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LOLA

La autoridad

Nuria Campos no para quieta, es puro nervio. Delgada, bajita, de huesos pequeños y gestos bruscos, es incapaz de estar sentada. Con su trabajo no le extraña, piensa Lola mientras la imagina empuñando la pistola con ambas manos a la vez, como en las películas, las piernas abiertas y ligeramente flexionadas y la orden seca de «manos arriba».

Pura dinamita.

—Perdona, no tengo un buen día —se disculpa de buenas a primeras, removiendo el vaso con la cucharilla y haciéndola chocar contra el vidrio, con agresividad.

Lola acepta la disculpa. Ciertamente, no ha sido muy amable a pesar de que le ha respondido al teléfono de inmediato y ha accedido a hablar con ella en una terraza del bar de la esquina, a la hora del café. Al verla salir de comisaría con el uniforme de policía se ha quedado impactada. A pesar de sus rasgos infantiles y su talla de muñeca, tenía un aspecto impresionante. Tal vez por la pistola o la gorra, o por ambas cosas. Lola siente un escalofrío y no sabe si es por el frío excesivo de diciembre o por compartir mesa con una policía armada. Se envuelve en el abrigo, caliente, forrado, y se le ocurre que los uniformes han sido diseñados para marcar distancias.

—Un compañero mío se ha colgado esta noche y nos ha dejado —dice Nuria sin levantar los ojos de la mesa.

He aquí la razón de la sombra que empaña su mirada. Lola sabe que tendrá que decirlo en voz alta muchas veces para convencerse de que es verdad.

—Lo siento. Debe haber sido muy duro —admite de todo corazón.

Ya ha pasado por ello. Una enfermera joven del ambulatorio se quitó la vida hará dos años y dejó tras de sí una estela de culpabilidades amargas. Fue un entierro dramático. Los que han elegido la muerte y dejan a los amigos atrás ignoran el dolor de los vivos.

Nuria Campos se toma el café de un trago, borra con una mueca resolutiva estos instantes de introspección, y adopta otro aire desenvuelto más adecuado con la pistola y el color rojo de sus insignias.

—Pues tú dirás qué quieres saber.

Lola hace una pequeña previa para ponerla en situación.

—Pedí el traslado a Mataró hace unos meses y me he dado cuenta de que hay población del África subsahariana que practica la ablación. Quiero saber qué debo hacer si me encuentro con un caso.

La mirada es escrutadora.

—Quieres decir que ya te lo has encontrado.

Lola se siente radiografiada.

—¿Qué te hace pensar eso?

—Nadie se toma la molestia de pedir una entrevista con la policía por un supuesto que aún no se ha producido. A lo mejor en Japón o en Canadá, pero aquí ya te aseguro yo que no.

Perspicaz y lista, rápida como el rayo. Lola también la radiografía y decide ser muy cauta.

—Tengo una familia donde la madre está mutilada y hay muchas posibilidades de que las hijas también lo estén.

—Pídeles una revisión obligatoria cada seis meses. Así sales de dudas y de paso haces un control disuasorio.

—No quiero presuponer nada ni ofenderlas —se excusa Lola.

Y entonces sí, Nuria se dispara y larga por los codos.

—Ésta sí que es buena, sospechas de ellas, pero no sales de dudas para no violentarlas, no quieres ofenderlas haciéndoles una revisión genital, pero te arriesgas a que otros tomen un cuchillo y las corten sin pedirles permiso.

Lola, helada, se sube el cuello del abrigo.

—El principio del respeto radica en el respeto precisamente.

—Perdona la grosería, pero eso es lo que yo llamo una moral hipócrita. ¿Qué queremos? ¿Preservar la integridad de las niñas o ser respetuosos y amables con las familias? A veces ambas cosas no pueden ser. Si ellos las cortan, no podemos ser simpáticos, tenemos que actuar con firmeza. Nuestra obligación es impedir la mutilación.

Lola abandona el forcejeo y cambia la táctica.

—Pues hagámoslo al revés. Explícame qué harías tú.

No se lo piensa ni dos segundos.

—Asegurarme si hay mutilación o no, primero de todo. Si no la hay, convocar a los padres a una charla informativa sobre los peligros y los riesgos de esa práctica y advertirles que si quieren viajar al país de origen deben comunicárnoslo previamente.

—Muy bien —salta Lola igualmente rápida—. Y si hay un viaje, ¿qué hacéis?

—En este caso, en una familia donde la madre está mutilada y donde se practica sistemáticamente en el país de origen, estamos obligados a ponerlo en conocimiento del juzgado. Es el juez quien decide si los deja viajar o si les retira el pasaporte. Todo depende de muchos factores.

—Así pues, estás segura de que aquí no se practica.

—No. Últimamente, no. El Código Penal impone penas altas a las circuncidadoras, la ley ha sido disuasoria. Pero en cambio sí que sabemos que en su país se creen impunes.

—Y la denuncia de un caso que fue cometido antes de venir a España, ¿para qué sirve?

La policía se extraña de la pregunta.

—Hay un delito y la ley española actúa sobre este delito, aunque se haya producido en el extranjero.

—Ya, pero probablemente cuando este supuesto delito se cometió, los padres no sabían que vendrían a vivir a España y que aquí estaba penado.

—O sí —corrige la policía con conocimiento de causa—. Muy a menudo antes de venir, las abuelas llevan a las niñas al bosque para purificarlas y así enviarlas limpias al extranjero. Por si acaso no vuelven.

—Pero aquí juzgan a los padres y no a las abuelas. Ellos no han sido los que han decidido.

—Entiendo lo que me dices, pero entiende también que los padres lo han permitido y que son ellos quienes tienen la patria potestad de sus hijos.

—El de allá es otro mundo.

—Lo conozco, pero si ellos vienen aquí, deberán conocer el nuestro y adaptarse a nuestras leyes.

Lola hace un receso en la partida de pimpón eterna. Nuria es incansable, como ella. No se rinde nunca y el juego podría hacerse monótono y repetitivo.

—¿Y si condenan a los padres qué gana la niña?

Y piensa en Aminata encarcelada por haber permitido la intervención de Binta.

—La niña quizá no gane nada, pero sus hermanas y otras niñas de otras familias sí. Las noticias corren como la pólvora. Es el principio de la ejemplaridad.

—O del castigo improcedente —se le escapa a Lola sin querer.

Nuria Campos, desautorizada, la mira como a una rival. Lola se da cuenta de que se ha enfadado, pero no rectifica. Vive en un país libre y tiene derecho a expresar lo que piensa, aunque no le guste a una policía. Ésta es la grandeza de la democracia.

Esto no la priva, sin embargo, de su incomodidad y espera a que sea la otra quien retome la conversación.

Nuria se mete la mano en el bolsillo y deja sobre la mesa un paquete de cigarrillos y un encendedor. He aquí la razón de tomar el café a cinco grados y pelarse de frío, piensa Lola. El universo de los fumadores es inclemente y helado.

—¿Fumas?

—No, gracias —todavía recuerda el gusto áspero del cigarrillo de Mundet y el mal sabor de boca que le dejó.

Seguro que fumar la tranquiliza y que buena parte de su irritación tenía que ver con la falta de nicotina, deduce Lola que, desde su embarazo frustrado, sospecha que los humanos son sacos de hormonas enloquecidas que activan o desactivan los conectores neuronales del cerebro arbitrariamente.

Nuria enciende un cigarrillo y da una calada con la misma avidez que habla. Lola percibe su fragilidad, es vulnerable aunque lo oculte. Y aprovecha para hacerle una pregunta que le quema la lengua desde hace rato.

—¿Y qué me dices del documento de compromiso que utilizan algunos trabajadores sanitarios?

La sonrisa lacónica de la policía es lo bastante expresiva.

—Muy bien intencionado, hay policías que lo utilizan y lo recomiendan, pero…

—Pero ¿qué?

—Pero cuando hay viaje es papel mojado. Los padres firman y luego hacen lo que quieren. Unos devuelven a las niñas intactas y otros no. No hay seguimiento ni punición.

—O sea que no crees en la palabra dada.

—No es que sea una descreída, es que los números cantan y nos dicen que sólo la retirada de pasaporte es efectiva al cien por cien. No podemos dejar márgenes de error en estos cálculos. La vida de una niña y una parte de su cuerpo está en juego.

Lola hace un ademán escéptico y la policía insiste.

—Debemos tener la plena certeza de que no se cometerá el delito. No es suficiente con palabras de buena voluntad. Lo que importa son los hechos, ¿comprendes?

Lola lo comprende a la perfección. Nuria tiene la cualidad de ser clara y rotunda. Pero le preocupa precisamente esta simplificación.

—¿Y su convicción?

—¿Qué quieres decir?

—No hay suficiente con la tuya. Si ellos no están convencidos de que tu ley es mejor que la suya, aprovecharán cualquier resquicio del sistema para volver a intentarlo.

—De acuerdo —admite Nuria ya más aplacada—. Se trata de que el sistema no tenga fisuras y de que protejamos a la menor hasta que sea mayor de dieciocho años.

Lola se lo esperaba y hace un gesto de decepción. Nuria insiste en la bondad del sistema.

—Evidentemente, estoy de acuerdo con las campañas de sensibilización. De hecho, trabajamos con organizaciones de mujeres africanas para erradicar el problema desde su origen, sobre todo en los países donde se produce.

Lola muestra interés por este dato.

—¿En Gambia?

—Por supuesto. Yo he estado allí —dice la policía con orgullo—, y he ido a poblados a dar charlas sobre los peligros de la ablación apoyada por una organización de mujeres muy conocida que trabaja dentro del país desde hace muchos años. Han conseguido que muchas circuncidadoras dejen su oficio ofreciéndoles créditos para iniciar otras vías de supervivencia.

Lola siente verdadera curiosidad.

—¿Y ha funcionado?

—Y tanto. Se han hecho recogidas de cuchillos y las mujeres han renunciado públicamente a su trabajo. Esto es lo que hay que hacer. Cortar el problema de raíz. Esto y proteger a las niñas.

—¿Y habláis con las familias?

—Claro. Pero yo, personalmente, si te tengo que ser sincera, no tengo mucha fe en las mujeres. Son más fáciles de convencer los hombres. Ellos están acostumbrados a tomar las decisiones y cuando entienden que España no es Gambia son prácticos y actúan con eficacia. Las mujeres tienen miedo y están más sometidas a la tradición.

Lola envidia su convicción, la fe inquebrantable de la policía en su praxis cotidiana, en la filosofía que la inspira, en las actuaciones que debe emprender con la misma pasión con que habla o fuma. Nuria tiene las certezas que a ella le faltan y el entusiasmo contagioso que irradian los iluminados, los líderes, los que alientan a las masas y les indican el camino a seguir.

Ojalá todo lo que dice fuera cierto, piensa Lola de camino a casa. Pero su desconfianza, tal y como muy acertadamente le reprochaba Nuria, la empuja a hacer su propia investigación desde su ordenador.

El hallazgo le horroriza.

La ONG gambiana contra la mutilación genital femenina, y a favor de los derechos de las mujeres y niñas, es protagonista de portada de un turbio asunto. Acusaciones de malversación de fondos europeos, dos dirigentes encarceladas, una fianza polémica y un montón de cartas de declaraciones de inocencia y desacreditaciones de personas que, supuestamente, han acusado a la organización sin pruebas suficientes. Lola lee con estupor que fue precisamente una ONG española destinada a controlar el uso de los fondos europeos adjudicados a la ONG gambiana para la campaña de reubicación laboral de las circuncidadoras, quien ejerció como acusación y quien difundió un comunicado destapando la inexistencia de facturas y documentos que acreditaran los gastos de la campaña.

Pocas y peleadas, concluye, cerrando la pantalla del ordenador con un deje de desencanto.

Si al menos las mujeres trabajaran juntas, codo con codo. Pero es una quimera, como creer ingenuamente que todos somos iguales.

Su desconfianza ha dado, por desgracia, sus frutos. Con un gesto desganado coge el teléfono y llama a casa de Aminata. No ha sabido nada y quiere conminarla para que la visite con su marido lo más rápido posible. El tiempo pasa y los días se aceleran hacia el viaje inminente.

—¿Aminata? —la saluda amablemente—. Buenas noches. Soy la doctora Quirós, Lola Quirós. Esperaba que pidieras hora para traerme el documento y hablar con tu marido.

Y desde el otro lado del hilo telefónico Aminata rompe a llorar y le cuenta entre sollozos que Abdoulieu se niega a firmar el papel y que no quiere discutir del tema con ella.

Previsible, se dice sin alarmarse ni perder el control de la situación.

—Aminata, no te preocupes. Ya hablaremos nosotros con él. Dile que tiene que presentarse mañana a las nueve de la mañana en el CAP. Que si no viene, nos veremos obligados a avisar a la policía. —Y enseguida corrige—: Si accede por las buenas, no hace falta que le hables de la policía, ¿entendido?

Y cuelga, avergonzada de su pobre argumento. La coerción. Nuria Campos sabe que con el uniforme y la pistola la razón está de su parte. He aquí la fórmula secreta de su fe.

Unos segundos antes de dormirse tiene un pensamiento fugaz hacia Alicia y cae en la cuenta de que está impregnado de ternura.