AMINATA
La rival
Las llamas llegan al techo y el humo lo invade todo. Sin atender al llanto de Ousman, con el sudor empapándole la ropa y la boca pastosa, lanza una olla de agua contra los fogones, pero la humareda que provoca la ciega, le quema la garganta y a punto está de hacerle perder el sentido. Aminata sabe que es cuestión de segundos y no se amedrenta, se acerca decidida a la sartén con un trapo en las manos, lo echa encima y aprieta con fuerza hasta que consigue sofocar el fuego. Sólo entonces se da cuenta de que tiene el brazo quemado y que le escuecen terriblemente los ojos. Empieza a toser violentamente y, medio mareada por el humo espeso y negro, abre la ventana de par en par, sale de la cocina, cierra la puerta tras ella, corre pasillo allá y coge en brazos a Ousman acunándolo, llorando, ahora sí, por el miedo contenido. Un incendio, se dice, han sobrevivido a un incendio. Unos minutos más tarde y podían haber muerto abrasados el pequeño Ousman y ella.
Y se acusa en silencio de haber olvidado que tenía la sartén al fuego cuando recibió la llamada de Adama.
—Joko es mala, hermana mía. No podía callar más todo lo que sé. Joko ha dicho por Bakau que hará volver a la primera mujer de Abdoulieu y a sus hijos para quedarse ella. Hermana mía, créeme, es una mala mujer. Las muchachas jóvenes ya no tienen vergüenza y Joko es imprudente, osada e irrespetuosa. Te quiere mal a ti, la muso keba, que eres una santa.
Aminata se ha quedado con el aparato en las manos, aturdida por la noticia, y la sartén ha pasado a un segundo plano hasta borrarse totalmente de su conciencia.
—Abdoulieu no lo permitirá —ha dicho Aminata con un hilo de voz que su hermana apenas ha sabido interpretar.
—¡Creételo! ¿En qué mundo vives, hermanita? Las chicas jóvenes son maliciosas y aprenden a servirse de sus encantos. Aquí las cosas ya no son como eran. Joko ha nacido en la ciudad, ha ido a la escuela y está loca por viajar a Europa. Es una descarada, y si dice que Abdoulieu comerá de su mano, lo hará.
—¡No puede hacerme volver!
—Te estoy avisando de que lo hará. Por eso he decidido llamar a mi buena hermana Aminata, para prevenirte. Y aunque deseo con todo mi corazón tenerte aquí, quiero que sepas que Joko no te pedirá la opinión. Convencerá a tu Abdoulieu y basta.
—¡No quiero volver ahora, ahora no! —exclama Aminata, asimilando a toda prisa la nueva contrariedad que viene a sumarse a todas las demás.
¿Por qué se estropea su vida de un día para otro y se convierte en un infierno?, piensa. Y es en estos precisos momentos cuando una bocanada de humo le llena la nariz y la alerta del peligro. Aminata grita instintivamente, pura supervivencia, y sale corriendo como una loca para detener el incendio que se ha declarado en la cocina. Grita tan fuerte que despierta a Ousman y daña su garganta. Después, todo sucede muy deprisa.
De eso hace ya cerca de una hora. La casa vuelve a estar tranquila y fría. El aire helado de diciembre ha arrastrado el humo consigo y ha dejado sólo el hedor frío de aceite chamuscado. En la cocina quedan manchas en los azulejos de la pared y un buen estropicio en el suelo. Con sus carreras arriba y abajo ha ido dejando huellas por todo el piso y le espera una buena faena limpiando, pero ya ha pasado todo.
Ha apaciguado el llanto de Ousman metiéndole el pezón en la boca y arrullándolo.
—Ya está, pequeño mío —le dice al oído—. Tranquilo, bonito, que madre vela por ti —tararea con una cantinela con la que solía dormir a Binta, allá en Bakau.
Sin embargo, las palabras de su hermana le han devastado el corazón.
El incendio de las ilusiones quemadas, se le ocurre poéticamente. Si volviera a Bakau sus ilusiones morirían.
Las ilusiones de Aminata son los proyectos por los hijos, los deseos de una vida mejor, las oportunidades para abrirse camino en un mundo de occidentales. Esto es lo que la anima a abrir los ojos cada mañana. Eso y la esperanza remota de un retorno futuro.
Pero ahora no es el momento, no puede volver todavía, es demasiado joven y no tiene autoridad. En la casa de las mujeres sería la última, por detrás de todas las cuñadas, madres y abuelas. Volvería para obedecer, para trabajar y para acatar las arbitrariedades de mama N’Dei. Se estremece al recordar el nombre de la suegra que continúa recriminándole por teléfono que sea demasiado delgada y demasiado débil a pesar de que le haya dado cuatro nietos sanos. No es ni ha sido nunca del agrado de mama N’Dei, exigente, quisquillosa y tiránica.
Lo peor de todo sería convertirse en una mujer abandonada, sin marido, y perder de un plumazo toda la libertad que ha ido consiguiendo en esos seis años de exilio.
Ya lo vivió años atrás, cuando Abdoulieu se marchó a París y ella se quedó en la casa de los Marong con la pequeña Binta.
Se quedó sola en el recinto de una familia que no era la suya y se refugió en la amistad de Bintou, tan breve y fugaz como su desgracia de mujer cañalengo que, irónicamente, murió de parto. Bintou, preñada de forma sorprendente tras cuatro años continuados de esterilidad, vivió su embarazo como los ocho meses más felices de su vida, hasta que la muerte, celosa de su bondad, la reclamó a ella y a su pequeño.
Mezclada con la tristeza por la pérdida de la amiga llegó la amargura de destetar a Binta y cederla generosamente a mama N’Dei para que la educara. Aminata no asimiló fácilmente la separación de cada mañana de su pequeña que la requería a gritos y pegaba patadas a la abuela, como una bestezuela. Binta no se dejaba arrancar de los brazos de su madre, pero se tuvo que conformar, como todos los niños. Aminata marchaba cada mañana a trabajar al campo y no volvía hasta la noche, acompañada de las otras mujeres, para hacerse cargo a toda prisa del baño de su hija, de su ropa y de su cena. Binta se iba tornando arisca e imitaba a mama N’Dei y Aminata, horrorizada, temía que la suegra contagiara a su pequeña la maldad que llevaba en la sangre. Afortunadamente, mama N’Dei enfermó de los huesos y Binta pasó a manos de mama Kaddy, la tercera mujer del patriarca Marong, una mujer gruesa, crédula y bonachona que no veía tres en un burro y dejaba que Binta jugase con el agua, se metiera porquerías en la boca y se ensuciara de barro. Aminata, a sus casi dieciocho años, ya tenía carácter y criterio y de ahí los primeros roces con mama Kaddy. Pero Abdoulieu no estaba y Aminata no podía hacer como las otras mujeres que calentaban la cabeza a sus maridos en la intimidad de la cama para pedirles que intervinieran en sus pequeñas disputas. Tuvo que manejar la situación sola y aprender a actuar con mano izquierda, sin enfrentamientos ni discusiones. Siempre reprimiendo el instinto de defender a la hija, recomendándose prudencia, esperando el momento oportuno para dejar caer un comentario, una insinuación, rehuyendo el cara a cara donde tenía las de perder. A pesar de todo, no pudo esquivar la maledicencia provocada por el dinero y los regalos que hacía llegar Abdoulieu. Las cuñadas ya no eran tan amables ni protectoras. La envidia se las comía vivas y le dieron la espalda.
—Mírala, qué humos que gasta.
—Una muerta de hambre de río arriba.
—Y todo porque el marido le envía cuatro dalasis.
—Abdoulieu está en París gracias a nosotros y no a ella.
Aminata las escuchaba en silencio, los ojos bajos y la espalda encorvada. Se mordía la lengua y esperaba pacientemente el regreso de su hombre para hacerlas callar.
Pero Abdoulieu volvió con el rabo entre las piernas y su llegada fue como un jarro de agua fría, mucho peor que el tiempo de su ausencia. La familia se sintió traicionada porque en París lo habían echado del trabajo sin explicaciones. Los franceses fueron expeditivos, y de un día para otro Abdoulieu se encontró en el aeropuerto con un billete de vuelta en las manos, sin papeles y sin ahorros. Una vergüenza para el hijo aventurero que tenía que construir una casa nueva a los padres. Sin embargo, Abdoulieu ya había probado la emoción del descubrimiento y había perdido el miedo a Occidente. Y allí, en los suburbios parisinos, había oído hablar del Maresme y de sus invernaderos, donde trabajaban muchos otros gambianos. Y ése se convirtió en su nuevo reto, en lugar de tirar la toalla y reconocer su fracaso incubó el sueño de volar hacia España y empezar desde cero. Aunque antes tenía que hacerle un hijo varón a Aminata.
El nacimiento de Lamin fue una balsa de aceite en medio de la tormenta. El tiempo de la lactancia permitió a Aminata estar cerca de Binta y convencer a Abdoulieu de matricularla en la escuela de Bakau. Las satisfacciones de oír las opiniones del profesor sobre la inteligencia innata de Binta apaciguaron las reticencias de Abdoulieu, empeñado en ahorrar para comprar su billete de avión hacia Barcelona y quejoso por los gastos de la mesa, la silla, el uniforme y los libros de la escolarización de la hija. Tiras y aflojas que Aminata llevó con habilidad, como siempre, con la sonrisa perenne y trabajando dieciséis horas al día sin desfallecer. Hasta que Abdoulieu consiguió reunir el dinero para marcharse y ella, esta vez, deseó de verdad que su aventura arraigara y que la reclamara pronto.
Aminata mira atrás sin rencor. Fueron tiempos felices, no hay duda, pero llenos de baches y tropiezos. Cada cucharada de miel compensaba el regusto amargo de diez tragos de vinagre. Al año descubrió que su Lamin cojeaba y mama N’Dei puso sal en la herida diciendo que en su familia no había lisiados ni locos y que la sangre impura de Aminata, hija de Rama, les había traído la desgracia.
El deseo de partir lejos se hizo más y más intenso.
Abdoulieu desembarcó tres años después vestido con ropa occidental planchada y cara, luciendo un reloj ostentoso y repartiendo regalos a manos llenas. Llevaba una gran cartera de piel donde mostraba a propios y extraños los billetes de avión para la familia.
A Aminata se le ensanchó el corazón y quiso ignorar todo lo que vendría después. La lejanía, la extrañeza, la soledad. Lo intuyó vagamente al viajar a su casa de Tunkarakunda y abrazar, quién sabe si por última vez, al babu, a mama Mai y a Jatu. Koko y Adama, ya casadas y madres, habían iniciado nuevas vidas lejos de casa, como ella. En esa triste despedida fue consciente de todo lo que dejaba atrás y de las servidumbres de los cambios. Antes de partir definitivamente sentó a Binta y a Lamin bajo la sombra de su baobab, compartieron su fruto y saboreando su zumo agridulce les prometió que un día volverían a su tierra convertidos en personas ricas y afortunadas. Les hizo jurar solemnemente que nunca olvidarían su baobab y que lo llevarían siempre cerca de su corazón.
La sombra del baobab y la dulzura de su fruto han estado siempre presentes en sus sueños.
Sus hijos, en cambio, lo han olvidado.
Palabras vacías, vanas, difusas, promesas fruto del sentimentalismo momentáneo y del terror a abandonar los paraísos perdidos de la infancia.
A la vuelta a Bakau todo se precipitó. Los preparativos, los papeles, la ropa. Y cuando más ocupada estaba Aminata resolviendo trámites, mama N’Dei, sin consultarle, llevó a Binta a la ngansimbah para purificarla y se la devolvió cortada y herida de un odio que no cicatrizó nunca. Aún le quema en el recuerdo la mirada ardiente de la hija sobre la piel.
—¿Qué te pasa, Binta? ¿Qué tienes?
No fue lo bastante lista para intuir todo lo que vendría después.
Desde entonces han pasado muchas cosas. Demasiadas cosas. Cambios vertiginosos que no creía ser capaz de asimilar. La lengua, el tiempo, el espacio, las fisonomías pálidas y las miradas oblicuas de los tubabhs.
No ha sido fácil tampoco para Binta.
Sin embargo, tan sólo seis años después, su hija mandinga ha escrito y leído un discurso en el ayuntamiento de la ciudad donde viven, que ha dejado boquiabierto al alcalde y a las autoridades de Mataró. Su hija africana dirigiéndose a una multitud de europeos y dándoles lecciones de urbanidad y política con voz clara y dicción impecable. Su hija de la saga Marong recibiendo aplausos blancos y sacando las mejores notas de su escuela de blancos.
¿Qué hará Binta en Bakau? ¿Moler el mijo? ¿Ir al campo con las mujeres a recoger cacahuetes? ¿Atarse el pañuelo a la espalda para pasear a Ousman con la calabaza de agua en la cabeza? ¿Esperar sumisa a un marido del gusto del padre de Abdoulieu?
¿Y qué hará Fatou cortada a los seis años y convertida de repente en una criadita obligada a levantarse a oscuras para cocinar el desayuno y barrer el patio?
¿Y Lamin? ¿Correrá tras los turistas para mendigar una moneda y un cigarrillo?
¿Y el pequeño Ousman crecerá sin vacunas, sin médicos, sin saber lo que es un tren ni un ordenador?
No es fácil.
Quizá no sea el momento de volver a casa. Más adelante, cuando deje el kafo de las mujeres casadas y pueda incorporarse al muso keba kafo, el de las mujeres viejas, cuando mama N’Dei esté muerta y enterrada y nadie recuerde su nombre. Cuando Abdoulieu haya ahorrado lo suficiente para construir su propia casa familiar y no tenga que obedecer a la cuñada del primer hermano. Quizá entonces.
Pero ahora, en estos momentos, no puede volver a casa.
Todavía no.