BINTA
La fraternidad
En 1588 la Armada Invencible enviada por Felipe II contra Inglaterra fue destruida por una tormenta terrible. Los españoles disponían de la flota más poderosa, de los cañones más modernos y del ejército mejor adiestrado. Llevaban muchos años preparando el enfrentamiento naval al milímetro y creían ciegamente que ganarían, pero nadie había previsto que el Atlántico Norte, un océano inmenso y traidor, haría el trabajo sucio de los ingleses y que los barcos se hundirían solos, sin la ayuda de los cañones de sir Francis Drake.
Fue lo que se llama el azar.
Como mi conversación con Vicente.
Vicente me pilló llorando en los lavabos y me dijo, no llores mujer, seguro que no es tan grave. ¡Pues claro que era grave! Así pues, dejé caer la bomba para impresionarlo y para que supiera que cuando Binta Marong llora tiene motivos de verdad y no llora por una tontería cualquiera. Mi hermanita viajará a Gambia y allí le harán la ablación sin anestesia y sin antibiótico, le solté de golpe y sin respirar. Y se puso blanco como el papel.
¡Jódete, Vicente!
Ésta no se la esperaba. Creía que su tomate exótico lloraba por rencillas femeninas o por males de amor. Quizá sí que había algo de Eric y de Marta Cardona en mi desconsuelo y que lo de Fatou era la gota que colmaba mi vaso. Me precipité. No hacía falta mezclar a Vicente y a Montse en esta historia, pero me lancé a dramatizar y ahora ya está hecho. A lo hecho pecho, dice la de castellano. Aunque debo reconocer que cuando vi que Vicente se lo tomaba tan a pecho, decidido incluso a llamar a la policía, me asusté.
Trascendente y pálido como no lo había visto nunca, me llevó al despacho de la directora y allí nos estuvimos un buen rato, los tres sentados y con cara de velatorio, mientras Montse leía en voz alta los protocolos que se debían seguir en las escuelas en los casos de sospecha de viaje de una menor con riesgo de ablación en el país de origen. Los papeles decían que los profesores debían notificarlo inmediatamente a la policía autonómica para que interviniera.
Y yo me cagué. Quería darme de bofetadas por haber sido tan estúpida de convertirme en el dedo acusador que metería a mis padres en la cárcel y nos condenaría a nosotros, los cuatro hermanos, a un centro de menores.
Seis años de pena de prisión, decía aquel folleto.
¿Qué podía hacer? ¿Por qué había tenido que soltarlo a bote pronto a un profesor alarmista en vez de explicar la situación a Lola? Ven cuando quieras y te ayudaré, me dijo la última vez con una sonrisa que le marcaba un hoyuelo en las mejillas, a ambos lados, como a Scarlett Johansson.
Y al pensar en Lola todo se iluminó. Vi sus ojos azules, líquidos, mágicos, y oí su voz aterciopelada. Seguro que ella sabría cómo manejarlo para que no mutilaran a Fatou sin recurrir a la policía. Además, Lola quería a Fatou, fue a ver su obra de teatro, concluí.
Y dije a los profes que no se preocuparan, que ya me encargaba yo de hablar con la nueva pediatra del CAP para que convenciera a mis padres de cambiar de parecer. No es tan fácil, ya se ha iniciado un procedimiento y no se puede detener, puntualizó la directora.
Ya estamos, me dije, la ley sagrada de los blancos. Binta Marong te has metido en un buen lío.
Entonces, a Vicente se le ocurrió una idea fantástica. ¿Por qué no pedimos nosotros una mediación de la pediatra con la familia?, propuso. Y yo me agarré a su ocurrencia como a un hierro candente y convencí a Montse, la directora, de que sí, de que sería mucho mejor no airearlo. Todo sea dicho, tampoco les hacía ninguna gracia que se montara un escándalo.
Y a partir de ahí, todo funcionó. Lola, más guapa que nunca, se presentó en el instituto esa misma tarde y fue muy cariñosa conmigo, sobre todo cuando lloré por segunda vez asustadísima por todo el follón que había organizado. Dijo que ella se ocuparía de solucionarlo y, efectivamente, al día siguiente llamó a madre y la citó a la consulta. Madre volvió a casa con un documento dentro de la bolsa que le birlé sin que se diera cuenta y que me leí de arriba abajo encerrada en el lavabo.
¡Genial!
Todo será muy sencillo. Mis padres firmarán ese compromiso de no mutilación y Fatou volverá de Bakau entera.
Me he quitado un peso de encima.
Ahora soy feliz y quiero más que nunca a Fatou.
¡Fatou ven y siéntate que te quiero leer un poema que he escrito para ti!, grito. Y ella va y se traga la bola con los ojos abiertos como dos naranjas y mirándome embobada, con la misma devoción que contemplaría a J. K. Rowling si la tuviera delante.
Fatou mía, está linda la mar,
y el viento
lleva esencia sutil de azahar;
yo siento
en el alma una alondra cantar:
tu acento.
Fatou mía, te voy a contar
un cuento.
en el alma una alondra cantar:
Éste era un rey que tenía
un palacio de diamantes,
una tienda hecha del día
y un rebaño de elefantes.
Un quiosco de malaquita,
un gran manto de tisú,
y una gentil princesita,
tan bonita,
Fatou mía,
tan bonita como tú.
Fatou, enloquecida de alegría, me ha regalado un montón de aplausos entusiastas. La he engañado porque la quería impresionar, al fin y al cabo soy su hermana mayor, la hermana que saca buenas notas, la hermana que leyó un discurso en el ayuntamiento.
En realidad, es un poema de Rubén Darío. Pero estoy segura, segurísima, de que si Rubén Darío hubiera conocido a Fatou se lo habría dedicado a ella en lugar de a esa cursi de Margarita.
Fatou es ingenua, dulce, impetuosa y bonita. Mi princesita Fatou.
La quiero tanto.
Pues yo bailaré para ti, dice toda decidida. Y se levanta, pone música y empieza a menear las caderas y a bailar con gracia moviéndose toda ella al son de la percusión. Lleva el ritmo en la sangre y se contonea, balancea el cuerpo y la cabeza, los brazos volátiles, la espalda elástica, girando como un torbellino, frenéticamente, mágicamente, como una hada negra.
Luego, se sonroja, se extasía y ríe.
Mi pequeña Fatou que subiría al cielo a buscar su estrella.