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BINTA

La hermana

Han dicho que vendrá la prensa local, que me harán fotografías y que quizá saldrá mi voz en la radio. No los decepcionaré. No se arrepentirán de haber encargado el discurso a la negrita, que es como me llaman cuando creen que no los oigo.

A mediodía he ensayado ante el espejo leyéndolo poco a poco, vocalizando y enfatizando algunas palabras que me subrayó Vicente. Casi me lo sé de memoria. Montse, la directora del instituto, me ha recomendado que de vez en cuando mire al auditorio, dice que establecer complicidad visual con el público es la manera de metérmelo el bolsillo. Me lo he apuntado, pero no quiero que me den más consejos porque ya empiezo a estar harta. Ya han hecho suficiente y han sido muy amables corrigiéndome las faltas y cambiando el orden de un par de frases.

Vicente y Montse se ofrecieron a asesorarme para la redacción del discurso, pero el único trabajo que hicieron fue escucharme embelesados y felicitarme. No fueron nada críticos, no pusieron en duda ni una sola coma y creyeron a pies juntillas que lo que había escrito era realmente el testimonio auténtico de una africana inmigrante agradecida a la ciudad que la había acogido con amor. Se tragaron todas las mentiras que me inventé y que se notaba a la legua que eran una estafa. Les metí un gol. Vicente, con los ojos húmedos, me abrazó y murmuró que se sentía muy orgulloso de mí y que había sido su mejor alumna en muchos años. Supongo que lo decía de corazón y que sentía la misma satisfacción que sientes cuando plantas un tomate de otra especie y lo ves crecer grande, rojo, ufano. Yo era su tomate exótico.

En casa, en cambio, nadie me hace ni caso. Ya estoy acostumbrada, pero me jode. Fatou es la reina de la fiesta. Su ridícula obrita de teatro comienza a las siete, a la misma hora que nos han convocado a nosotros en el salón de plenos del ayuntamiento. Ni siquiera he preguntado si alguien me vendrá a ver, me da reparo. Dejé el sobre de las invitaciones en la mesa del comedor, a la vista de todos, para que las cogieran si querían. No quiero que se disculpen con excusas de mal pagador ni que se justifiquen explicando que se ven obligados a acompañar a Fatou que es pequeña, pobrecita. De pobrecita nada, no es ninguna criatura indefensa, tiene sus armas y se defiende bastante bien. Con una media sonrisa o una lágrima ya te ha robado el corazón. Una gran comediante que hoy tendrá su público incondicional, independientemente de que se equivoque de baile, olvide el papel o pise a un actor. Fatou conmoverá por su gracia o su torpeza y acabará siendo la preferida del público. Qué linda esa hada negrita que la pifia siempre, dirán. Fatou cae bien aunque no se lo proponga. Es un don, una habilidad que yo no he tenido nunca porque sé que ni siquiera Vicente ni la directora me quieren. Desconfían de mi inteligencia y sospechan que el día menos pensado les clavaré un cuchillo por la espalda. Y no les culpo, hacen bien, soy retorcida y les he mentido descaradamente para ganármelos.

Me he vestido con la ropa que elegí ayer y que madre planchó: la camiseta nueva, los vaqueros de estrellas y el jersey marrón. No me he detenido ni un segundo en explorarme ante el espejo. Lo hago cada día como un recordatorio de los consejos de Lola, la doctora, que me dijo que me tenía que familiarizar con mi cuerpo para conocerme y asumir quién soy. Me cayó bien porque no me compadeció y me trató como si fuera adulta, sin contemplaciones ni diminutivos. Me gustó que me mirara a los ojos y me dijera la verdad, no estoy acostumbrada. Me doy cuenta de que la mayoría de la gente esconde lo que piensa y habla con medias mentiras.

Hoy no quiero sentirme una chica mutilada. Hoy soy Binta Marong, la voz del Consejo de Jóvenes.

No ha venido nadie a verme. Ni Eric, ni Vicente, ni la directora, ni mis padres, ni siquiera Marta Cardona, que al enterarse de mi actuación me dijo que le parecía muy guay y que se pasaría. Todo el mundo tiene algo más interesante que hacer que oír a Binta Marong leyendo tonterías ante los políticos de la ciudad. El alcalde sí que estaba, y los concejales, y la prensa. Al fin y al cabo, es su ciudad y su ayuntamiento. Quien sobraba era yo, lo he sabido por Adrián Molins y sus padres, unos mataronenses de toda la vida que me miraban mal. Se sienten ofendidos porque he usurpado el lugar a su hijo a pesar de ser negra, inmigrante y tener unos padres medio analfabetos.

¡Que se jodan!

El tiempo, hasta que me ha tocado el turno, se me ha hecho larguísimo. Los minutos parecían eternos, de ciento veinte segundos. Estaba nerviosa y pendiente de todas las tonterías que decían unos y otros por miedo a que me pisaran mi discurso.

Por fin, después de muchas frases vacías, colocadas aquí y allá para llenar intervenciones aburridísimas y autocomplacientes, me han invitado a hablar en nombre de todos los jóvenes del Consejo. Me he levantado de un salto y he ido hacia la tarima con miedo de tropezar por las escaleras y hacer el ridículo antes de tiempo. Pero he llegado sin problemas. Con calma, he puesto el micro a mi altura, he dejado el papel encima del atril y con voz clara he empezado a leer mi discurso, decidida a demostrar a todos que Binta Marong no es una idiota mutilada.

—Señor alcalde, señores concejales, autoridades, me han pedido que hable en nombre de todos los jóvenes de esta ciudad. Un gran honor y una gran responsabilidad. No es nada fácil para mí, como pueden comprender, meterme en sus pieles, escuchar a sus corazones y hablar con su acento. Pero lo intentaré.

»Vine de un país muy lejano ahora hará seis años y al llegar a Mataró descubrí, con mis ojos de niña, una ciudad europea, moderna y amable. Desde el primer día me sentí bien. Me gustaba tener el mar tan cerca, oír el rumor de las olas y disfrutar de los juegos en los parques con palmeras. Aprendí las lenguas del país en la escuela e hice amigos enseguida. En ningún momento me sentí recién llegada ni extranjera. Me acogieron bien y pronto fui una más, una compañera, una alumna, una chica de Mataró.

»Aquí he aprendido a leer y a escribir, a dibujar, a nadar, a jugar a baloncesto y a utilizar internet. Los chicos y las chicas de Mataró tienen la suerte de tener buenas escuelas, buenos médicos y una ciudad acogedora con unos políticos que se preocupan por ellos, puesto que los escuchan y les piden la opinión.

»Los jóvenes hemos opinado que queremos renovar nuestro centro juvenil abriendo una nueva sala de ordenadores, que queremos una pista de skate para no tener que ir a Barcelona cada sábado, y cursos de teatro y clases de baile para pasarlo bien los fines de semana. Los jóvenes sabemos que todo esto son pequeños detalles que se podrán arreglar con tiempo y dinero.

»Lo verdaderamente importante es que nuestro futuro depende de nuestro hoy y que estamos en buenas manos. Nuestros profesores son personas generosas y sabias que nos contagian las ganas de aprender, nuestros médicos cuidan de nuestra salud y nuestros políticos procuran que tengamos bibliotecas, campos de deporte, parques y asociaciones juveniles.

»Se lo agradecemos sinceramente. A todos ellos les decimos que con su colaboración han ayudado a nuestros padres a educarnos y a hacer de nosotros hombres y mujeres con muchas oportunidades. Tenemos un tesoro que quizá muchos de mis compañeros no saben apreciar porque no han comparado nunca. Yo sí. Las oportunidades de los jóvenes de Mataró no son las mismas que las de los jóvenes de Bakau, la ciudad donde nací.

»Podremos ser lo que nosotros queramos. Nuestro deber es no perder estas oportunidades y convertirnos en adultos responsables. Un día no muy lejano seremos ciudadanos con voto y votaremos a nuestros políticos o quizá nos sentaremos en la silla de los concejales.

»En cualquier caso, amamos y amaremos siempre a Mataró, nuestra ciudad.

Tal y como me esperaba el salón de plenos ha retumbado de aplausos. Cada uno ha oído lo que quería oír y todos han quedado satisfechos.

Hipócritas.

Son tan hipócritas como yo, que he dado la campanada para hacerme querer y para que digan: qué crack la negrita.

No me importaría que me encargasen escribir un discurso para el instituto, que me invitaran a la televisión local o que me hicieran una entrevista en los diarios. No esquivo el protagonismo, me trago la vergüenza, piso fuerte y disfruto del momento. Me ayuda a sentirme aceptada. Yo les he hecho la rosca a conciencia, ellos no, ellos están convencidísimos de que son buenos políticos, buenos médicos, buenos profesores y que los inmigrantes se lo debemos todo porque vivimos de becas y de compasión. Olvidan que mi padre trabaja por un salario ridículo y que mi madre compra en sus tiendas y que gracias a nosotros no han cerrado las escuelas y los ginecólogos y los pediatras continúan teniendo trabajo.

No quiero ser injusta y reconozco que hay buenas personas, pero a mí me han hecho sudar tinta y no me lo han puesto nada fácil. Todo lo que he conseguido ha sido por mi tozudez. Lamin y Fatou son harina de otro costal. No acabarán los estudios y engrosarán las cifras de jóvenes desempleados. Quizá Lamin se haga de una pandilla callejera y Fatou quede preñada antes de los dieciséis. No quiero ser mala, sólo realista. ¿Qué se puede esperar de un sueldo precario de miseria, de una madre analfabeta y de un padre ignorante?

Y al levantar los ojos la he visto erguida en la última fila, con la sonrisa ancha que la ilumina toda y que la hace especial, mágica. Resplandecía con su fannou de colores llamativos y con el tocado de fiesta que se pone una vez al año. Se ha vestido para la ocasión, para ir a oír a su hija mayor al salón de plenos del ayuntamiento.

Se me ha hecho un nudo en la garganta de la emoción.

Hemos salido caminando de la sala la una al lado de la otra. Ya soy casi tan alta como ella, pero no tengo su elegancia. La he imitado en la forma de caminar, de levantar la cabeza, de sonreír sin miedo. Me he sentido orgullosa de que la gente se girara para dejarnos pasar y que reflejara la admiración que les causaba mi madre con miradas elocuentes hacia ella y palmaditas en la espalda para mí y mi discurso. Hacíamos una buena pareja, la belleza de la mano con la inteligencia. A mí me han dicho muchas veces que soy inteligente, pero no sé qué se siente cuando se es tan bonita como madre. Lo has hecho muy bien, me ha felicitado de todo corazón. Sabes hablar en público con mucha soltura y no parecías nada nerviosa, ha insistido. ¿Adónde vamos?, le he preguntado al fijarme que seguíamos un itinerario diferente del que nos lleva a casa. A ver el final de la actuación de Fatou. Ya casi está a punto de acabar y le he prometido que pasarías a verla, tu hermana pequeña está muy preocupada porque no te ha podido ver a ti. ¡Mentirosa, es una mentirosa!, he saltado rápidamente. Madre no ha estado de acuerdo. Te equivocas, Fatou te admira muchísimo y te quiere con locura, eres tú quien la rechazas. Y, entonces, me ha salido de dentro hacer de acusica. No es verdad, me espía, aprovecha la más mínima ocasión para charlar todo lo que hago y dejo de hacer. Cuando me vio con Eric le faltó tiempo para contártelo. Os vi yo desde el balcón, ha dicho madre muy seria. Fatou juró y perjuró que no sabía nada. La he creído. No quería sacar el tema de Eric, pero ha acabado saliendo. No he conseguido olvidarlo, aún estoy enamorada y sueño con él por las noches aspirando el aroma de su lápiz mordisqueado. No salgo con él ni somos novios ni nada de nada, me he sentido obligada a decir en voz alta para llenar el silencio de madre. Mejor, ha respondido lacónica, insinuando que en estos momentos este tema no le preocupaba, que tenía otras cosas más importantes.

Hemos llegado a la hora de los aplausos. Padre y Lamin nos guardaban sitio, pero no nos ha dado tiempo a sentarnos, el público estaba en pie, aplaudiendo enloquecido, silbando y gritando. Natural. Eran los papás y mamás de las criaturas disfrazadas de flores, de estrellas y de conejos. Y la más aplaudida, sin duda, ha sido Fatou. El teatro se venía abajo y la gente, risueña, comentaba lo graciosa que había sido la actuación del hada negrita. Previsible. Hasta estaba Lola, la doctora, que ha cumplido con su juramento. No me lo podía creer, incluso ella se ha dejado robar el corazón por Fatou. Entonces, su profesora, la directora de la obra, ha aparecido con un ramo de flores para ella, Fatou superstar, y le ha preguntado si quería decir unas palabras convencida de que rechazaría la oferta. Pero Fatou no se ha cortado ni un pelo, ha cogido el micrófono y con su vocecita de ratoncillo capaz de enternecer a un corazón de hierro ha dicho bien claro: este ramo es para mi hermana Binta que hoy ha leído un discurso en el ayuntamiento y no lo he podido escuchar. Es muy lista y me ayuda mucho con los deberes de la escuela.

No me lo esperaba. Ciertamente, me ha dejado planchada. ¿Lo ha dicho de verdad o sólo para quedar bien con el auditorio? He levantado los ojos y la he visto moviendo su manita hacia mí, contenta, cariñosa. Me he ablandado como una tonta y se me han llenado los ojos de lágrimas. No, ella no, Fatou no ha aprendido a fingir todavía. Ella lo ha dicho de todo corazón. La hipócrita soy yo que estoy saturada de odio y de rencor. Basta, me he dicho a mi misma, ya basta de recelos y desconfianzas. Ha venido hacia mí, con los ojos brillantes y rebosante de felicidad, me ha ofrecido el ramo de girasoles amarillos y la he abrazado muy fuerte, hasta que ha gritado, medio en broma medio en serio, que la estaba aplastando. He sentido una tibieza dulce, la misma que me produce el tacto de la arena de la playa o el rumor de las olas en la noche. Le he acariciado la mejilla regordeta y Fatou ha abierto los ojos y ha exclamado: te quiero. Yo también te quiero, Fatou, le he contestado. Te diré el secreto mío y de padre, ha soltado, entusiasmada por mi amor repentino y deseosa de complacerme. Yo ya ni recordaba el asunto del secreto, pero me he agachado a su altura para escuchar atentamente las palabras que depositaba ansiosa, impaciente, dentro de mi oreja. Iremos de viaje él y yo a Gambia y las abuelas me prepararán una fiesta donde bailaré y tendré regalos. Cuando vuelva ya seré una mujer como tú y madre.

Me he quedado sin aliento.