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BINTA

La salvaje

Eric, a traición, ha elegido ser mi pareja de laboratorio de la clase de biología. Perturbador. Estaba demasiado cerca, era demasiado real y no he podido ignorar su presencia. Hemos tenido que estar una hora trabajando juntos, codo con codo, rozándonos constantemente, mirando por el mismo microscopio los pedazos de rana que hemos diseccionado. El corazón, rojo, pequeño, latía toctoc toctoc mientras la rana, inmóvil, moría poco a poco. Un milagro. Exactamente lo contrario de lo que me pasa a mí que parece que esté viva porque hablo, estudio, como y duermo, aunque por dentro esté muerta. Un milagro.

Al sentarnos en los taburetes, la profesora, una sustituta tímida, nos ha repartido una rana viva a cada grupo. Nos ha dicho que la teníamos que anestesiar y diseccionar. Al cabo de unos segundos el laboratorio apestaba a cloroformo. Todo el mundo estaba alborotado por el reto de tener que abrir en canal a un bicho vivo. Los chicos metían bulla y las chicas chillaban y fingían un asco impostado, falso, hipócrita. Las mujeres sangramos cada mes, cortamos pollos y sepias para cocinar y no nos da asco trocear bestias. Pero Lourdes Moret, la activista de las causas perdidas, una chica con convicciones salvacionistas, se ha indignado y ha improvisado un mitin para salvar la vida de las pobres ranas. Ha dicho que la práctica era una crueldad, que su muerte era un genocidio programado, que no podían obligarnos a cometer una barbaridad así y que teníamos que liberarlas para ahorrarles un sufrimiento inútil. Un par de cursis, con los ojos llenos de lágrimas, se han levantado dispuestas a lanzarlas por la ventana. La sustituta, amedrentada, no se atrevía a intervenir, pero yo he cogido mi cútex y de un solo tajo he abierto mi rana anestesiada de arriba abajo. ¡RAAAC! Sin vacilar, sin que me temblara el pulso ni se me humedeciesen los ojos. Estaba abriendo en canal a Lourdes Moret y a su discursito estúpido, estaba sacando las tripas de este mundo podrido de mentiras blancas que duelen, hieren y matan.

Eric ha vacilado. No se esperaba mi contundencia. Quería ser él el chico valiente que cogiera el cuchillo y dijera, no te preocupes, ya haré el trabajo sucio.

Binta Marong, eres una salvaje, una primitiva, una negra asesina. Lo decían los ojos de Lourdes Moret, pecosa, angelical, con la casa llena de gatos, libros y bonsáis. Ha sido un duelo sin palabras y no he necesitado hablar para justificarme. Nosotros, los africanos, vamos al grano, matamos para sobrevivir y alimentarnos, tenemos instintos, somos bestias cazadoras-recolectoras. Ésta ha sido mi réplica, con la mirada vibrante, a Lourdes Moret.

Y ha callado.

Marta Cardona, quizá celosa de mi protagonismo, ha gritado. ¡A despanzurrar ranas! Y se ha puesto a ello. Todo el mundo la ha imitado, excepto Lourdes Moret. Estaba muerta de miedo. Sé que le he dado miedo. Hasta ahora causaba respeto, pero ahora ya sé cómo dar miedo. Con rabia, con odio, con resentimiento.

La profesora, la sustituta cobardica sin nombre, me ha venido a felicitar muy flojito. Gracias, Binta, ha sido un gesto muy sensible por tu parte.

No soy una chica sensible, la he querido corregir, no soy una chica dulce, soy una mandinga purificada, fuerte, capaz de afrontar el dolor y hacer frente a las adversidades. Esto es lo que me dijeron las viejas mientras me cortaban. Puedo ser mucho más valiente que Lourdes Moret que vive en un mundo blando, fofo y ha sido criada entre algodones y baños maría. Yo he llegado desnuda de África, del continente más viejo del mundo, y he sabido observar, escuchar, imitar, aprender, luchar y ganar. Yo tengo dos vidas y soy más antigua y más sabia que mis compañeros.

Eric me miraba embelesado, un ojo de cada color, tan juguetones como sus manos. Sorprendido, orgulloso de mi osadía.

Mientras escribíamos los resultados del experimento, se ha ido arrimando, arrimando y me ha devuelto el lápiz caliente de sus manos. Guárdalo tú, por favor, yo lo voy a perder seguro, me ha dicho compungido. Últimamente no tengo mucha memoria y por eso no me concentro en los estudios y suspendo. Y yo he querido huir de lo que venía a continuación, pero no podía porque estaba prisionera de sus ojos hipnóticos y de sus manos que acariciaban las mías con la excusa del lápiz. Sólo pienso en una sola cosa que me llena veintidós horas del día y que me tiene obsesionado y jodido. He querido taparme los oídos para no oír más, pero Eric, dulce, meloso, seductor, ha continuado. Tú, Binta Marong, me vuelves loco. «A ésa, a la que yo quiero es a la que se entrega venciendo, venciéndose, desde su libertad saltando por el ímpetu de la gana, de la gana de amor», ha recitado con una dulzura que me ha ablandado y a punto ha estado de hacerme perder la cabeza y confesarle que yo también estoy loca por él. He aceptado el lápiz otra vez y, tan fríamente como he sabido, le he dicho que siento mucho que haya suspendido dos exámenes por pensar en mí en lugar de pensar en las incógnitas de las ecuaciones.

Eric ha vuelto a clase con la cabeza gacha, arrastrando los pies y una tristeza infinita. Como la mía.

No puedo evitarlo, no soy culpable. ¿Cómo puedo decirle que yo también soy una víctima? Él conocerá a otras chicas y podrá hacer el amor con ellas, pero yo no querré conocer a otros chicos por miedo precisamente a hacer el amor con ellos.

Mi problema es mil veces más complicado que el de Eric.

Soy una chica mutilada y nadie lo sabe.

Cuando las cosas van mal, como ahora, la rabia que siento me hace más fuerte y no me permite quedarme encogida en un rincón mirándome el ombligo. La rabia me obliga a atacar, morder, abrir la puerta y salir a la calle con ganas de comerme el mundo, buscando retos difíciles y disparando a matar. Quiero sacar la mejor nota de matemáticas. Quiero leer un discurso brillante en el ayuntamiento. Quiero que todos sepan que las chicas mutiladas no somos idiotas. Que se jodan los que van diciendo por ahí que los desgraciados fracasan. Yo soy muy desgraciada, pero leeré el mejor discurso que se ha oído jamás en la sala de plenos de Mataró y este primer trimestre conseguiré las mejores notas de mi curso.

Eres increíble, Binta. Has sacado un nueve y medio de matemáticas, me admiras, dice Eric al día siguiente del chasco del laboratorio. Devoto hasta límites impensados, me derrite la voluntad. Preferiría que me odiase, sería más fácil olvidarlo y pasar página.

Hace como mi madre, tozuda como una mula, que no se rinde y continúa en el ring sin tirar la toalla. Aunque la rechace, aunque la esquive, aunque pise la raya del respeto.

Anoche, después de la cena del Ramadán, entró en la habitación con una carpeta misteriosa bajo el brazo y un brillo de determinación en los ojos. Me sorprendió con su cambio de actitud.

—Yo también tengo informaciones sobre la sunna, pero no he podido leerlas.

Seguro que si madre supiera leer y escribir sería una mujer inteligente. No se conforma cerrando los ojos y los oídos al mundo como Sarjo, ciega y sorda. Ella es una mujer deseosa de escuchar y aprender. Me ha recordado a mí cuando estudio y me empeño en entender las cosas desde el principio para archivarlas ordenadamente en la memoria y no olvidarlas jamás.

Del interior de la carpeta ha sacado un póster a todo color, doblado y bilingüe, donde se leía «SUNNA: cuidad a vuestras hijas y no les hagáis daño». Y estaba ilustrada con la palma de una mano negra mostrando unas conchas cerradas, blancas. Me ha pedido que leyera lo que decía porque se lo había dado la doctora del CAP y tenía mucho interés en saberlo.

Mientras leía en voz alta y clara, pausadamente para que mi madre me siguiera, la vigilaba de reojo y constataba cómo iba cambiando su expresión.

«¿Qué es la mutilación genital femenina?», he empezado alto y claro. Me lo sabía de memoria de tantas veces como he leído las mismas explicaciones formuladas de mil maneras diferentes. Pero madre bebía de mis palabras con avidez, como si fuera la primera vez que las oía, y quería averiguar qué significaban todas y cada una de ellas. Todo iba por buen camino, todo era claro y comprensible hasta que de pronto, he tropezado con un párrafo abrupto. «Los padres que la practiquen a sus hijas se arriesgan a penas de prisión de entre seis y doce años y a la pérdida de la custodia de los hijos e hijas que serán ingresados en un centro de menores».

Tanto ella como yo nos hemos quedado paralizadas. No sabía que mis padres pudieran ir a parar a la cárcel o que yo pudiera ser ingresada en un centro de menores por lo que me hicieron la abuela y la ngansimbah. Sería horroroso si encerraran a madre y padre y nos dejaran a los cuatro hermanos en una institución siniestra, como el orfanato de Oliver Twist. Me estremece esa desmesura. Madre me ha tomado la mano presionándomela con coraje y ha murmurado: No sabía que aquí fuera tan grave y que hubiera tantos castigos. Yo tampoco, he pensado asustada.

Madre se ha trastornado. Seguramente recordó lo que le hicieron de niña, las cosas que le dijeron antes de purificarla, las justificaciones que siempre pensó que eran ciertas y que nunca cuestionó.

En cambio ahora, todo se tambalea y pierde pie.

Antes de irse me ha acariciado el pelo en un gesto torpe, porque no lo hace nunca, y me ha preguntado si quería hablar a solas con la doctora. Quizá ella me podría responder algunas de las preguntas que me hago.

¿Cómo sabe que me hago preguntas? ¿Son las mismas que se hace ella?

Me he dormido con el lápiz de Eric sobre la almohada, cerca de los labios. Respiraba lentamente, con avaricia, temiendo que de un momento a otro se desvaneciera su olor y el calor de la mano de madre en la cabeza.

Esta noche no me he sentido tan sola.