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AMINATA

La intimidad

El miedo a la verdad la paralizaba como el veneno de la araña. Hasta que no ha sabido que todo lo que sospechaba era cierto no ha tenido el coraje de aceptarlo. La posibilidad de un error le dejaba suficiente margen para la excusa. ¿Y si todo es un malentendido?, se preguntaba. ¿Y si Abdoulieu finalmente no hace ningún viaje con Fatou? ¿Y si la boda con Joko es una invención de Adama?

Sin embargo, era verdad.

Ha sido mucho más fácil de lo que creía. Abdoulieu lo ha reconocido todo con gran rapidez, deseoso de enseñar sus cartas y pegar un puñetazo sobre la mesa para afianzar su autoridad. Admitir con arrogancia que, en efecto, viajaría a Gambia, con voz alta y segura, y reconocer que habría una segunda esposa le ha significado un descanso. Desde que ha confesado sus secretos tiene los ojos más nítidos y la sonrisa más elástica. Últimamente estaba inquieto, dormía mal y se quejaba de los llantos de Ousman y del balón de Lamin. Había tenido unos cuantos altercados con los chavales y Aminata, condescendiente, los había atribuido al ayuno, pero una vez finalizó el Ramadán, Abdoulieu continuaba igual de irascible. Pero lo que preocupaba de verdad a Aminata era su comportamiento huidizo. Abdoulieu se había encerrado dentro de su caparazón, incomunicado, escondiendo celosamente sus secretos e incapaz de abrir su corazón y hablar.

Como Binta.

¿Por qué tenía que ser ella siempre quien rompiera las corazas?

Abdoulieu la miraba de soslayo, creyendo que no se daba cuenta de nada y, a hurtadillas, separaba piezas de ropa por las noches y hacía llamadas telefónicas. Lo pilló dos veces saliendo intempestivamente por la puerta con la excusa de que no tenía cobertura y, una vez fuera de casa, lo oyó discutir a gritos desde el rellano de la escalera. Hablaba de dinero y, como siempre que hablaba de dinero, se excitaba. Por las noches acusaba el cansancio, tenía los ojos enrojecidos y los surcos de la cara más profundos. Compartían la cama en un silencio roto sólo por el llanto de Ousman, y a veces, enfurecido por los gemidos del pequeño, se levantaba de un salto y se iba a dormir al sofá del comedor.

Ahora todo está claro, clarísimo. Abdoulieu se ha crecido al salir de la oscuridad del disimulo y ya puede representar su papel de patriarca a la luz del día.

—Viajaré a Bakau con Fatou. Tengo los billetes encargados y el permiso del trabajo —aceptó de buenas a primeras sin mover un párpado.

—¿Por qué Fatou? —osó preguntar Aminata, a pesar de saber la respuesta.

—Mi madre la quiere conocer.

—¿La purificarán? —tanteó Aminata con prudencia.

Y Abdoulieu, como hacían los hombres, se eximió de responsabilidad.

—Eso no es asunto mío. Ya sabes que son las mujeres quienes hacen estas cosas. Las viejas decidirán.

La segunda pregunta, si pensaba casarse otra vez, fue más difícil, pero la hizo y él no la esquivó.

—Mis padres quieren que tome una segunda mujer como todos mis hermanos. La ha elegido padre, se llama Joko y no es de la familia. Ya hemos hecho los tratos para la dote.

Aminata recibió la noticia como una estatua de hielo. Nada hacía sospechar que en su interior el fuego de la ira le abrasaba las entrañas y le quemaba las esperanzas.

—¿Se quedará en Bakau? —insinuó, sin atreverse a hacer el planteamiento desde otra perspectiva.

Intentaba imprimir a su pregunta un aire de obviedad. Por desgracia, la respuesta no era tan obvia.

—Vivirá aquí, en casa.

Aminata calló y Abdoulieu trató de disculparse por una decisión que había tomado unilateralmente.

—Yo tenía pensado que se quedara en Bakau, pero ella quiere venir.

Aminata estaba delante de él, pero su espíritu volaba lejos, inalcanzable, mientras Abdoulieu desgranaba garantías de paz y concordia.

—Nos arreglaremos, mujer. Me han dicho que es muy trabajadora. Te ayudará con los niños y con la casa. Tú serás la muso keba y mandarás, deberías estar contenta.

Aminata regresó poco a poco a su cuerpo justo a tiempo de oír las últimas palabras de Abdoulieu. Debería estar contenta…

Pero su piso no era la muso-bun-bah, la gran casa de las mujeres, donde Joko y ella vivirían juntas y en buena armonía, ni Abdoulieu dormiría en su ke-bunkono y recibiría la visita alterna de las esposas cada dos noches.

Aminata era incapaz de imaginar el teatro que pronto se representaría en el escenario de su vida. Abdoulieu era un ingenuo si creía que la cocina, el baño y la cama eran espacios comunes que sus coesposas se cederían amablemente la una a la otra. O vivía de espaldas a la realidad cotidiana o cerraba los ojos cobardemente y se refugiaba en la comodidad del «no me interesa».

Aminata se culpaba a sí misma. Se sentía responsable por no haber establecido unos vínculos más firmes con el hombre con quien su padre la había casado hacía quince años para devolverle el honor y la respetabilidad. La convivencia en un país extranjero había cambiado sus costumbres. Las dificultades les habían unido y la complicidad ante las vicisitudes le habían hecho creer que su situación de pareja monógama se perpetuaría indefinidamente. Ahora, en cambio, Abdoulieu había traicionado su intimidad, la que habían construido juntos a lo largo de siete años de aislamiento, sufrimientos y estrecheces.

Durante dos días digirió la noticia y exploró el significado de la palabra intimidad que tanto necesitaba defender.

La doctora rubia de ojos hipnóticos le pedía que convenciera a su marido de un asunto que los hombres rehuían y que le invitara a visitar su consulta para charlar con mujeres sobre problemas de mujeres.

Su vecina Sarjo le había contado que las solimas blancas enloquecían a los hombres porque disfrutaban de su propio cuerpo y no se avergonzaban de ello.

Tal vez la intimidad que ella no había sabido encontrar con Abdoulieu, la confianza que no había existido nunca, se fundamentaba en estos principios tan sencillos como compartir el cuerpo y los secretos.

Y sintió cómo en su interior crecía el deseo de la rebeldía, el veneno latente que heredó de Rama y que años después descubría que era pura supervivencia al estilo más occidental.

Ahora ya no siente miedo por las incertidumbres. Las brumas que empañaban su futuro se han difuminado y ya puede dar un paso adelante.

Y esta noche, por primera vez en la vida, Aminata, celosa, desea conocer el cuerpo de su marido y está decidida a entregarse al amor sin reparos.

Abdoulieu es suyo, se dice, como Ousman o Fatou, como el sofá o el televisor. Joko no tiene ningún derecho a usurparle su marido, su casa ni sus hijos.

Y esta idea de exclusividad posesiva e improcedente le permite vislumbrar a un nuevo Abdoulieu, un hombre alto, apuesto, prudente y listo. El padre de sus hijos y su compañero de viaje. Un hombre que la posee en silencio, mientras ella permanece inmóvil, y al que nunca ha osado acariciar.

Esta noche descubre que el cuerpo de Abdoulieu reacciona sorprendido al contacto de sus manos y que su piel elástica tiembla de deseo bajo su lengua que lo acaricia tímidamente. Espoleada por la curiosidad, se atreve a aventurarse más allá de lo permisible y traspasa los límites de la decencia y el pudor. Se despoja de la ropa y la vergüenza y se atreve a gemir. ¿No es eso lo que hacen las tubabhs?

Abdoulieu disfruta del sexo con intensidad y la compensa con una ternura torpe, la de sus manos ásperas que exploran la redondez de sus pechos, de sus caderas, de su vientre, él tampoco conoce el cuerpo de su mujer. La excitación es contagiosa y Aminata se zambulle en la humedad dulce de un deseo nunca saboreado.

Todo es fugaz, intenso, corto, una intuición tal vez. Suficiente, no obstante, para hacerle vislumbrar las posibilidades infinitas del placer. Un placer que tal y como le había explicado didácticamente Binta, les fue arrancado junto con aquel pedazo diminuto de su cuerpo que ninguna mujer mandinga ha echado de menos.

Todo ha terminado cuando Abdoulieu se ha vaciado en su interior, como siempre, pero esta vez Aminata ha sentido la decepción del final.

Abdoulieu está a punto de dormirse y en cambio Aminata todavía está extrañamente excitada. No puede cerrar los ojos. Necesita la compañía cómplice de la pareja y, embriagada de intimidad, lo sacude con brusquedad, apasionadamente, y le ruega que no lo haga, que no se case, que no traiga otra mujer a casa porque les estropeará el matrimonio.

Abdoulieu se frota los ojos y no se lo cree, no entiende qué le está pidiendo Aminata.

—Abdoulieu, te lo ruego por nuestros hijos, ya sé que una mujer no tiene derecho a decir esto, pero te suplico que no te cases. Aún estás a tiempo. Rompe el compromiso.

—No te metas, mujer —le advierte con acritud, desprovisto de la ternura de unos minutos antes.

—Por favor, déjalo correr —insiste Aminata—. Ya estamos bien como estamos. El dinero de la dote podría ser para los estudios de Binta.

—No eres tú quien debe decidir este tipo de cosas —se defiende Abdoulieu, tan extrañado de este ataque repentino como de la seducción de que ha sido objeto un rato antes.

—Ya hace muchos años que vivimos en otro país y los dos sabemos que aquí está mal visto que un hombre tenga más de una esposa. Es ilegal —añade para remachar el clavo.

—¿Y tú qué sabes, mujer ignorante, qué es legal o ilegal? —estalla Abdoulieu, ya definitivamente desvelado.

—Soy una mujer ignorante, pero sé que no se pueden tener dos esposas y que tampoco podemos purificar a Fatou porque está prohibido y nos encarcelarían.

Abdoulieu empieza a sentirse acorralado.

—Lo que hagan con Fatou en Bakau no es de nuestra incumbencia ni de las autoridades de este país.

Aminata salta de la cama, se va hacia el comedor y vuelve blandiendo un papel que hace bailar ante los ojos enrojecidos del Abdoulieu.

—¡Estás equivocado! —dice con arrogancia.

Y olvida que a un marido no se le puede decir que se equivoca ni se le puede tildar de bobo.

—Si vas a Bakau con Fatou, antes debes firmar este papel y prometer que no la purificarás. Si no, a la vuelta, te meterán en prisión.

Abdoulieu le arranca el papel de las manos, se pone de pie, enciende la luz a pesar de Ousman, que se revuelve inquieto, y lee con dificultades. Aminata empieza a percibir su error, pero aún conserva una brizna de locura en las pupilas oscuras y lo contempla expectante, deseosa de que le dé la razón y que haga lo que ella le pide.

—¿Quién te ha dado esto? —grita de repente.

—La pediatra, la doctora de los niños.

—¿Y cómo sabía que iba de viaje?

Aminata se da cuenta de que no debía saberlo y no se explica cómo el viaje que Abdoulieu planeaba secretamente está en boca de todos. La mano se le va hacia la cabecita del Ousman que ya refunfuña, inquieto.

—No lo sé, pero ella lo sabía. Me ha convocado al ambulatorio para darme las pastillas de la malaria para Fatou.

Abdoulieu se pasea arriba y abajo como un león enjaulado y se le escapa una mueca de contrariedad cuando Ousman empieza a llorar.

De repente, en un arrebato, rompe el papel blanco en mil pedazos, como si con este gesto inútil desmenuzara las leyes de los blancos y sus imposiciones arbitrarias.

Acto seguido, sin dirigirle la palabra, recoge su almohada, una manta y se va hacia el comedor a dormir.

Aminata había previsto muchos finales. Éste, sin embargo, no se le había ocurrido.