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AMINATA

El valor

Aminata, trastornada, hurga en los bolsillos del pantalón de Abdoulieu, revuelve la ropa interior de sus cajones y vacía su maleta a medio hacer hasta que se le ocurre registrar dentro de sus zapatos. Y allí, escondido dentro de una katiuska verde manchada de barro que Abdoulieu utiliza para ir al campo cuando llueve, encuentra lo que buscaba. Su pasaporte. Se le ensancha el corazón mientras lo hojea inquieta. Sí, es el suyo, aunque no pueda leer su nombre reconoce su fotografía. Sabe que es el pasaporte de Aminata Tunkara nacida en una remota aldea de Gambia, río arriba, el día uno del mes uno de un año inventado. No le importan los años que figura que dicen que tiene, es intrascendente. Como la mayoría de inmigrantes, hace siete años Aminata ignoraba su fecha exacta de nacimiento, pero el funcionario le regaló una bastante aproximada para que pudiera viajar a Europa con su marido.

Manosea el documento, excitada, y lo esconde a su vez bajo su fanou. Es su pasaporte y no permitirá que otra mujer se haga pasar por ella y acabe echándola de su hogar. La justicia la ampara.

Ha averiguado que Joko no podrá viajar sin su pasaporte y que no tiene derecho a reunirse con Abdulieu porque la ley española no reconoce a la segunda esposa. Joko es una inmigrante ilegal. Ella, Aminata Tunkara, es la esposa legal, la única que puede disfrutar de este privilegio y, por tanto, no se moverá del lugar que le corresponde por derecho.

Ya ha perdido la vergüenza de preguntar. Hoy mismo, pese al frío encarnizado del norte que el hombre del tiempo llevaba semanas avisando, ha abrigado a Ousman con una mantita, se ha puesto unos guantes de Abdoulieu, se ha atado una bufanda al cuello y ha salido a la calle empujando el cochecito cuesta arriba por las calles empinadas de las afueras de Mataró, construidas sobre colinas, hasta una asociación de mujeres africanas que le recomendó la mediadora del centro de salud. El viento, furioso, le ha helado la sangre. Ha pulsado el timbre con los dedos entumecidos y la cara insensible.

Dentro del local la vaharada de calor humano la ha reconfortado. Las risas que oía eran cálidas, como la calefacción.

—Nevará —ha anunciado una sarahule gruesa y risueña al recibirla—. Esta noche nevará.

Aminata no ha visto nevar nunca. Se imagina que debe ser una experiencia tan terrorífica como caer dentro de un pozo de mamiwatas. El cielo cubierto de agujas de hielo cayendo como una cortina hiriente y cubriendo el suelo con un manto blanco de muerte y destrucción.

—Ten, te irá bien para calentarte —la ha invitado la mujer sarahule, ofreciéndole una taza de té caliente y humeante.

Se ha bebido el té a sorbitos para no quemarse la lengua y se le ha ocurrido que su mundo también ha sido devastado por un invierno traidor. Las esperanzas de su futuro han muerto, la savia helada y los troncos podridos. Ya no habrá mañanas soleadas ni brotes verdes que estallarán en flores blancas de olores embriagadores. Le han robado la primavera.

El mundo entero se tambalea por el peso de las incertidumbres. Sólo su baobab permanece impertérrito.

Se ha visto rodeada de mujeres que la atosigaban a preguntas mientras hacían mimos a Ousman y la ponían al corriente sobre sus derechos y las complicadas legislaciones de extranjería. Hablaban a la vez y se enmendaban la plana las unas a otras, bromistas, ingeniosas, arteras. Algunos acentos le resultaban lejanos y olvidados. Se ha perdido más de una palabra y más de un concepto, pero lo más importante, lo esencial, lo ha entendido y le ha quedado muy claro. Tan claro como el agua de la lluvia que goteaba de las hojas del baobab. Sin su pasaporte, Joko no podrá viajar.

—Los hombres suplantan a la primera esposa por la segunda y usan su pasaporte. Dos en una —le ha dicho la mujer sarahule que es gorda y bromista.

—No puede ser, no conozco a Joko pero probablemente no nos parecemos en nada —ha objetado.

Las mujeres han reído.

—Pero los tubabhs nos ven a todas iguales.

—¿Quiere decir que son tan estúpidos?

—No tienen ojos en la cara, por eso llevan gafas.

Y han vuelto a reír quizá pensando que era una ingenua. Sin embargo, la han ayudado, no era la primera mujer a la que ayudaban ni la última.

—Busca tu pasaporte y descubrirás que tu marido lo ha escondido. No hace falta ni que le preguntes. Cógelo, tráelo aquí. Nosotras te lo guardaremos y así no podrá hacer trampa.

Aminata esconde el pasaporte dentro de la cesta de la compra con el corazón en un puño. Al día siguiente por la tarde lo llevará a la asociación de mujeres. No hay ningún peligro de que Abdoulieu meta la mano ahí, la compra y las tareas domésticas no existen para él.

Si todo fuera tan fácil como encontrar un pasaporte, se dice en la cocina mientras echa el arroz en la olla y remueve con la cuchara de madera. Lo más difícil está por llegar. Teme a Abdoulieu. No sabe cómo plantearle, sin que se enfade, que la médica le ha convocado en el CAP al día siguiente. Se ve venir la disputa y le da miedo. Está tan acostumbrada a callar y a bajar la cabeza que la posibilidad de una discusión le horroriza. Prefiere permanecer dentro de un pozo congelado rodeada de mamiwatas que oír los gritos de Abdoulieu y soportar la mirada afilada de sus ojos airados.

—¡Madre, madre, está nevando! —grita Fatou excitada por la novedad.

—¡Nieva! —salta Lamin, poniéndose el abrigo inmediatamente.

—¿Dónde vas? ¿Dónde váis? —pregunta asustada Aminata, viendo como Lamin abre la puerta de la calle seguido de Fatou.

—¡A la calle, a tocar la nieve! —le responde Lamin.

Su respuesta la deja desconcertada. No les da ningún miedo la nieve. Sólo sienten curiosidad y nada más. Binta también se suma a ellos y hace una propuesta insólita.

—Me llevo a Ousman para que la pruebe.

Aminata se deja arrastrar por los hijos, empujada por su entusiasmo, y mientras baja las escaleras se convence de que ellos sí que son valientes. Salen a la calle alborotando y no son los únicos. Levantan las manos al cielo y persiguen los copos blancos, juguetones que revolotean como globos despistados. No hace frío. El aire se ha calmado y reina una tibieza engañosa, se está bien. Aminata sonríe desde dentro del portal y contempla la escena. Son hermosos sus hijos negros bajo la nieve blanca, pisando el suelo alfombrado y abriendo la boca alegremente para atrapar los copos flotantes.

—¿A qué sabe? —pregunta tímidamente a Fatou.

—¡A helado de agua! —responde Fatou con el cabello oscuro salpicado de manchas blancas.

Lamin ha fabricado una pelota de nieve y la chuta con fuerza, pero al contacto con su bota se desmenuza y se deshace como un sueño al abrir los ojos. Lamin se enfada. Aminata ríe. Ousman levanta las manitas al cielo y parlotea con la nieve en su jerga, quizá confundiéndola con una bandada de pájaros blancos. Todos se han hecho amigos de la nieve. Al fin, Aminata se llena de valor y da un paso hacia la blancura arrolladora que ya cubre coches y aceras. Todo es inmaculado, virginal, dolorosamente blanco. Y roza la frialdad dulce que la envuelve atreviéndose a perseguir los copos que caen con una mansedumbre inesperada. Son blandos como el algodón, y se deshacen al contacto con su palma. Pronto se da cuenta de que tiene las manos empapadas.

—¡Madre, la nieve moja! —exclama Fatou asustada porque acaba de hacer el mismo descubrimiento.

—Claro —interviene Binta con Ousman a cuestas—. Es vapor de agua concentrado en las nubes que a temperaturas muy bajas se solidifica en forma de hielo y se precipita en la tierra. Cuando se deshace se convierte de nuevo en agua.

Aminata la escucha orgullosa. Binta tiene respuestas para todo y siempre quiere saber más. Fatou y Lamin también aceptan de buen grado las novedades y el pequeño Ousman no tiene miedo de nada. Concluye que ella, la madre de cuatro hijos valientes no puede ser una cobarde. Se agacha, como ve que hacen otros mataronenses que también han salido a la calle, fabrica una bola de nieve, la amasa y la redondea como si fuera una pelota de barro y, traviesa como una criatura, la lanza contra la espalda de Lamin. Ya está armada, Lamin se defiende y Fatou y Binta se añaden metiendo bulla.

La pelea a cuatro manos acaba con el llanto de Ousman que ha recibido una bola de nieve en plena cara y no le ha gustado nada.

Suben de nuevo los cinco al piso y se quitan la ropa mojada. Aminata les seca el pelo con una toalla y les obliga a cambiarse los calcetines. La frescura de la nieve la ha vivificado y ya no tiembla asustada cuando oye la puerta de la calle y los pasos de Abdoulieu acercándose. Fatou también lo ha oído llegar y corre pasillo allá, se le echa encima y lo llena de besos helados. Aminata, desde la cocina, escucha los gritos de Fatou y la risa gruesa de Abdoulieu que llevaba escondida una bola de nieve en el bolsillo del abrigo que ha ido a aplastarse sobre la nariz de Fatou.

Aminata espera que los ánimos se calmen y que los pequeños desaparezcan. Los envía hacia el comedor a ver la tele y entra en la habitación detrás de Abdoulieu, que tiene los ojos risueños y limpios como la nieve. Es un buen momento para hablarle.

—Mañana por la mañana tenemos que estar a las nueve en la consulta de la pediatra, los dos.

A Abdoulieu le cuesta muy poco cambiar de actitud. En el instante en que la mira, Aminata se da cuenta de que tiene los ojos inyectados en sangre.

—¿Cómo dices? ¿La pediatra me obliga a ir a verla?

—Ya sabes, es acerca del viaje de Fatou. Yo ya fui para no estorbarte, pero ya te dije que aquí no permiten que se purifiquen a las niñas.

—¿Has sido tú, verdad, quien lo ha contado todo?

—¿Yo?

—¡Sí, tú!

—¡No! Ella ya lo sabía.

—Imposible. Nadie más aparte de Fatou, tú y yo lo sabíamos. ¿Cómo es que se lo has contado a la doctora? ¿Qué quieres, mujer? ¿Por qué interfieres en mis decisiones?

Aminata da un paso atrás, asustada, toda la confianza se ha derrumbado de repente porque Abdoulieu la acusa de algo que no es verdad.

—Ha dicho que si no venías a la reunión estaría obligada a llamar a la policía —insiste con voz débil.

Esto ha sacado de quicio a Abdoulieu que ha salido disparado hacia el comedor y ha apagado el televisor.

—¡Fatou! —ha rugido—. ¿A quién le has dicho que íbamos de viaje?

Fatou se arruga en el sofá y respira muy deprisa, como si hubiera perdido un tren y no pudiera recuperar el aliento.

—¡Te dije que era un secreto entre tú y yo!

La niña rompe a llorar desconsolada.

—¿Se lo has dicho a tu profesora?

Fatou niega con la cabeza sacudida por los sollozos.

—¿A tu médico?

Vuelve a negarlo.

—¿A quién demonios le has dicho que ibas de viaje?

Pero Fatou calla sin decir nombres. No abre la boca, y Aminata, conciliadora, intenta disuadir a Abdoulieu de continuar con su interrogatorio que tiene atemorizada a la pobre Fatou.

—Déjalo, da lo mismo, a lo mejor lo ha sabido porque los datos de la niña van a parar a su médico. Los tubabhs tienen toda la información dentro de los ordenadores.

—¡No seas estúpida, mujer! —brama Abdoulieu—. ¡Alguien lo ha dicho!

—He sido yo.

Todo el mundo calla y mira hacia la puerta del comedor donde ha aparecido el fantasma de la hermana mayor. Se hace un silencio espeso como un puré de patatas. Fatou tiene los ojos a punto de salir de las órbitas, y Lamin abre tanto la boca que le cabría dentro de un enjambre de abejas.

—Yo fui a hablar con la médica —vuelve a decir Binta—. He sido yo.

Aminata no entiende cómo su hija mayor puede hablar sin que le tiemble la voz ni estar de pie, plantada delante de su padre, mirándole a los ojos y admitiendo que ha sido ella quien ha tomado una decisión que no le correspondía. Una mujer no puede hacer esto y una hija menos todavía.

—¿Tú hablaste con la médica? —pregunta de nuevo incrédulo Abdoulieu.

—Sí.

—¿Y por qué, si se puede saber?

—Porque no quiero que cortéis a Fatou como hicisteis conmigo.

Aminata está a punto de caerse al suelo redonda, pero se repone enseguida y se apresura a echar a los pequeños. Se los lleva a su habitación y encarga a Fatou que se haga cargo de Ousman y que no alboroten porque padre está muy enfadado. Ya lo saben. Y se quedan los tres en silencio, acurrucados, esperando que la tormenta escampe.

En el comedor, Abdoulieu está perdido, abrumado por las palabras de su hija, absolutamente descolocado por percibir, a flor de piel, todo el odio y la amargura que ha herido a Aminata tantas veces.

—¿Te has vuelto loca? ¡Es, es absurdo! Cómo se te ha ocurrido, acusarme a mí…

—No quiero que la purifiquéis.

—¿Y quién eres tú? ¡No puedes impedir que purifiquemos a Fatou y que hagamos de ella una mujer honrada y digna! ¿Qué quieres que sea una, una, una cualquiera? ¿Una mujer impura que no podrá tocar la comida ni podrá tener hijos?

—Es mentira. A las solima sin purificar no se les pudren los alimentos y sus hijos no mueren.

Abdoulieu calla unos instantes, sin argumentos para rebatirla, y Binta vuelve a hablar con voz clara.

—A las mujeres nos cortan una parte muy importante de nuestro cuerpo. Es una mutilación, como si nos quitaran una pierna o un ojo. Yo soy desgraciada porque me cortasteis y no quiero que Fatou sufra como yo.

Es admirable. Binta es admirable, piensa Aminata, contagiada del valor de la hija. Es tan bonita como lo era Rama, ha heredado su sangre, sin lugar a dudas. Dice las cosas que ella no sabe decir y actúa como le dicta su corazón.

—¡Basta! —grita Abdoulieu, perdiendo totalmente los papeles—. ¡Basta! ¡No quiero oír más tonterías! En esta casa mando yo y se hará lo que yo diga.

—Pero… —intenta objetar Binta.

Abdoulieu fuera de sí, la corta.

—¡Y mi hija no actuará como una enemiga nuestra ni pondrá a la policía contra su familia!

Binta calla sin bajar los ojos y mantiene su arrogancia desafiante. Abdoulieu la amenaza con vaguedades. Tiene la cabeza demasiado caliente para las concreciones.

—¡Tengo que tomar muchas decisiones y la primera será sobre ti!

Y de pronto se gira hacia Aminata y la apunta con el dedo.

—¡Has educado muy mal a tus hijos, mujer! ¡No son obedientes ni respetuosos! Quizá tengas que volver a Bakau para que mi madre te enseñe qué es la obediencia.

Al salir del comedor, deja tras de sí un aire turbio preñado de amenazas.

Aminata camina pesadamente hacia la ventana, la abre de par en par y saca las dos manos afuera con las palmas abiertas al cielo para recibir los copos de nieve. Quisiera volver a empaparse de valor, pero la fuerza que sentía al compartir la alegría de sus hijos se ha desvanecido como la nieve al contacto con el calor. Binta se le acerca y la abraza. Y Aminata, con la cabeza nublada y las manos frías, no sabe a quién tiene al lado. ¿Es su hija o su madre?

Está perdida.