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LOLA

El loco

Quería tomar el tren, pero, como siempre, se ha entretenido hasta el último minuto y ha acabado cogiendo el coche. Es una lástima porque prescindir del coche y distraerse en la observación de los otros pasajeros que comparten vagón la hace sentir una ciudadana. Ciudadana es una palabra con reminiscencias revolucionarias que siempre le ha gustado. Ciudadana suena a francesa, europea y universal, pero le molesta que algunos se apropien indebidamente del concepto. Hace tiempo entendió que para disfrutar de la condición de ciudadana no bastaba con considerarse una más, era necesario haber esperado un autobús público, haber comprado tomates en un supermercado, haber hecho cola en una ventanilla de la Administración, haberse peleado con una compañía telefónica o haber estado sentada durante horas en una sala de espera de un ambulatorio de la Seguridad Social. Los ciudadanos y ciudadanas viven la realidad, la sufren en carne propia y bregan con conflictos reales: la angustia de quedarse en números rojos o de no poder llenar el depósito de gasolina hasta el primer día del mes siguiente. Lola no quiere olvidar que nació ciudadana y quiere seguir siéndolo. No es de recibo parapetarse tras los cristales cerrados de una ventanilla de coche y contemplar la ciudad desde una burbuja artificial de tapicerías de plástico y programas de la radio. Se debe tomar el pulso de la ciudadanía de tú a tú, sin artificios ni intermediarios, en un vagón de tren.

Hoy, sin embargo, no lo hará a pesar de su convicción. Hoy ha hecho trampa con la excusa de que llegaba tarde y ha cogido el coche. Reconoce que le gusta escuchar la radio mientras conduce, abstraída en las conversaciones de otros, y se dice que no es ninguna excusa, que la calidez de las voces conocidas la hace sentir acompañada, como si estuviera en familia alrededor de una mesa camilla. Al llegar al recinto universitario de Mundet, donde trabaja Oriol, deja de escucharla y el programa radiofónico se convierte en un zumbido molesto que la distrae, hasta que pulsa el botón y la apaga con brusquedad, molesta por la interferencia.

Ha entrado en el territorio de Oriol y, al cruzar la línea, su cuerpo se ha puesto repentinamente tenso y se han disparado todas sus alarmas. El corazón acelerado, las manos tensas, las pupilas dilatadas y el oído y el olfato alertas. El cazador cazado. La presa que teme ser observada por su depredador. Mientras sube con lentitud la carretera atestada de jóvenes estudiantes que conduce hacia la facultad de psicología, mira a ambos lados con desconfianza y se da cuenta de que su cuerpo se ha ido doblando sobre el volante, plegándose sobre sí mismo. Es una postura natural para defender a los órganos vitales más vulnerables: los pulmones, el corazón, el hígado, el estómago, recuerda. Y se siente miserable porque este tipo de reflexiones son las que la llevan siempre, irremediablemente, hacia Oriol. Fuera por su especialidad en etología de los primates o por su curiosidad insaciable en todo lo que hiciera referencia al comportamiento humano, el día a día estaba salpicado de observaciones punzantes que pretendían subrayar la falta de espontaneidad, de criterio y de libertad de la humanidad. A su entender, los actos personales eran fruto de un determinismo biológico y cultural feroces, a partes iguales, dictados por los genes y las sociedades. Oriol desmenuzaba cruelmente emociones, sentimientos, deseos, sueños y los reducía a pulsiones hormonales o a dictados de patrones culturales. El amor, en boca de Oriol, no era otra cosa que una multitud de feronomas desatadas que desbarataba el equilibrio químico empujando a los individuos, machos y hembras, a practicar el sexo para asegurar la reproducción de la especie. Sin paliativos, sin poesía. La primera vez le pareció fascinante, como todo lo que decía Oriol, porque tenía un aroma iconoclasta, irreverente. Con los años se hartó, sobre todo de las repeticiones, de las frases epatantes y de las referencias constantes a sus gurús.

Y se pregunta por qué ha ido. ¿Por el valor que le ha infundido implicarse en la causa de la ablación? Da lo mismo. Esta tarde ha tenido un arrebato saliendo del trabajo y ha decidido visitar a Oriol en la universidad. Dicho y hecho. Lo cogerá por sorpresa y la sorpresa jugará a su favor. Leerá el desconcierto en sus ojos y la incomodidad de no haberlo previsto. Oriol siempre ha tomado la iniciativa y no le gusta que le cambien los esquemas. Las visitas inesperadas lo descolocan, no soporta la improvisación.

Lola aparca y se lo repiensa. ¿Realmente vale la pena escucharlo? ¿Verlo? ¿Remover tantas cosas? Se está unos instantes inmóvil, abatida, dispuesta si es necesario a dar media vuelta y regresar a Mataró, pero sale del coche y cierra las puertas a sus espaldas. La mueve el morbo de saber quién es la otra, esa mujer que la sustituye.

Un día, pocas semanas después de que él se fuera, le llamó desde el teléfono del trabajo sólo para oír su voz. Colgó al cabo de un minuto, satisfecha del desconcierto de Oriol preguntando una y otra vez quién era, cada vez más enfadado. Una experiencia excitante, se dijo. Y, de repente, le dio miedo su lado oscuro, inexplorado. Quizá por eso huyó a Mataró e intentó convencerse de que Oriol no había existido nunca.

Al entrar en el bar no puede creerse que sea él quien está sentado en una mesa junto a la ventana, justo delante de un café, en compañía de un par de alumnas jovencitas. Normal. Siempre le ha gustado platicar rodeado de oyentes.

Lola quiere aparentar serenidad, ensaya una mueca de indiferencia y se acerca hacia él, decidida. Si le faltara la decisión huiría como hizo el día de la fiesta de Alicia.

Oriol levanta la vista, la ve y parpadea. Una vez, dos, tres. Un parpadeo nervioso como si el acto de bajar y subir el párpado permitiera que la visión que le disgusta pudiera ser borrada al volver a abrir los ojos. Pero Lola continúa allí y le incomoda terriblemente.

—Hola —se acerca Lola sin darle tregua.

Oriol no se precipita. Se levanta y la besa, como si la estuviera esperando.

—Estás más guapa, más niña.

Y no despide a las alumnas para evidenciar que no desea quedarse solo con la visita sorpresa.

Lola continúa tomando posiciones y pide un café con un gesto al camarero.

—Quería hablar contigo.

—Tengo clase dentro de veinte minutos —se excusa Oriol con una sonrisa encantadora, que nunca nadie podría considerar agresiva.

Lola se muerde los labios para no gritar que le debe mucho más que veinte minutos, pero en vez de estallar fulmina a las muchachas de una mirada.

—¿Nos podéis dejar solos, por favor?

Oriol quiere objetar, pero está en falso porque las chicas ya se han levantado y huyen escurridizas.

Uno a cero, se apunta Lola mientras se saca el abrigo y lo cuelga de la silla.

—¿Y bien? Tú dirás —la increpa Oriol, moviendo su silla y proyectando su sombra sobre ella. Un gesto sutil, pero intencionado.

—Eso tú. Al parecer, tienes cosas que decirme.

—¿Yo?

—El otro día me pareció que querías hablar.

—Pura cortesía.

Lola se da cuenta de que no conseguirá arrancarle ni media palabra de más. Se ahorra circunloquios y va al grano.

—He oído que estás con alguien.

Oriol vuelve a parpadear y remueve simbólicamente su café.

El camarero trae el café de Lola y lo deja en medio, entre ambos.

—Quizá.

—Creo que tengo derecho a saberlo.

—Yo creo que no —responde Oriol tajante, como un padre que regaña a su hija por preguntar sobre secretos improcedentes.

Lola se inquieta. Oriol aguanta firme el ataque.

—Ahora he entendido porque te fuiste. Eres un cobarde.

Oriol suspira hastiado de la agresividad de Lola, como si fuera una desgracia contra la que no se puede luchar, sólo suspirar.

—Insultarme te hará sentir mejor, pero no solucionará tus problemas.

Una conversación como tantas y tantas otras. ¿Cómo puede ser que las haya olvidado? Lola quisiera conservar la calma, pero se crispa. Oriol le puede, siempre le ha podido.

—Eres tú quien tenías problemas. Fuiste tú quien se marchó de casa y me hiciste creer que era por mi culpa. Me has tenido engañada todo este tiempo. ¿Desde cuándo tenías un lío?

—Supones mucho, pero no sabes nada.

—Por eso he venido, para que me lo cuentes.

Oriol no mueve ni una ceja. Parsimoniosamente coge un bolígrafo y dibuja sobre un papel, como hacía siempre. Lola se exaspera. Habla en un susurro, sin mirarla a los ojos, ensimismado en unos garabatos crípticos, incomprensibles.

—Me duele tenerte que decir esto, pero ya que lo has querido…

Lola se da cuenta demasiado tarde de que ella misma ha abierto la caja de los truenos. Estúpida, estúpida, se va repitiendo en silencio. Y empieza el goteo del chaparrón que está a punto de caerle encima.

—El amor se había extinguido, sólo quedaba la rutina, la comodidad, el ir tirando. Tu traición fue sólo la gota, ya sabes que no soporto las mentiras.

Lola se exaspera, le irrita el tono sacerdotal que gasta de tanto hablar con jóvenes a los que dobla en edad y que lo miran con reverencia. Odia esa musiquita didáctica sin una brizna de emoción.

—¿Y por qué me estabas escondiendo que te habías enrollado con otra?

Oriol no reacciona a la defensiva.

—¿Lo ves? Ya vuelves a atacar y a querer hacerme daño.

El cinismo la exaspera. Lola eres estúpida, se repite mientras grita.

—¡Yo quería un hijo tuyo!

—No, Lola, no. Tú querías un hijo para ti y punto. Si algo sensato hemos hecho juntos ha sido ahorrarnos la mierda del sentimentalismo al creer que el amor fructificará en un ser compartido a partes iguales como un número de la bonoloto.

Lola se marea. Vuelve a estar en un punto muerto. Ha vuelto a embarrancar en los reproches y los argumentos de siempre.

—Quizá no querías compartir mi maternidad, pero tampoco la respetaste.

Con una sonrisa conmiserativa y lista para la última lección Oriol remacha el clavo.

—No era posible, Lola, no habría podido quedarme al margen y lo sabes. Habría tomado parte de un acto premeditado. Dar vida no es ninguna falacia. ¿Has pensado alguna vez que un hijo puede maldecir a sus padres por haberle hecho nacer a la fuerza? Porque un hijo no es una propiedad privada, será un individuo autónomo, libre y desgraciado. No eres consciente de todo lo que supone.

Lola querría llorar. Ya sabe que es una estúpida y no puede articular ni una palabra coherente ante el argumento de que la maternidad es un acto premeditado de crueldad.

Oriol mira el reloj y decide poner el punto y final a su lluvia de sabiduría.

—Sólo practicas el egoísmo. Por eso has huido. Has querido esconderte, meterte en un agujero, cerrar los ojos y no admitir la verdad.

Lola se levanta, repentinamente muda, y decide que no le contestará. Si se va sin decirle nada, y antes de que él haya considerado que la conversación se ha acabado, obtendrá la victoria pírrica de dejarlo con un palmo de narices.

—Lola, ¿adónde vas? Vuelve. No he terminado. Tenemos que hablar del piso, del coche, de muchas cosas.

Lola se va poniendo el abrigo mientras camina en línea recta hacia la puerta. Nota las miradas curiosas de los estudiantes deteniéndose ora en ella, ora en Oriol, el profe de historia de las ideas. Insólito, pensarán, lo ha sacado de quicio.

Se jacta de su pequeño triunfo y sale a la calle sin ni siquiera girarse.

Sin embargo, ha sido un fracaso absoluto, reconoce de golpe.

Y se deshincha.

Necesita algo fuerte, si fuera exalcohólica volvería a beber.

Se cruza con dos chicas, una, anodina, vestida con vaqueros, camiseta y sudadera, la otra, con el pelo rojo, una falda larga floreada y un jersey de lana dos tallas más grande. Es bonita como una fotografía tópica de Hamilton. Tiene un estilo rotundamente joven, rebelde e inconformista. Y fuma. Lola se enamora de su ademán al coger el cigarrillo y acercarlo a la boca, desenvuelta, sin preocupaciones de ningún tipo. La piel fresca, la risa fácil, los pulmones optimistas todavía.

—¿Tienes un cigarrillo, por favor?

La chica la mira unos instantes, sin juzgarla, y le ofrece un paquete casi vacío de rubio americano de segunda fila, el más barato del mercado. Lola se mete un cigarrillo entre los labios y espera a que la chica se lo encienda con un mechero no recargable.

Da una calada larga y tose.

—¿Sois alumnas de Oriol Balaguer? De historia de las ideas.

Las estudiantes ríen y se miran cómplices.

—¿Qué tal?

La chica de los vaqueros dice.

—Está loco.

La chica que fuma añade.

—Un loco genial.

Lola les agradece la sinceridad. Si fuera una chica, pensaría lo mismo.