—Ni yo ni mis hijos nos iremos de aquí para ir a vivir a la casa de los Marong en Bakau, no cortaré a mi hija Fatou ni cederé mi lugar a otra mujer que tendrá otros hijos contigo.
Aminata ya lo ha dicho. Sus hijos ya lo han oído. Abdoulieu también.
El estupor se ha apoderado de todos. Aminata aprovecha el silencio para sacar el papel que había guardado celosamente en el cajón del comedor y ponerlo en manos de Abdoulieu.
—El juez te ha citado mañana a las doce en los juzgados.
Abdoulieu hace lo mismo que hizo con el anterior papel. Lo rompe en mil pedazos y los lanza al suelo.
Esta vez, sin embargo, Aminata no se asusta. Ya está en el fondo del precipicio y no puede caer más abajo.