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AMINATA

La inmigrante

Binta ha salido de la consulta de la médica con los ojos brillantes y una sonrisa intuida que hacía tiempo que escondía. Le ha venido bien charlar, desahogarse y sentirse escuchada. Aminata la ha animado a abrir su corazón muerto y lleno de rencor a la maga de ojos azules, y Binta ha resucitado y ha regresado al mundo de los vivos. Sólo necesitaba una brizna de esperanza. Liberarse de las palabras que duelen aligera la pesada carga de los silencios. Es bueno compartir, es bueno delegar, es bueno abandonarse en manos de otro confiando que sabrá decidir en nuestro nombre. Ahora parece serena y resignada. Ha pasado su duelo sobrellevándolo con dignidad.

Aminata, acertadamente, prefirió dar un paso atrás y empujar a Binta hacia la solima de ojos hipnóticos. Es consciente de que su ignorancia no satisface la curiosidad infinita de su hija. Por eso ha actuado con generosidad y ha cedido su lugar a una persona que habla el mismo lenguaje que Binta.

A ella también le pesa la losa de sus secretos. Empiezan a ser demasiados y ya no puede aducir desconocimiento. No ha dicho a nadie que Fatou viajará a Gambia, pero aún callándolo le pesa. Ella acata las leyes, pero ¿cuáles? ¿Las leyes de los mandingas o las españolas?

Tal vez hubiera preferido no saber, continuar en el limbo y mirar hacia otro lado, ciega y sorda. Lo peor es que se hace preguntas y se pregunta si tiene derecho a cortar a Fatou sin su permiso. Y desconoce la respuesta, todo ha perdido valor y su vida no funciona como antes. Es como si la rueda de la rutina se hubiera oxidado y ya no girara naturalmente. Le falta el empuje de la fe y en lugar de actuar piensa y vuelve a pensar en un acto de repetición inútil porque no avanza y siempre está detenida en el mismo sitio. Atrapada en sus contradicciones. No se cree que la médica de ojos de mar sea una mujer sucia, no se cree que los hijos de las mujeres impuras mueran al nacer ni que los hombres no las puedan poseer porque su clítoris crece demasiado y se lo impide. No cree que su sacrificio y el de su hija tengan un sentido claro.

Recuerda que Sarjo, a diferencia de ella, es mujer de convicciones firmes, y Aminata, a la primera ocasión, llama a su puerta para ofrecerle unos cacahuetes recién cocinados y contagiarse del entusiasmo de su vecina. Sarjo la hace pasar y la invita a sentarse un rato porque su marido está dormido y se aburre. Justo lo que Aminata buscaba, un poco de intimidad. Y saca el tema como si se tratara de un chisme más. Un comentario sin importancia.

—He oído decir que las mujeres tubabhs no están purificadas. ¿Qué sabes?

Sarjo ha ido acumulando la rabia a puñados y ahora la saca a paladas. Vomita sobre Aminata todas las tonterías que ha oído sobre la vida escandalosa de las solimas impuras.

—Son lujuriosas, les gusta el sexo y buscan descaradamente a los hombres. No se conforman con los europeos, ahora han echado el ojo a los africanos y nos los roban con codicia porque son guapos. Y ellos, los muy bobos, se dejan engatusar y terminan en la cama de las tubabhs impuras que paren niños de color café con leche y les hacen lavar los platos.

Aminata la detiene, está desconcertada.

—No lo entiendo. No entiendo cómo a los hombres les pueden gustar las tubabhs.

Para Aminata las mujeres blancas son blandas y difuminadas.

Entonces Sarjo exclama.

—Hechizan a los hombres seduciéndolos en la cama.

—¿Y a los hombres les gusta ser seducidos? —suelta asombrada Aminata.

—¡Claro! Son tan tontos que los vuelve locos oír los gritos de placer de una solima desnuda que pone los ojos en blanco y se contonea libidinosamente como una serpiente. Las blancas siempre están en celo y los mandingas pierden la cordura, la poca que les queda, y dejan la dignidad en sus camas.

A Aminata le tiemblan las piernas. No se lo esperaba, es la gota que colma el vaso. Sarjo masculla que las tubabhs son tan desvergonzadas que se tocan ellas mismas, como hacen los hombres, pero Aminata ya no la escucha. Se ha quedado reflexionando sobre una revelación inesperada.

—¿Quieres decir que los hombres prefieren a las mujeres impuras?

No hace falta ni que Sarjo conteste con la convicción que la caracteriza, su rictus de contrariedad es más que suficiente. Detrás de su ira esconde la misma frustración que Aminata.

¿Por qué las cortaron, entonces?, se preguntan en silencio, cada una a su manera, sin compartir más confidencias, avergonzadas por haber ido tan lejos.

Aminata, otra vez, se culpa por haber querido saber demasiado y regresa a casa mareada y con las rodillas temblorosas. Tropieza dos veces en las escaleras y se tuerce un tobillo. Pero no le duele, es una ligera molestia, soportable si lo compara con la quemadura al rojo vivo de su descubrimiento.

No lo entiende. Se esfuerza pero no lo puede entender. No entiende absolutamente nada. Y es consciente, esta vez sí, de que está siendo aspirada vertiginosamente por una espiral oscura que la engulle y la conduce hacia las profundidades del pozo donde cayó de joven. Experimenta el mismo deseo de abandonar su cuerpo mutilado y dañado por tantas ignominias. Pero ahora tiene hijos, tiene responsabilidades de madre y no puede huir de su naturaleza terrenal desprendiéndose de ella como un espíritu libre. La oscuridad la llama y aunque quiere resistirse al malévolo influjo de la muerte no encuentra la manera y se agarra al único consuelo que le queda. Ella no es de este mundo, vive en un mundo de tubabhs y no pertenece a él. Su tierra está lejos, al sur, bañada por su río, empapada de luz y de sol, regada por la lluvia y fructificada con plantas hermosas y frutos sabrosos. Su tierra es la tierra de los baobabs, los manglares y los jenbés y algún día regresará a ella para morir.

Ésta es su única esperanza.

Se dio cuenta de que no era su casa ni lo sería nunca al llegar a Barcelona. Nada más bajar del avión, con Binta cogida de la mano y el pequeño Lamin a cuestas, un hombre blanco la empujó y la increpó en una lengua desconocida. El recibimiento fue una bofetada fría. Era invierno y su aliento se congelaba al contacto con el aire. Dentro del taxi que los llevó a Mataró, acurrucada junto a Abdoulieu, iba contemplando, amedrentada, los edificios altos, altísimos, gigantescos, que tapaban la luz y oscurecían las calles llenas de coches y autobuses. No le gustó nada su piso pequeño y sórdido que olía a cerrado y era tan alto que si miraba abajo desde la ventana del comedor se le revolvía el estómago y le temblaban las piernas presa de un ataque de vértigo. Por las noches soñaba que Binta o Lamin caían y que ella corría en vano por aquel pasillo estrecho y nunca llegaba a tiempo de alcanzarlos.

Estaba tan asustada por las caras pálidas e impenetrables de los extranjeros, todas iguales, todas repetidas, y su lengua áspera e incomprensible, que se negó a salir a la calle. Pasó a un mes encerrada a cal y canto, temblando de frío y llorando como una tonta cada vez que Abdoulieu salía por la puerta y la abandonaba con las dos criaturas pequeñas en medio de la nada civilizada. Se pasaba el día asustada, temblando como una hoja al oír el más pequeño ruido en el rellano de la escalera, temiendo que de un momento a otro se abriera la puerta y apareciera un demonio extranjero. No quiso ni bajar al parque, aunque los niños pedían salir a la calle y necesitaban desahogarse. Abdoulieu, al volver cada noche cargado de comida y paciencia, sacaba a Binta y a Lamin a tomar el aire para que no enfermaran.

Un domingo soleado, después de hacerse de rogar, o quizá para evitar una disputa, aceptó bajar a la calle de la mano de Abdoulieu: los niños salieron alborotando ante la perspectiva de saltar y jugar. El sol y las risas de Binta y Lamin le curaron el miedo y ese día se atrevió a mirar a la cara de los occidentales que se cruzaban en su camino. Hasta que reconoció un matrimonio como ellos, de rasgos africanos y ropas gambianas. Se acercó, decidida, y preguntó de dónde venían. Resultaron ser de Brikama, unos inmigrantes como ellos con más de cinco años de veteranía en Mataró. Estuvieron charlando un buen rato y la mujer la reconfortó reconociendo que al principio le había costado mucho adaptarse, pero una vez había aprendido los rudimentos de la lengua y se había visto con ánimos de ir a comprar sola se había envalentonado. Le sirvió de consuelo, pero no fue suficiente para levantar cabeza. Aún sufrió meses de tristeza y reclusión.

Los inicios fueron difíciles. El invierno, especialmente frío, le heló el corazón y tuvo miedo de no sobrevivir, de marchitarse como una flor expuesta a las inclemencias de una climatología y un paisaje hostiles. Binta fue el empujón que necesitaba para hacerla levantar de la silla y enfrentarse al mundo. Por decisión de Abdoulieu, Binta comenzó la escuela enseguida, lo que obligó a Aminata a llevarla arriba y abajo cuatro veces al día. La niña, con siete años, chapurreó la lengua en un santiamén, pronto la acompañó a hacer encargos y le enseñó las cuatro palabras que necesitaba para comprar arroz y aceite en las tiendas. Binta, rápida como un águila, aprendió a leer y a escribir y le traducía los rótulos de las calles y las etiquetas de los víveres. Binta se convirtió en sus orejas y sus ojos, y a fuerza de hacer tantas veces el camino de la escuela a casa y de casa a la escuela Aminata se familiarizó con el ruido de los motores de los coches, el cemento gris, los adoquines agrietados y los plátanos amarillentos. En la puerta del viejo edificio escolar conoció a otras madres gambianas que la aleccionaron sobre las cuatro cosas que necesitaba saber para desenvolverse. Le hablaron de los mercados donde podría encontrar ropa barata, de las tiendas donde tenían productos de su tierra, de las ayudas que tenía derecho a pedir al ayuntamiento y bienestar social y de los médicos que debía visitar. Charlas de mujer que le iban dando pistas y orientándola en el laberinto del inmigrante recién aterrizado en un planeta desconocido. El corazón se le iba ensanchando a medida que los brotes de los árboles verdeaban y los rayos de sol calentaban su alma. La primavera apuntaba y ella floreció, como los geranios y las margaritas. Y un día se atrevió y llamó a la puerta del doctor Vilalta que la atendió con amabilidad y que después de visitar a los niños decidió que debían operar el pie de Lamin para que pudiera caminar con normalidad. Ella no lo entendía y tenía que ir acompañada de Abdoulieu que provocaba malentendidos porque chapurreaba todas las lenguas y ninguna en concreto. Esto fue al principio, cuando se sentía una forastera y vivía melancólica y asustadiza.

El embarazo de Fatou significó un antes y un después. Se quedó preñada a principios del verano, le encontraron anemia y la obligaron a acudir al médico tan a menudo que Abdoulieu agotó todos sus permisos. No tuvo más remedio que tragarse los recelos, hacer el esfuerzo de memorizar el puñado de frases protocolarias que necesitaba para explicarse y enfrentarse sola a aquel mundo de locos donde la acribillaban a preguntas tan absurdas como qué día exacto había sido su última menstruación o cuántos años tenía. Entendió que los occidentales no se conformaban con sus respuestas sobre la fase de la última luna y su pertenencia al kafo de mujer casada, sino que querían otras más acordes a su forma cuadriculada de pensar; pedían días, horas, minutos, años. Estaban obsesionados en contarlo todo, en numerarlo, en registrarlo. Afortunadamente, en el ambulatorio le ofrecieron la ayuda de una mediadora que se inventó los años que tenía, la reprendió por su reclusión, le recomendó comprarse un televisor para aprender a hablar y la invitó a mirar a los ojos de los tubabhs con el orgullo de una mujer mandinga.

No la olvidó nunca.

Ahora ya entiende la lengua, se ha habituado a las fisonomías pálidas y las distingue con claridad, tiene reloj que mide las horas y los minutos y entiende la complicada forma de pensar de los occidentales.

Ahora sabe que no es una de ellos ni lo será nunca.

Su lugar está en su casa de Tunkarakunda, bajo la sombra de su baobab, al abrigo de las prisas, los ruidos, los coches y de las leyes excesivas.

Su lugar está en la muso-bun-bah, en la casa de las mujeres.

Y, de pronto, recuerda que las mujeres de su tierra, como mama Mai, Adama, Koko y Jatu, comparten al marido y cortan a las hijas.

Y se le revuelve el estómago.

Ya no sabe quién es.

Ya no sabe de dónde es.