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AMINATA

La novia

Aminata sabe que hay cosas que no se pueden decir, porque no, porque son suyas y basta. Le pertenecen. No decirlas no significa mentir, significa sólo que las quiere guardar en su interior y no compartirlas con nadie más. El dolor por la muerte de Awa fue suyo, muy suyo, sólo suyo. Y el recuerdo de Rama. Y los ojos de Dembo. Y la tristeza de su boda. Y el pesar por la segunda esposa de Abdoulieu. Y la decisión de no tener más hijos.

No sabe a qué viene esa costumbre de hablarlo todo sin ton ni son. Los blancos hacen preguntas improcedentes y se sienten ofendidos si no obtienen respuesta. Como si estuvieran en su derecho de saberlo todo. La prepotencia insolente de algunos le ofende profundamente. No tiene ninguna obligación de contestar si no lo desea. Y no desea hablar sobre la purificación de Fatou aunque se lo pida la médica de ojos azul de mar. Así pues, ha callado lo que sabía, que no es mucho, puesto que tampoco tiene ninguna certeza que ratifique la sospecha. Sólo sabe que Abdoulieu se llevará a Fatou a Bakau. Esto es lo único que averiguó aquel día en la agencia de viajes. Lo que haga la madre de Abdoulieu con Fatou, una vez en Bakau, ya no es cosa suya. Una abuela tiene derecho a hacer lo que quiera con una nieta porque es una mujer vieja y sabia. Ella, Aminata, aún no pertenece a su kafo y no puede oponerse. Esto es lo que le enseñaron cuando la purificaron y cuando se casó y no lo ha olvidado nunca. Aunque sea hija de Rama, o precisamente por ello, debe aceptar las decisiones de las mujeres viejas del muso keba kafo y de su marido como aceptó la decisión de su padre y su babu cuando hicieron los tratos para su matrimonio. Querían lo mejor para ella y le ofrecieron la oportunidad de borrar el estigma de su madre casándose con un primo que viviría lejos, en Europa, donde nadie la conocería y donde ningún griot la avergonzaría al cantar la canción de Rama.

—Abdoulieu es un Marong de Bakau —decía su hermana Adama.

—Abdoulieu es un muchacho apuesto —decía su mama Mai.

—Abdoulieu te comprará un televisor —suspiraba su prima Koko.

—Abdoulieu es honrado y trabajador —decía el babu.

—Abdoulieu ha aceptado que fueras su primera mujer —le recordaba Jatu.

Abdoulieu, su marido, era impecable a los ojos de los demás. Y a lo mejor sí que reunía muchos requisitos y que a sus veintiocho años era un hombre hecho y derecho que tenía las cosas claras y la cabeza en su sitio. Y no podía negar que tenía buena planta, que era guapo, amable y educado.

Pero Aminata, con dieciséis años, no sentía nada por él, le resultaba indiferente, como el mundo.

Estaba triste y delgada, embrujada por los ojos de Dembo, y su cuerpo se negaba a admitir la comida. Mama Mai le metía los granos de arroz, uno a uno, en la boca y Aminata, tozuda, los escupía. Día tras día se iba consumiendo en un abatimiento oscuro que la engullía y la arrastraba hacia las profundidades de un pozo de donde sabía que era imposible salir. Cayó en él lentamente y se regodeó hasta sentirse bien. La debilidad la elevaba hacia un estado de contemplación mística y la espiritualidad la seducía. La terrenalidad la había herido, ¿para qué empeñarse en conservar la vida? Quería dejar atrás el lastre inútil de un cuerpo que no le pertenecía y, sin admitirlo, se preparaba para abandonarlo.

Fue el babu quien la salvó de la muerte al entender que el espíritu de Rama la había poseído y que luchaba para llevársela con ella. El babu estuvo a su lado noche y día amándola, rezando oraciones y exorcizando a los demonios sin descanso. Su babu la salvó con la ayuda de la magia y actuó como un chamán poderoso contra la maldad de Rama.

Aminata volvió lentamente a la vida, abrió los ojos y encontró la sonrisa desdentada del babu a la cabecera de su jergón y los brazos amorosos de mama Mai meciéndola. No estaba sola. Por las noches la acompañaban Koko y Adama con sus risas adolescentes. Por las mañanas Jatu la visitaba con el pequeño Malang y la animaba a recuperarse con la promesa de los hijos que tendría.

El veneno de Rama se diluyó hasta desaparecer y Aminata volvió a levantarse, a barrer el patio, a ir a la fuente a por agua, a moler el mijo y a acompañar a las mujeres al campo como había hecho desde su iniciación. Ahora, sin embargo, añadía una nueva responsabilidad a sus obligaciones: preparar el ajuar para la boda.

Lo hizo de rutina, sin aspavientos ni excesivas alegrías. El babu procuró que fuera un ajuar digno, y Koko, quisquillosa, se tuvo que morder la lengua pues al final el ajuar de Aminata no tenía nada que envidiar al ajuar de la prima Fatoumata. Cinco calabazas, tres ollas esmaltadas, veinte metros de tela estampada, tres mantas de lana de oveja y dos bonitas bandejas de plástico de color amarillo. Además de esto, un montón de collares, brazaletes y baratijas para lucir en la ceremonia de la boda.

Todo el mundo le comentaba que estaba muy bonita, pero no tiene ninguna fotografía de ese día y a estas alturas no sabe si eran cumplidos de compromiso o verdades incuestionables. Ella no se quiso mirar porque no estaba interesada en su aspecto. Quería bucear por las oquedades de su pasado, por los pliegues de los cambios que vislumbraba en su futuro. Los parientes e invitados que fueron llegando de rincones remotos identificaron su opacidad con nerviosismo y aceptaron con naturalidad la imagen de una novia arisca, con los ojos bajos, el rictus congelado y el aire ausente. Sólo tenía dieciséis años y estaba asustada, interpretaban. Les pasaba a muchas chicas que no querían irse de su pueblo y alejarse de sus madres y hermanas. Además, añadían, no siempre las bodas eran del gusto de los contrayentes. El tiempo todo lo arregla, concluían con la sabiduría que otorga vivir.

Pero se equivocaban a medias. Si bien el tiempo acabó por arreglarlo todo, en el ánimo de Aminata no había rebeldía ni insumisión, sólo tristeza, una tristeza devastadora. La suya fue una boda discreta vivida con resignación y acatamiento. Un ritual agridulce que la propulsó un escalón más en el lento ascenso social de las mujeres mandingas. Había subido el primer peldaño, encontrar marido, y pronto superaría el segundo, el de demostrar su virginidad. Aún tendría que esperar un tiempo para enfrentarse al tercero, el de pregonar su maternidad.

Se deleitó íntimamente del triunfo contra todos aquellos que vaticinaban que la maldición de Rama perviviría en sus hijas. Una victoria personal que no habría sido posible sin la intervención rotunda de su padre que, como era natural, había decidido su futuro sin consultarle. Y como compensación a su obediencia, Aminata, la hija complaciente, gozaría del reconocimiento de su nuevo estatus que le permitiría pasar al kafo de las mujeres casadas, casi el definitivo.

Sus compañeras del sungkutó kafo, las mujeres solteras a quienes pronto abandonaría, le pintaron las manos y los pies de henna y la ataviaron para la noche de bodas. Estuvo rodeada de mujeres noche y día, riendo con ella, tranquilizándola las unas, inquietándola las otras, advirtiéndola sobre el dolor que sentiría, aleccionándola sobre los deberes sexuales del matrimonio. Fuera, los invitados comían, reían y asistían a las actuaciones de los griots.

Los novios permanecían aislados en sus respectivas cabañas. Protagonistas ausentes que esperaban pacientemente su momento con la desazón de quienes se sienten observados y controlados y con la angustia del que teme que tal vez no estará a la altura de las expectativas.

Los esperaba una actuación privada que se convertiría en espectáculo público.

Penetración, virginidad y sangre celebradas comunitariamente. La dun-dung kambang muso permanecería cerca de ellos durante el coito para ratificar la veracidad de la unión y mostraría al mundo la sangre de la mujer poseída por el hombre. La sangre de la virgen que sellaría la autenticidad de su pureza y demostraría el vigor del miembro de su marido capaz de desflorarla.

Sería el gran tema. Se hablaría de ello, se harían comentarios, apuestas y bromas groseras. Los hombres, más impresionables, desviarían la vista ante el belembo, la sábana manchada de sangre. Las mujeres la observarían de cerca, con avidez, y algunas, desconfiadas, dirían que era sangre de gallina. Los familiares del marido estarían satisfechos, los de la novia, tranquilos. La transacción, el pacto de sangre, habría llegado a buen fin.

Éste era el primer gran reto en el nuevo kafo de las mujeres casadas y en el último momento Aminata tuvo la certeza de que no lo superaría. A veces pasaba que algunas mujeres mentían acerca de su himen o simplemente no sangraban. Tanto daba, a ojos de la comunidad no eran vírgenes y eran devueltas de inmediato al hogar paterno. Un desprestigio, una vergüenza, una maldición de por vida.

Mama Mai la lavó con cuidado para cumplir con el deber del mañyo kuroo, de ser entregada limpia y pura al futuro marido. Aminata temblaba aquella noche cuando fue conducida por la griot hasta la cabaña de Abdoulieu, protegida por las hojas de gipampang que asustan a las brujas por su olor desagradable.

Tenía los ojos bajos y la conciencia de fracaso fuertemente arraigada. Era la hija de Rama, había sido embrujada por Dembo y su destino estaba vinculado a la fatalidad. La noche antes de la boda había recibido la visita de Dembo despidiéndose. Tenía los ojos extrañamente verdes, del color de las algas, y una sonrisa errática. Decía que era feliz en brazos de la sirena del río, casi tan bella como Aminata, y que la amaría siempre.

Nadie le habló de Dembo para no estorbar su boda, pero tan sólo unas semanas antes el destino había clavado sus garras en el joven griot engullido por las aguas, probablemente ahogado, durante una plácida travesía. Decían que Dembo no había vuelto a ser el mismo desde el bautizo del pequeño Bubakar. Su padre se dio cuenta de que estaba embrujado y a pesar de que consultó con dos marabuts muy sabios no lograron borrarle la melancolía de los ojos, melancolía que se agravó al enterarse de la inminente boda de la joven Aminata, salvada de la muerte gracias a la magia de su abuelo.

Dembo emprendió un viaje acompañando al padre y al hermano. Contemplaba el fondo del río cuando, de repente, dijo que oía una voz desde el fondo de las aguas que lo llamaba. Su rostro se demudó y pese a que el hermano y el padre corrieron para sujetarlo antes de que fuera demasiado tarde, no llegaron a tiempo. Dembo se agachó con los labios entreabiertos y enfebrecidos, dispuestos al beso, inclinó la cabeza y fue arrastrado hacia las aguas turbias por la mamiwata del río.

A pesar de que lo buscaron y removieron el lodo del fondo del río con palos y cuerdas nunca encontraron su cuerpo. Dembo quedó para siempre prisionero de los brazos de la mamiwata que le amaría eternamente. Era joven, bello y fuerte, el amante favorito de las sirenas.

La noticia corrió como la pólvora por Tunkarakunda, aunque nadie creyó oportuno que la novia se enterara. Aminata lo supo a su manera, filtrando el silencio y recibiendo hospitalariamente al espíritu del Dembo a convivir con ella. Como había hecho con Rama y con Awa. Intuía que era amiga de la muerte y que los muertos ya formaban un cortejo nutrido. Rama, Awa y Dembo la frecuentaban desde el más allá y compartían su soledad.

Hay cosas que no se pueden decir, y ella no dijo nunca a Abdoulieu que Dembo, el joven griot que la embrujó con sus ojos, le hacía compañía por las noches y la visitaba en sueños. La noche de bodas también estaba mientras Abdoulieu cumplía como buen marido y la desfloraba. Dembo secó con dulzura las lágrimas de los ojos de Aminata y besó sus párpados aprovechando el momento en que Abdoulieu, satisfecho de su vigor masculino, entregaba el belembo manchado de sangre a la dun-dung kambang muso para que lo enseñara a los invitados.

El consuelo de Aminata fue darse cuenta de que había cosas que no hacía falta que fueran dichas, que le pertenecían porque eran suyas, muy suyas y lo serían siempre.