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LOLA

El compromiso

Aminata, atenta, se concentra en el papel, pero Lola se da cuenta de que los ojos no siguen la dirección correcta y que vagan erráticos sobre las palabras. Sospecha que tiene dificultades para comprender el sentido del texto hasta que de pronto se le ocurre que quizá no sepa leer. Recuerda su desconcierto cada vez que le entrega un papel escrito y ata cabos. No puede ser, se dice, no es posible que esté ante una mujer analfabeta. Le resulta improbable dado su comportamiento educado y su mirada de inteligencia. No concuerda con el mensaje corporal de la espalda enhiesta, orgullosa, ni con la elegancia de las manos afiladas de dedos largos y volátiles —le fascinan— diseñadas para tocar el piano y vestir guantes de seda. No encaja.

No lo puede creer.

Tampoco se creyó a Alicia cuando le confesó que estaba embarazada.

—Estoy de dos faltas.

Un desconcierto frío, empapado de envidia, la invadió.

—¿Estás segura?

Una broma. Se trataba de una broma de mal gusto.

—Me acabo de hacer la prueba y no cabe duda, además, tengo unos pechos enormes.

Le miró los pechos generosos, hinchados y los imaginó rebosantes de leche. No mentía. Se quedó perpleja.

—¿Cómo ha sido?

Quería saberlo, necesitaba saberlo. ¿Por qué Alicia sí y ella no?

—Una tontería. Me saqué el DIU y… me confié.

Claro, jugaba con la posibilidad, como ella. Era eso. Se enteró y quiso imitarla. La envidia tenía una consistencia viscosa, casi compacta.

—¿Y el padre?

Alicia bajó los ojos, avergonzada, y Lola tuvo una sospecha inadecuada.

—No quiero que lo sepa.

—¿Por qué?

Le tembló la voz al formular la pregunta. No puede ser Oriol, se repetía, Alicia no le gusta, no le ha gustado nunca y Oriol no quiere hijos. La envidia era amarga, como una almendra verde que había que escupir de inmediato antes de que el veneno se expandiera por el cuerpo.

—Está casado y tiene dos hijos.

Lola se enrocó en un razonamiento perverso y absurdo. Es una mentira y quiere encubrirlo, se decía. Y la envidia la arrastró con ella, arrolladora como un tsunami.

—¿Lo conozco?

Por eso Alicia invitó a Oriol a la fiesta y le advirtió que no estaba solo. Qué ciega había estado. Se ahogaba, le faltaba el aire y un manto oscuro lo enturbiaba todo.

Alicia hizo una señal débil de asentimiento con la cabeza.

—Estaba en mi fiesta, pero no te lo pude presentar porque ya te habías ido. —De repente levantó los ojos retadora—. Se llama David y es médico de familia. Trabajamos juntos, hace dos años que nos acostamos de vez en cuando y sé perfectamente que no dejará nunca a su mujer.

¡No era Oriol! Un grito amortiguado por el silencio forzado la trastornó toda. ¡No era él! Sin embargo, su satisfacción estúpida no encajaba con el estupor de Alicia enfrentada a un dilema crucial.

—¿Qué hago, Lola? ¿Qué harías tú en mi caso?

¿Qué harías tú? La pregunta le pareció cínica. Ella ya había jugado y perdido.

—¿Quieres un hijo?

Yo sí lo quería, estuvo tentada de confesar. ¿Por qué tú sí y yo no?, estuvo a punto de reprocharle.

—No lo sé —confesó Alicia—. De verdad que no lo sé. A veces creo que sí, que lo tendré yo sola, pero enseguida me asusto y me echo atrás, como tú, cuando abortaste.

Su sinceridad la desarmó. La envidia se diluyó y le tiñó el corazón de amarillo.

—El aborto fue hace siete años pero, hará unos meses, intenté quedarme embarazada y no pude —reconoció de repente.

—¿Tú? —exclamó una Alicia desconcertada.

—Sí, quería un hijo desesperadamente, como todo lo que quiero, era una cuestión de vida o muerte —vomitó de golpe, como si estuviera en la terapia del psiquiatra.

—No lo sabía.

Alicia estaba atónita.

—Ni tú, ni Oriol, ni nadie. Por eso se marchó. ¿Tampoco lo sabías?

—¡Claro que no!

Alicia, anonadada, cargaba con la culpa. Tenía la incomodidad instalada en la voz, en la mirada, en los gestos. Lola se preguntó si era eso lo que buscaba. Castigarla, hacerla sentir mal.

—Lo siento, lo siento de verdad. Necesitaba contárselo a alguien y eres mi amiga —balbuceó la pobre Alicia.

—Ahora o nunca —la cortó resolutiva Lola.

Pero Alicia, obtusa o agobiada, no la entendió.

—¿El qué?

Lola fue clara.

—Si quieres un hijo, tenlo ahora. No pienses que más adelante será más fácil. Las condiciones ideales no existen y los años van en nuestra contra.

Ella no confió en nadie y se equivocó. Alicia era más valiente y pedía la opinión de los demás.

—Gracias. Eres muy sincera. Te lo agradezco mucho, de verdad.

Dejó que Alicia le tomara la mano y se la estrechara cariñosamente. Se conmovió al percibir su temblor. El ir y venir constante como las olas, el ahora sí, ahora no, el no puedo, pero quisiera. Conocía muy bien este péndulo de incertidumbres alimentado de deseos fugaces que duraban tan sólo un instante.

—Eres una buena amiga. Lo pensaré —murmuró antes de partir.

No era verdad. Era mentirosa y desconfiada. No era una buena amiga ni una buena amante ni una buena compañera. Tomaba las decisiones sola y sin consultar, temía al fracaso y por eso disfrazaba la cobardía de orgullo y justificaba su miedo diciendo que abominaba la compasión. Una coartada. En realidad, no soportaba perder.

—No sabes perder, haces trampas —se quejaba Oriol cuando jugaban a las cartas—. No pelearé nunca contigo. Te dejaré y ya está —concluyó un día.

Y lo hizo.

Quizá debería advertir a Aminata que es una impostora. Que se está apropiando de su puesto para influir en ella. Que no es nadie para aconsejarla ni darle lecciones de ética y moralidad.

Pero no puede dejarla a medias. Aminata espera una explicación para su llamada telefónica urgente citándola a toda prisa.

—Tu marido se va de viaje con Fatou, ¿verdad?

Lo ha repetido porque necesita que todo sea claro y ordenado, que no haya confusiones.

—Sí —ha admitido esta vez Aminata sin vacilar.

Y le ha entregado el documento que ha fingido leer.

Lola le aclara didácticamente el contenido. Por si acaso su sospecha es cierta, por si acaso es analfabeta.

—Este documento dice que Fatou está sana a fecha de hoy y que vosotros, sus padres, os comprometéis a cuidar de su salud durante el viaje. O sea, a darle agua hervida, pastillas contra la malaria y os comprometéis sobre todo a no cortarla porque podría enfermar y, como ya sabes, es una práctica prohibida aquí.

Aminata abre mucho los ojos, admirada de que el ligero documento que tiene en sus manos diga tantas cosas.

—También dice que al volver le haremos una revisión para comprobar que, efectivamente, habéis cumplido con vuestro compromiso.

Aminata sonríe complacida, ha entendido la ayuda inestimable que puede significar el documento.

—¿Ves aquí? —señala Lola con el dedo índice—. Está mi firma. Y todos estos sellos son oficiales.

Aminata lo coge con más delicadeza y respeto si cabe.

—Si las abuelas se quieren llevar a Fatou al bosque, tu marido les tiene que explicar que os habéis comprometido con las autoridades españolas a no tocarla y que si no lo cumplís, a la vuelta os meterán en prisión y no podréis enviar el dinero.

Aminata parece predispuesta a colaborar.

—¿Qué piensas?

Aminata tarda unos segundos en expresar lo que piensa.

—La madre de mi marido respeta la ley española y estoy segura de que no quiere ver a su hijo en la cárcel.

Lola se da cuenta de que ha desviado la pregunta.

—¿Y tú? ¿Qué piensas tú al respecto? ¿Estás convencida de que no hay que cortar a Fatou?

La conmueve su rotundidad.

—Binta tiene infecciones de orina, yo tengo dolores. No quiero que Fatou sufra. —Y de repente la mira fijamente—. Mi hermana, Awa, murió.

Lola se ha quedado atónita. Pero Aminata no se detiene aquí.

—Nos dijeron que si no estábamos purificadas, éramos sucias y que los hombres no nos querrían. Pero ahora, ahora no estoy segura.

Lola quiere levantarse de la silla y besarla. ¡Lo ha entendido! Ha entendido que la mutilación provoca daños, que es una agresión, que todo son patrañas.

—Me alegro de que lo entiendas. Se trata de que estés convencida y de que convenzas a tu marido para traerlo aquí. Debéis firmar los dos delante de mí.

Una sombra oscurece el semblante de Aminata.

—¿Y qué pasa con la policía?

Lola se hace la misma pregunta y se encoge de hombros. Por primera vez se muestra vulnerable.

—No lo sé, de verdad que no lo sé. Por suerte, no he tenido que recurrir nunca.

No la ha tranquilizado. Le ha dejado una inquietud que percibe cuando Aminata coge el cochecito de Ousman y maniobra con un movimiento brusco que despierta al pequeño. Lola le hace el último recordatorio.

—Es urgente, tendríais que pasaros mañana o pasado como muy tarde. Lo tengo que comunicar a otros servicios.

Y está pensando en Antonia, de trabajo social, en el instituto de Binta, en la escuela de Fatou. Ya no está sola, hay mucha gente pendiente de su mediación.

Se espera unos minutos antes de la próxima visita y celebra los buenos resultados de su gestión levantándose unos instantes, acercándose a la ventana y dejando que los ojos naveguen sobre las aguas verdes salpicadas de gris que se perfilan en la lejanía, como un cuadro de Cézanne colgado para ella sola en el museo de su egocentrismo contemplativo.

No puede negar que ha sido un éxito, se congratula.

Y acto seguido se avergüenza al descubrir que está encantada de haber ganado esta partida aunque piense de nuevo en los términos que le reprochaba Oriol.

—No es ningún juego, Lola, nadie gana ni pierde. La vida la vivimos y nada más.