LOLA
La paciente
Binta, sentada ante ella, le pregunta con una seriedad impropia para su edad si, tal como ha leído, nunca sabrá lo que es un orgasmo.
No rehúye el término. Lo pronuncia con claridad y sin vergüenza, con la convicción adolescente que va aparejada a la osadía. Lola intuye que no quiere provocar, que sólo indaga en su propia angustia. Probablemente, la palabra orgasmo sea un concepto nuevo, despojado de sentido, del que nunca había oído hablar, y que de pronto ha adquirido una importancia capital porque le ha sido negado. Motivo suficiente para la rebelión que, a buen seguro, llegará después de la curiosidad. Ahora se la comen las ganas de saber y entender.
Lola la trata con respeto y se dirige a ella como si fuera adulta. No tiene que hacer ningún esfuerzo especial. Es lista y rápida como un lince. Durante el tiempo que han estado junto a la madre y los hermanos pequeños, se ha comportado con la misma discreción que una estatua. Inmóvil, ausente, hermética. Incluso Lola ha olvidado su presencia, a pesar de las limitadas medidas del pequeño consultorio, y sólo ha tenido ojos y manos para Fatou, tan simpática y zalamera como la recordaba.
—Seré el hada en la función de Navidad de la escuela. ¿Vendrás a verme?
Ha sido una invitación tan inusual, tan espontánea que se le ha hecho un nudo en la garganta.
—Si puedo iré, claro que sí. Seguro que lo harás muy bien.
—Bailo y canto, pero tengo miedo de tropezar y caerme de morros en medio del escenario.
Se ha reído. No lo ha podido remediar y se ha reído. Aminata también reía. Fatou hace reír, por su ingenuidad capaz de desarmar a un ejército de cosacos.
—Ensaya mucho y ya verás como no te caes.
Binta callaba mientras ella palpaba el vientre de la niña de seis años y echaba un vistazo discreto a sus genitales. Intacta, tal y como le aseguró su madre.
—¿Comes de todo?
—En el cole pido para repetir macarrones, pero no me dejan. Me comería diez platos de macarrones. El día de mi cumpleaños madre me ha prometido que me dejará comer todos los macarrones que quiera.
Lola le revuelve el cabello cariñosamente. Es imposible no mostrarse cariñosa con una criatura como Fatou.
—También tienes que comer verdura, fruta, pescado y leche.
—A mí me gusta el pescado sin espinas. Si tiene espinas, me puedo morir, ¿verdad, Binta?
Binta no le ha respondido y la mueca de decepción de Fatou ha sobrevolado unos segundos en su rostro hasta ser rápidamente sustituida por una sonrisa pilla.
—Una vez, Lamin estuvo a punto de morirse porque se ahogó con una espina. ¡Lo juro!
—Las mandarinas y las espinacas no tienen espinas. Quiero que jures que las comerás —la ha desconcertado Lola, juguetona y de repente con ganas de hacer frente a la pequeña farsante.
—Te lo juro —ha asegurado con desparpajo de profesional de la mentira. Sin pestañear.
—Pues yo te juro que te iré a ver a la obra de teatro.
Y Fatou le ha dado un beso en cada mejilla. Unos besos traviesos, juguetones, sinceros.
—Estoy muy, muy contenta. —Y lo decía en serio.
La ha conmovido.
—Ten. Éste es para ti y éste para tu hermano pequeño.
Y le ha regalado dos bastoncillos de madera, los que suele utilizar para abrir bocas y sujetar la lengua contra el paladar, que han sido recibidos con el mismo entusiasmo que si fueran onzas de oro de un tesoro pirata.
Ha cumplimentado la ficha y ha comentado con Aminata el buen estado de salud de Fatou con percentiles altos de peso y altura. Ha sido entonces cuando Aminata ha aprovechado para preguntarle si podía responder a unas preguntas de Binta y, con la discreción que la caracteriza, ha desaparecido silenciosamente. Ha salido del consultorio con Fatou agarrada de una mano, empujando el cochecito con la otra y cerrando la puerta tras de sí con suavidad de seda.
Binta, una vez solas, se ha crecido. Lola se percata de que domina las distancias cortas y adivina que las largas también. Es una chica poderosa que no se parece en nada a aquel animalillo desconfiado que conoció un par de meses atrás. La mira directamente a los ojos y en la oscuridad de su pupila, profunda y antigua, lee el orgullo de quien rechaza ser compadecido.
Como ella.
Binta se explica con aplomo. Reconoce que ha leído bastante y que ya sabe lo que le hicieron. Su pregunta es clara y concisa.
—¿Puedo tener orgasmos?
Lola se siente superada.
—No soy sexóloga y sinceramente no sé si puedes tener o no orgasmos.
Binta no se conforma con las evasivas. Lo lee en su mirada terca que le obliga a concretar.
—El cuerpo de la mujer tiene muchas zonas erógenas y sensibles a los estímulos, pero —acaba reconociendo— tu capacidad orgásmica está disminuida.
No quiere ser implacable, pero tampoco compasiva ni complaciente. No puede engañarla, ella le está exigiendo sinceridad. Y, sin embargo, intenta suavizar la sentencia y ofrecerle alternativas.
—Lo importante es que tú misma intentes conocer tu cuerpo, las respuestas a tus caricias y que vayas encontrando todo aquello que te hace sentir placer.
Binta parece extrañada. Tal vez no acaba de creerse lo que le está proponiendo.
—La sexualidad es natural en los humanos y los animales, pero la reprimimos. Las exploraciones de los niños y las niñas son instintivas y sirven para conocernos mejor. Debemos ser como niños y tocarnos para saber qué nos gusta y qué no…
Mientras lo dice recuerda el puritanismo de su madre Carmiña, su obsesión por inculcarle que el sexo de la mujer era feo y que no se debía mirar ni tocar.
Binta traga saliva.
—¿Masturbarme?
—Exactamente.
Binta baja de inmediato los ojos, avergonzada. Lola se da cuenta de su pudor al proponerle una receta impúdica.
—No soy experta en este tema, ya te lo he dicho, pero creo que lo mejor que puedes hacer es descubrirte tú misma. Piensa en algún chico que te guste e imagina dónde querrías que te acariciase y cómo.
Binta ha perdido la agresividad. Quizá porque se da cuenta de que no puede recibir ayuda de los demás y que debe encontrar las respuestas por sí misma. ¿Esta soledad será la pauta de un sexo futuro monologado, sin interlocutores?, parece preguntarse.
Lola la compadece. Su descubrimiento ha sido desalentador, puede tocar su frustración.
—Preguntaré —suelta impulsivamente.
Un impulso contrario al que la empujó a ir a ver a Oriol. Un impulso sanador, restitutivo. Quiere devolver a la muchacha parte de lo que le ha sido robado. Al menos la verdad, su verdad. Todo el mundo tiene derecho a saber, se dice. Y en este mundo se incluye ella.
Y le coge la mano en un gesto espontáneo y cómplice.
—Sé que lo estás pasando mal, pero no estás sola.
Binta tiene la mano delgada, frágil, casi escurridiza, como un pajarillo a punto de echarse a volar. Le confía la mano porque desea ser protegida y recorrer ese camino bajo sus alas.
—Te ayudaré —le dice cariñosamente.
Ha ido más allá entusiasmada por el afecto de Fatou, por la confianza de Binta, por la fidelidad de Aminata.
Binta respira hondo, aliviada. Lola conoce esta reacción de los pacientes cuando le transfieren la responsabilidad de su cuerpo. Sabe hacerlo, es su trabajo, pero a veces, como ahora, lo hace de todo corazón y se reconcilia con la profesión.
—Y ven a verme siempre que quieras —añade ya en la puerta, sin abrazarla porque teme que sea un exceso de proximidad.
Apenas despide al último paciente, llama de inmediato a la doctora Geuder, con la impaciencia de quien tiene un asunto entre manos, y se sorprende a sí misma explicando con todo detalle el caso de Binta y Fatou y pidiéndole asesoramiento para conducir adecuadamente la situación. La antropóloga Geuder se disculpa por estar fuera y le promete enviarle a una trabajadora social con mucha experiencia.
Lola vuelve a casa a paso ligero, decidida a conectarse y a buscar en la red la información que no ha podido dar a Binta. Tal vez existan asociaciones, terapeutas, especialistas. No confía en absoluto en la respuesta de Lucía Geuder. La ha notado lejana, en otro mundo, abducida por la mundanidad y el espejo público.
Sin embargo, a la mañana siguiente, puntual y eficiente, como salida de una fantasía germánica, se presenta en la consulta Antonia Barril, jovencita, menorquina, cabellos rubios, falda étnica y convicción.
—Geuder me ha llamado y me ha dicho que era urgente.
Aunque la cafetería de la esquina huele a calamares y croquetas, se refugian en la mesa cerca del ventanal y se abstraen del alboroto de los que desayunan con cerveza comentando las últimas jugadas del Barça. Dos cafés con leche, dos cruasanes y un montón de papeles sobre la mesa de formica es más que suficiente para parapetarse tras esa pequeña intimidad.
—Lo más importante es el trabajo continuado en el tiempo. Cambiar la mentalidad de las personas requiere tiempo y paciencia. No se puede dar la vuelta a las cosas en un día y poner boca abajo todo aquello que estaba boca arriba.
Lola moja su cruasán y lo mordisquea. Lo nota extrañamente dulce, reblandecido por la tibieza de la leche y el azúcar. Se pregunta si tiene que ver la proximidad de la cantinela menorquina de Antonia salpicada de fricativas sonoras y caricias de sol de playa. Se le ocurre que la calidez de la lengua es similar a un cruasán.
—De todas formas —plantea Antonia, ofreciéndole un documento—, sería necesario que explicaras bien a los padres que existe este compromiso de no mutilación. Es necesario que lo firmen y que se comprometan a no mutilar a su hija.
Lola lo coge, lo hojea y sin querer lo mancha de aceite.
—Perdona.
—No te preocupes, tengo más.
Y con eficiencia europea le ofrece otro, exactamente igual, pero impoluto.
—Resulta muy eficaz cuando se sabe que habrá un viaje. En este caso, los padres firman que tienen que volver con sus hijas intactas, tal y como manda la ley española.
—¿Y funciona?
—Habitualmente sí. Es un compromiso y es simbólico, pero el papel tiene una gran fuerza de convicción. Y los sellos oficiales. Y las firmas. Allá, en su casa, les sirve de coartada para explicar a las ancianas que al regresar irán a parar a la cárcel si sus hijas no están enteras. Los exime de responsabilidades. Si ya están convencidos previamente, resulta muy efectivo.
—¿Y si no lo están?
—Si tienen miedo por las consecuencias penales de la mutilación pero se sienten obligados a practicarla, dejan a sus niñas con las abuelas.
Lola hace esfuerzos por imaginar a Binta o a Fatou en una Gambia que no conocen.
—Es terrible.
—Por eso procuramos que estén convencidos al cien por cien. No actuamos como la policía.
—¿La policía?
Antonia se explaya.
—¿Has oído hablar de Nuria Campos y de su equipo?
Lola asiente. La doctora Geuder la puso sobre aviso. Entendió que eran enemigas irreconciliables.
—Primero acusan y luego preguntan. Se presentan con uniformes, con pistolas, con la ley en la mano y la amenaza de la cárcel. Son medidas contraproducentes y crean rechazo entre la población. No se puede criminalizar a una madre.
Lola recuerda a su policía y le viene a la cabeza el recuerdo de unas manos peludas, un acento de Hospitalet y una muñeca ancha. Siente curiosidad por ese nombre que ya empieza a serle familiar.
—¿Conoces personalmente a Nuria Campos?
Antonia tuerce el gesto.
—Es increíble. Admito que es una mujer increíble que cree en su trabajo y eso la hace muchísimo más eficaz. Pero sabemos que el número de niñas que son devueltas de forma clandestina a África por las familias ha aumentado mucho los últimos años.
—¿Qué quieres decir?
—Las estadísticas cantan. La población senegambiana femenina de Girona menor de dieciséis años ha disminuido un treinta por ciento. Saca tus propias conclusiones.
—Échame una mano.
—Psicosis de miedo. Los padres se asustan por las campañas agresivas, orquestadas de cara a la galería y por los medios de comunicación, y a la primera de cambio dejan a sus hijas en Gambia. Todo ello provoca un efecto contrario del que se pretende.
—Hecha la ley hecha la trampa —reflexiona Lola.
—Probablemente todos queremos lo mismo. La diferencia está en cómo se actúa —resume a la perfección Antonia.
Lola, definitivamente implicada, se esfuerza por abrir puertas y busca llaves. Como buena competidora no se conforma con cerraduras atascadas.
—Quizá con la intervención de las mujeres. He leído que hay asociaciones de mujeres gambianas contra la ablación.
Antonia calla.
—¿Las conoces?
Antonia suspira.
—Sí. Existen.
No quiere hablar. No quiere entrar en detalles, y Lola ignora los motivos pero sospecha desavenencias. Por un instante creyó que las mujeres trabajaban juntas. Y acaba de descubrir que no, que cada una va por su lado.
—¿Dónde puedo enviar a una chica necesitada de asesoramiento psicológico por una mutilación? Es jovencita, de catorce años.
Antonia le apunta un nombre y un teléfono escrupulosamente. Tiene la letra pequeña y ordenada.
—Para empezar se puede dirigir al Centro de Asistencia para la Mujer. Que pregunte por Isabel y que diga que va de parte de Antonia. Yo ya llamaré antes para explicarle de qué va.
Lola sabe que lo hará y se desentiende del trámite.
Los últimos minutos, antes de volver al trabajo, se permite el lujo de perderse en los recuerdos soleados de un verano en Menorca y nombrar calas y pueblecitos que Antonia conoce perfectamente. Fue un verano antiguo, de sus veinte años, mucho antes de conocer a Oriol. Y se da cuenta de que tiene un pasado propio, sin él, donde los colores, los aromas y las músicas son suyos y sólo suyos y la devuelven a una Lola joven, animosa, optimista. Una Lola estudiante, aventurera, de pelo largo y cigarrillo en mano.
—Soy de Mahón, yo —puntualiza Antonia.
Y en cuanto lo ha dicho, Lola relaciona de inmediato sus pecas y su cabello dorado con la arquitectura británica de la pequeña ciudad isleña. Menorca fue colonia inglesa a lo largo de más de dos siglos. Qué estúpida. Antonia es fruto de la puntualidad, el orden y el rigor británico.
—I do! —exclama risueña en menorquín—. He confundido a los alemanes con los ingleses.