AMINATA
La cuñada
Binta la ha mordido rabiosa, con rencor. Había atesorado largamente la ira hasta que le ha envenenado la sangre, ha enloquecido y le ha hundido los dientes en la mano, con dentelladas crueles. Aminata está desolada. Binta le ha reprochado que no la protegiera y la ha acusado de provocar su infelicidad.
Su Binta. La pequeña Binta. La más deseada, la más querida, la más amada. No la ha podido rebatir porque el nudo que tenía en la garganta se estrechaba más y más impidiéndole hablar.
A diferencia de lo que Binta piensa, Aminata distingue entre conveniencia y fanatismo. Ella no ha sido nunca fanática, se ha limitado a acatar lo que resultaba conveniente para su supervivencia. La ley, el orden y el respeto por quienes detentan la autoridad.
Sin embargo, Binta no reconoce ninguna de las tres cosas y, como muchas jovencitas impetuosas, lo ha cuestionado todo y ha puesto su mundo patas arriba.
La sabiduría no radica únicamente en los libros y Aminata escucha, observa, piensa y saca conclusiones. No es tan ignorante como la dibuja Binta y sabe darse cuenta de los errores. Su error de cálculo es muy sencillo de comprender, hace tiempo que sospecha que la idea de felicidad de Binta y la suya no son tal vez la misma y que quizá su idea de felicidad actual no coincide con la idea que tenía cuando se casó. Y aún añadiría otra reflexión. La idea de felicidad es una invención occidental. Cuando era joven nunca persiguió la felicidad, simplemente vivió, y la vida, Binta aún no lo sabe, debe ser amarga a veces para poder reconocer luego en ella la dulzura.
El viaje hacia Bakau fue su viaje más largo, un viaje interminable río abajo, flanqueada por el ruido de la selva e intuyendo el mar a lo lejos, en el horizonte. Suspiraba contemplando las aguas enlodadas por la lluvia, de tonalidades ocres, que contrastaban con la amalgama de verdes infinitos de las orillas que abandonaba poco a poco. La jungla, salvaje para algunos, familiar para los que como ella había constituido su techo y su mundo, era el único latido de vida que había conocido hasta entonces. Atrás quedaron los trinos de los pájaros, los aullidos de los monos, el siseo de las serpientes escurridizas y la presencia intimidatoria de los hipopótamos. Se deslizaba aguas abajo hacia una casa desconocida, desnuda de aromas y recuerdos. Su destino la aterraba porque preveía que le resultaría tan distante y ajeno como los manglares que lamían los márgenes del río cada vez más ancho, o como las corrientes de agua salada que contaminaban el paisaje con desafiantes palafitos y pescadores de ostras. A medida que la barca, cargada con el peso de su ajuar y sus nuevos parientes, se acercaba a la civilización y el alboroto de voces desconocidas aumentaba, Aminata degustaba la extrañeza que probablemente la acompañaría el resto de su vida. Las mujeres marchaban de casa y se convertían en invitadas de la casa de sus maridos. Las mujeres llevaban la melancolía de la infancia en los ojos, puesto que el resto de su tiempo transcurría en casa de otros, rodeadas de miradas extrañas, de voces extrañas, de olores extraños. Aminata, en su despedida, había llorado abrazada a sus hermanas y primas, a sus madres y a su babu. Era una mujer casada e iniciaba un nuevo periplo que la llevaría a una ciudad moderna, cerca de donde el río se vacía en el mar hasta confundirse con él.
Bakau la aturdió. Era demasiado ruidosa y demasiado sucia. Le desagradaron los coches que escupían humo y las basuras y desechos amontonados de cualquier manera en las calles transitadas por desconocidos de otras etnias: wolofs, sarahules, diola, fulas. Una multitud de personas anónimas que hablaban muchas lenguas, gesticulaban, gritaban y caminaban deprisa, como si el mundo se acabara y estuvieran huyendo de un cataclismo. Las modernidades que habían seducido a Koko no le parecieron tan maravillosas, había oído hablar tanto de ellas que no la sorprendieron. Se habituó con rapidez a la luz eléctrica, a los televisores y a las radios, aunque nunca llegó a sentirse plenamente cómoda en su compañía. El revuelo de los aparatos y la claridad artificial de las calles y las casas estorbaban la paz que había perdido y que nunca más recuperaría.
Aminata permaneció impermeable al entusiasmo porque entraba en territorio de los Marong en calidad de extranjera. Aquél era el escenario de una nueva familia que nunca sería la suya. Mama N’Dei, la madre de Abdoulieu, no era paciente y cariñosa como mama Mai. Sus primeras palabras fueron despectivas. La consideró demasiado delgada, débil y sentimental, y se mostró escéptica sobre la posibilidad de que pudiera parir hijos.
—No cuestas las dos cabras que pagó mi marido. Estás flaca y eres poco apropiada, espero que Abdoulieu te lleve con él a París en breve y que allí hagáis algo de provecho para enviar dinero.
Una bienvenida muy explícita que Aminata acató con la sumisión con que había sido adiestrada.
Mama N’Dei había parido ocho hijos, de los cuales vivían cinco, y era la primera mujer de Momoudou Marong, un patriarca barrigón y prepotente que gastaba más humos que el padre y el abuelo de Aminata juntos. Abdoulieu era su tercer hijo varón. Aunque fuera el más listo, ser el tercero no era una posición ventajosa y Aminata lo descubrió enseguida. Sus cuñadas mandaban más que ella y tenían un estatus más alto por ser las mujeres de los hermanos mayores de Abdoulieu y, naturalmente, por ser madres. Quizá por eso Abdoulieu, que no tenía vocación de carpintero, como el hermano mayor, ni de comerciante, como el hermano segundo, decidió emigrar a París con su primo Sankung que volvía cada verano con las maletas llenas de regalos y la boca llena de historias fabulosas. La familia acogió bien su iniciativa y apostó por él. Tenía el coraje y la inteligencia que necesitan los inmigrantes. Era el mejor de los tres, sin lugar a dudas, el más avispado e ingenioso. Momoudou Marong dio el visto bueno a su tercer hijo y aportó todos sus ahorros y los de los otros hijos a la iniciativa.
Pero antes de irse Abdoulieu quería preñar a Aminata. Para cumplir, para demostrar su masculinidad, para atar bien corto a su hermosa mujer, vete a saber. Pero se le había metido entre ceja y ceja que quería dejar mujer e hijo en Gambia esperándolo.
Aminata compartía la cabaña de su marido cada noche, aunque hubiera preferido compartir la casa de las mujeres de donde escapaban por sus ranuras las habladurías y las risas. Abdoulieu era amable, pero la cabaña estaba demasiado desangelada y era demasiado fría para el gusto de Aminata. Abdoulieu, una vez se había vaciado dentro de ella, le daba la espalda y se echaba a roncar. Entonces Aminata, sola, muy sola, abría los ojos y miraba al techo incapaz de dormirse porque añoraba la tibieza de Koko y la risa de Adama, las canciones de mama Mai y la voz de Jatu y soñaba con un hijo para arrullar que crecería dentro de su vientre, como el de sus cuñadas que estaban siempre redondos y tersos, y que le devolvería la ternura que le habían robado. Sin embargo, no se quedaba preñada. Abdoulieu era alto, delgado y fuerte, pero los hijos de sus semillas duraban apenas un par de meses en el vientre de Aminata y no crecían, se malograban piernas abajo entre sangre, dolores y llantos. Aminata sufrió dos abortos y su suegra la acusó de estar maldita. No se defendió diciendo que era demasiado joven o que comía poco. Era la hija de Rama y sabía que tarde o temprano pagaría su pecado. Su castigo sería convertirse en una mujer cañalengo, estéril, como Kenbugul. Tanto como la había ridiculizado de niña y ahora su sufrimiento de mujer sin hijos regresaba una y otra vez, como un recordatorio amargo de la infancia perdida.
Una noche, la cuñada más joven de Abdoulieu, Bintou, una mujer cañalengo que arrastraba su calabaza sin la amargura de Kenbugul, le llevó un vestido rojo y le ordenó que al alba se vistiera con aquellas ropas puesto que eran las apropiadas para la visita que harían al día siguiente. Adoptaba un aire misterioso y estaba compinchada con las otras cuñadas. Aminata no pudo negarse. Partieron muy temprano, cuando el sol aún no había salido, y atravesaron las calles solitarias de Bakau a paso ligero, saludadas por los ladridos de perros hambrientos, pocos. Se cruzaron con algunos hombres y mujeres que caminaban cansinos hacia el mercado, cargados con fardos en la cabeza, con el sueño cerrándoles los párpados. Los niños, los más ruidosos, aún dormían y los hogares estaban extrañamente silenciosos. El día anterior había llovido y las callejuelas sin asfaltar aparecían llenas de charcos de agua apestosa que Aminata intentaba esquivar sin éxito. Cerca del mercado, el hedor de la carne podrida y los enjambres de moscas la incomodaron. Su fannou nuevo y vistoso pronto se salpicó de barro, pero Bintou, resuelta y llena de energía, no se giró ni una sola vez para ayudarla. En lugar de eso, la azuzaba continuamente para que se diese prisa, inquieta por la hora, temiendo que llegaran tarde.
—¿Adónde vamos? —preguntó Aminata intrigada, al fin, aunque fuera de mala educación.
—Enseguida lo verás.
Pronto salió de dudas. Al final de una calle empinada y embarrada se alzaban los muros del recinto sagrado del que había oído hablar desde niña. Rodeado de árboles milenarios, en lo alto de una suave colina tan antigua como el río que transita por la selva, se abría el estanque de los cocodrilos. Las piernas le temblaron al comprender el sentido de la escapada y las intenciones de su cuñada. Pero Bintou, olfateando su miedo, le cogió la mano, le sonrió para infundirle ánimos y la empujó hacia adentro. Eran las primeras, aún no había nadie. Bintou saludó a uno de los guardianes del recinto, le pidió ayuda para el baño de su cuñada que no podía tener hijos y le entregó la comida para la ofrenda y el dinero para el santuario. Aminata vio las sombras alargadas de los inmensos cocodrilos tumbados alrededor del lago. Un limo espeso y verdoso impedía distinguir a las criaturas que habitaban dentro, pero podía imaginarlo. Era simplemente escalofriante. Imposible cumplir con el ritual. No todas las mujeres salían con vida, había oído historias terribles de chicas despedazadas por los dientes monstruosos de los cocodrilos gigantes. Quiso dar media vuelta y huir a toda prisa, pero la mano pequeña y firme de su cuñada la sujetó con fuerza y la empujó hacia el agua. Era la tradición. Las mujeres que no conseguían preñarse o que perdían a los hijos debían sumergirse en las aguas del santuario de Kachikaly, infestado de cocodrilos, para recuperar la fertilidad. El guardián las acompañó por un sendero y espantó a las bestias que les cerraban el paso golpeándolas con el bastón. Algunas se lanzaron al agua, silenciosas, traidoras, escurridizas. Una vez tocaban las aguas del lago desaparecían engullidas por la negrura más absoluta. Aminata creyó sin dudarlo que aquélla sería su última hora. Aunque, sin hijos, las perspectivas de su futuro no se intuían mucho más halagüeñas. Decidió hacer de tripas corazón. Si las cosas no salían bien, se reuniría con Rama, Awa y Dembo. Los sentía cerca de ella y la posibilidad de volver a verlos la animó a aceptar el reto y a relativizar el temor a perder la vida.
El guardián, un hombre viejo y experimentado, le indicó el lugar adecuado, una orilla de difícil acceso, y le dio las instrucciones precisas. Después de que él lanzara la comida a los cocodrilos ella debería agacharse con rapidez, sumergirse un segundo dentro del lago y salir a toda prisa. Mientras tanto, él, con el bastón alzado, se ocuparía de mantener a las bestias alejadas.
Bintou temblaba cuando se abrazó a ella para desearle suerte y Aminata penetró en la soledad del lago rodeada de cocodrilos. Fueron unos pocos segundos intensos, tan intensos que no los olvidó nunca. El guardián aporreó a un par de monstruos que se abalanzaron hacia ella al oler una presa fácil, y entonces, Aminata, sin atender a los gritos asustados de su cuñada se sumergió en la frialdad viscosa sin miedo, abrazando la negrura y la muerte como hizo Rama. Súbitamente, iluminada por la claridad fulminante de un rayo, tuvo la visión fugaz de una niña de ojos oscuros e inteligentes, una mirada que le habló de amor y esperanzas. Y tocada por la revelación de su futuro, deseó vivir para parirla y oírla preguntar el nombre de las cosas. Sí. Durante unos instantes mágicos contempló a Binta y tuvo la certeza de que era su hija. Con el corazón saliéndole por la boca, corrió fuera del agua empapada de pies a cabeza y cubierta de limo y barro. Sus piernas largas y ágiles la salvaron de la muerte, porque detrás de ella, muy cerca, oyó el crujido de los dientes de un cocodrilo cerrándose ferozmente en el vacío.
Bintou la abrazó emocionada, asombrada de su fortaleza.
—¡No lo hubiera creído nunca! —cacareó como una gallina—. ¡Qué coraje! ¡Qué valor!
No intuyó siquiera que Aminata había caminado por unos instantes hacia su propia destrucción.
Una vez llegadas al recinto de los Marong las mujeres la hicieron entrar en la casa que compartían y la invitaron a sentarse con ellas y a comer las nueces. Hubo un antes y un después de su proeza en el lago sagrado de Kachikaly. La casa de las mujeres y sus corazones se abrieron mágicamente y así se enteró de que sus cuñadas y hermanas también temían a mama N’Dei, cascarrabias, quisquillosa, y la imitaban muertas de risa. Aminata borró la culpa y la tristeza de un plumazo al sentirse querida.
Tras la segunda luna sin sangrar, supo que estaba embarazada y que esta vez no perdería el hijo antes de tiempo. Su vientre joven se hinchó como un jenbé y pronto sintió las patadas de la criatura y sus movimientos firmes. Era fértil, la vida crecía dentro de ella gracias a los cocodrilos sagrados. Había valido la pena enfrentarse al miedo y vencer la maldición. A todas horas se llevaba las manos al vientre, incrédula, incapaz de imaginar lo que había en su interior y lo que sucedería pronto. Soñaba con el rostro de su hija y deseaba que llegara el momento de mecerla en sus brazos y ofrecerle el pecho.
El parto fue difícil y su suegra refunfuñaba diciendo que era demasiado delgada, demasiado estrecha y demasiado débil para parir. Pero Aminata, tozuda, no se rindió y ayudada por la comadrona, la ding-mutalaa, empujó, empujó con todas sus fuerzas hasta que dio a luz a una bonita niña de grandes ojos y cabeza puntiaguda que no paraba de berrear. Tenía carácter y supo que era ella, la hija con quien había soñado, y se alegró de no haberse dejado quitar la vida por el cocodrilo.
Abdoulieu quedó satisfecho a medias. Si bien ya tenía descendencia y podía irse tranquilo a París, hubiera preferido que en lugar de una niña fuera un niño. Nunca miró con buenos ojos a su primogénita, había concebido demasiadas esperanzas en que sería un chico y se sintió traicionado por el sexo de su primer bebé.
Aminata, en cambio, la prefirió más que a ningún otro hijo. Ya la conocía. La estaba esperando. Sabía que era ella, porque al reconocer sus ojos negros, llenos de inteligencia la sintió suya, completamente suya, muy suya. La bautizaron como Binta, en honor a su cuñada y amiga que había tenido la buena idea de llevarla al santuario de Kachikaly. Cuando le permitieron acunarla y estar con ella día y noche, la amó con locura. Le debía mucho. Le debía el honor, la honra y la vida. Gracias a Binta, su pequeñina, había sido aceptada sin reservas en su nuevo kafo y se había convertido definitivamente en una mujer con plenos derechos.
Ha pasado mucho tiempo desde el nacimiento de Binta.
Ahora Binta ya es una mujer que sangra y podría ser madre de sus propios hijos. Es bonita, lista y está sana y Aminata debería estar orgullosa de ella, pero está preocupada. Madre e hija no se entienden. Ella no entiende a su hija y su hija no la entiende a ella.
Aminata la llevó lejos de la tierra donde nació, quiso que aprendiera a hablar y a escribir en una lengua blanca de un país de blancos. Y Binta habló, escribió y leyó en esta lengua, pero también aprendió a pensar y a sentir como una niña blanca.
Quizá por eso pertenecen a dos mundos diferentes y miran las cosas desde ángulos opuestos.
Aminata corrobora una sospecha. Cada nueva casilla por la que transita la ficha del juego de la vida no permite volver atrás.
Cuando ella abandonó Tunkarakunda y se instaló en Bakau continuó avanzando en su camino, sin mirar lo que dejaba tras ella. Y cuando llegó a Mataró miró igualmente hacia adelante sin volver la cabeza al sur.
¿Y ahora qué?
¿Puede exigir a su hija Binta que retroceda cinco casillas en el juego de la vida y sienta y piense en la lengua de sus antepasados, que vivían río Gambia arriba en sintonía con los hipopótamos y ahuyentaban a los demonios del cuerpo de Rama?
Debe ser ella quien avance y se coloque en la casilla de Binta.
No hay excusas para justificar que no se entienden.