LOLA
El imán
Lola mira la lista de pacientes de reojo mientras escribe la receta de un antibiótico con letra picuda. Ha estropeado irremediablemente su caligrafía. Letra de médico la llamaban antes, letra estresada dice ella. El estrés de la impotencia de atender más casos de los que humanamente puede asumir. El estrés de no ser capaz de paliar el sufrimiento. El estrés de no poder dedicar un rato a charlar con los que tiene sentados delante y darles el trato personal que merecen.
Ha decidido que hoy hará una excepción con Aminata, sin embargo, no puede diluir el mal gusto de las palabras que pronunció la noche pasada el imán y que le regurgitan una y otra vez como la digestión amarga de una velada que podría haber sido distendida y amable.
—Las mujeres sin purificar están poseídas por una lujuria avasalladora —soltó en medio de la cena sin un ápice de pudor.
Lujuria. Lujuria. La palabra retumbó en la cabeza de Lola como un eco antiguo de voces milenaristas trompeteando amenazas infernales. Lujuria iba asociada a mujer impúdica y la remitía a Jezabel, a Eva, a Salomé y a todas las pecadoras bíblicas. El fanatismo del imán sorprendió al propio N’Damb. Fuera chiita o sunita tenía ideas propias y argumentaba que la libido de la mujer era insaciable y que la única solución era suprimir el origen de la anomalía. La excisión. Una vez purificadas las mujeres se comportaban adecuadamente y volvían a ser personas.
Lola ignoraba si las mujeres que se sentaban alrededor de la mesa, repleta de exquisitos manjares, estaban circuncidadas. Pero todas giraron la cabeza y se la quedaron mirando a ella, la blanca sin purificar, la mujer lujuriosa.
Trató de rebatir la absurda afirmación manteniendo la sangre fría y refiriéndose con términos médicos a la función reproductora, una jerga científica que habitualmente le funcionaba porque no admitía réplica. No se trataba de ninguna opinión subjetiva, eran evidencias irrebatibles. Habló de estrógenos, de ovulación, de fertilidad, de receptividad sexual, y cuando creía que lo había vencido, el imán, impertérrito, soltó otra frase para el olvido.
—La misión de la mujer es parir hijos y la circuncisión es una garantía de fertilidad. Una mujer no purificada es una mujer estéril.
La mueca de estupor del doctor N’Damb no detuvo al imán que se giró hacia ella y le preguntó cuántos hijos tenía. Lola calló amedrentada. El imán, notablemente satisfecho por su argumentación, arremetió contra el fin de Occidente por la pérdida de la fertilidad de sus mujeres. En cambio, se jactó de que entre sus tres esposas sumaban veintidós hijos.
Lola se siente responsable por haber sacado el tema, por haber atizado el fuego y por haber provocado el malestar incómodo de los demás comensales. Fue una equivocación asistir a la cena de Ramadán de los amigos del doctor N’Damb y plantear públicamente el debate sobre la ablación. A estas alturas aún no sabe si creer que el imán invitado en la mesa es la excepción o la norma. En cualquier caso, existe y no lo ha inventado. Un hombre que tiene ideas peregrinas sobre la ablación femenina y las esgrime como bandera. Un hombre que está autorizado para dirigir las oraciones y aconsejar a los fieles. Un hombre que interviene en asuntos morales, familiares e íntimos. Un hombre que es la voz de una comunidad y la controla.
Inquietante.
No sirvió de nada que el doctor N’Damb, contrariado, la acompañara a casa para disculparse y afirmara que la opinión del imán no representaba a la colectividad. Médicamente —puntualizó— no estaba de acuerdo con la relación que establecía el imán entre lujuria y clítoris. En su país decían popularmente que la circuncisión femenina bajaba la temperatura de las mujeres, o sea las enfriaba. Y en algunos casos, añadió, el dolor que provocaba el coito podía ser disuasorio.
Hablaba con convicción y conocimiento de causa. En otra ocasión tal vez no se hubiera atrevido, pero fuera por la indignación que sentía o por la tensión a que había sido sometida Lola le preguntó directamente, sin rubor:
—¿Puedes comparar? ¿Has tenido relaciones sexuales con mujeres excindidas y enteras?
El doctor N’Damb perdió su aplomo por unos instantes. Era una pregunta demasiado directa para esquivarla.
—Me resulta extraño hablar de sexo con una mujer, en mi país no es habitual.
—Considérame una médica, una especialista.
N’Damb titubeó hasta que se sinceró.
—Tengo una mujer purificada en Senegal y creo que no ha disfrutado nunca del sexo.
Lola no se esperaba una confesión de ese tipo. Quizá se había excedido con su interrogatorio tan directo. O quizá N’Damb se sentía aliviado de poder contarlo en voz alta porque no lo había hecho nunca.
—Mi mujer no expresa nada, no sé lo que le gusta y lo que no, ni siquiera sé si le hago daño. Es sufrida. En ninguno de los tres partos dejó escapar un gemido.
Lola estaba francamente sorprendida.
—¿Quieres decir que tu mujer no tiene ninguna respuesta sexual?
—No lo sé a ciencia cierta, pero lo que puedo asegurar es que no tiene orgasmos y que su excitación es, como te lo diría, poco evidente.
—¿Y no lo has hablado nunca con ella?
N’Damb se sintió atrapado.
—Allí no se hace. No se habla. Sería inapropiado, extraño, fuera de lugar.
—No lo entiendo —expresó Lola en voz alta—. No entiendo cómo puede existir el sexo sin comunicación.
Rápidamente N’Damb se agarró a un hierro candente.
—En cambio con las mujeres occidentales ha sido muy diferente. Aquí sí que he hablado de sexo. Aquí las mujeres buscan a los hombres, piden lo que quieren y sienten placer.
—¿Y eso te hace sentir peor o mejor?
N’Damb lo dijo sin dudar.
—Es mucho más estimulante.
—¿Y por qué no lo has intentado con tu mujer?
N’Damb se encogió de hombros.
—No lo entendería. Creería que la quiero ofender tratándola como a una cualquiera y se lo tomaría mal. Es una mujer purificada, no tiene nada que ver con una occidental.
Lola calló. No le había gustado el tono con que N’Damb había pronunciado «purificada» contraponiéndolo a «occidental» y «cualquiera». La comparativa elevaba las mujeres mutiladas al altar de la santidad. Identificaba a la mujer pura, excindida y madre con la mujer ideal y condenaba a las occidentales al infierno de las lujuriosas estériles. No le gustó nada detectar cómo los prejuicios culturales arraigan hondo y fructifican en percepciones ortopédicas.
N’Damb continuó desgranando sus excusas.
—Se lo hicieron de pequeña, ella ni se acuerda, allí es lo más normal.
Lola sólo lanzó una pregunta.
—¿Se lo harás a tus hijas?
N’Damb dudó un buen rato.
—Yo no soy partidario, si vienen aquí no se lo haré.
—Pero están allí.
—Éste es el problema, que no puedo interferir ni desautorizar a mi madre, que es quien decide. En África las mujeres tienen más poder de lo que pensáis.
El cinismo le dolió. Podría habérselo ahorrado. Las mujeres en África ejercían el trabajo sucio de cortarse las unas a las otras y hacer correr los bulos intimidadores que los imanes y los hombres habían elaborado cuidadosamente. Si no se sometían al ritual, serían lujuriosas y rebeldes, por supuesto, ningún hombre querría casarse con ellas.
Adujo que le dolía la cabeza para eludir cualquier intento de N’Damb de volver a experimentar la fogosidad de una occidental. A despecho de su sonrisa blanca, de su cuerpo escultural y de sus manos perfectas, no le apetecía meterse en la cama con él. Olía a cobarde. Era culto, médico, conciliador, viajado, conocedor del cuerpo humano y diferenciaba con exactitud una circuncisión de una amputación. Sabía de los peligros sanitarios que conllevaba, de las secuelas psicológicas que dejaba, de las limitaciones sensoriales del cuerpo femenino, de la falta de respuesta sexual que significaba la ausencia del clítoris. Lo sabía en primera persona. Había comparado y había elegido el sexo compartido de las europeas liberadas, más estimulante y agradable. Una sorpresa inesperada de Occidente que le regalaban las pieles blancas, los cuerpos intactos y la moral desinhibida heredada de la revolución del 68. Y, sin embargo, acataría la decisión de una vieja supersticiosa y antigua, como su madre Carmiña, que en nombre de una tradición que se colaba aún por todas las rendijas del siglo XXI podía dañar la vida de la sus hijas y constreñir su libertad.
La lista de pacientes va adelgazando a medida que envejece la mañana. Entre visita y visita, Lola mira inútilmente a través de los ventanales. Hoy, una bruma sucia oculta el mar y no encuentra el consuelo del azul para amortiguar la tristeza.
Pero al abrirse la puerta, Aminata llena la consulta de luz. Esbelta y con una belleza salvaje que hiere la vista, lleva al pequeño Ousman a vacunar. La estaba esperando. Desde la charla con la doctora Geuder ha ido pensando cómo encarar la tarea preventiva que les proponía la antropóloga.
Ante todo procede a la rutina de preparar la triple vírica y pinchar el brazo gordezuelo del pequeño Ousman que arranca a llorar desconsolado. Aminata le ofrece el pecho y la leche tibia le tranquiliza. Ambos se miran, el hijo traicionado, con reproche, la madre con ternura, disculpándose. Mientras Lola guarda la jeringa y tira la aguja contempla con el rabillo del ojo la imagen y se pregunta cómo debe ser amamantar, el acto más íntimo entre madre e hijo. El calor, la proximidad, la tibieza de la leche que transita de un cuerpo a otro sin intermediarios. Se dice que no son celos, tan sólo curiosidad.
—Me gustaría que me trajeras a Fatou —pide a Aminata con voz neutra, como un trámite más—. Le haré una revisión completa.
Aminata asiente y Lola traga saliva, nerviosa, y procura hablar con delicadeza. No lo ha hecho nunca.
—Quería preguntarte si tienes pensado llevarla a Gambia.
Aminata calla sin evidenciar la más mínima alteración. Continúa manteniendo el rictus impenetrable, la mirada orgullosa de una mandinga que se sienta con la espalda erguida y la cabeza alta. Duda y al cabo de un rato niega con la cabeza. Lola habla sabiendo que una vez ha empezado debe llegar al final.
—Probablemente, si la lleváis en Gambia las abuelas querrán practicarle la sunna. Como a ti, como a Binta.
Le parece detectar una sombra velada en los ojos de Aminata. Un recuerdo triste, tal vez.
—Aquí en España está prohibido mutilar a las niñas, aunque se haga en Gambia. La ley es para protegerlas. ¿Lo sabías?
Aminata lo niega sin aspavientos. Es la pura verdad, se enteró hace apenas unas semanas.
—Pero no se trata de la ley. A mí, como médico, me preocupa la salud de Fatou. Algunas niñas mueren o se contagian de enfermedades graves, otras sufren anemias o tienen malas cicatrizaciones y problemas en el parto cuando son mayores o infecciones de orina recurrentes como tu Binta.
Lola le entrega un tríptico con una bonita fotografía que Aminata se queda contemplando, embobada.
—Léelo y hablamos el próximo día. Dáselo a tu marido y coméntalo en casa. Si tienes dudas, cuando vea a Fatou os las responderé. ¿De acuerdo?
Aminata, con el papel en la mano, parece confusa. Lola malinterpreta su inquietud. No sabe que es analfabeta.
—¿Quieres que tu hija sea feliz?
Una vez pronunciada le parece una pregunta absurda. La idea de la felicidad de Fatou difiere según quien la proyecte. La sunna le será practicada para ofrecerle la felicidad africana, para que sea una mujer aceptada, casada y con hijos. Tal como habría hecho Carmiña con ella si hubiera nacido en Bakau.
—Perdona. Ya sé que sí, que quieres lo mejor para Fatou —rectifica—, pero precisamente por eso no puedes hacerle daño ni privarla de algo que es suyo porque Dios se lo ha dado.
Lola ha pronunciado Dios con la boca pequeña. No suele tenerlo nunca presente, pero le ha parecido que atribuir la potestad de preservar la vida en nombre de Dios es tan lícito como la de apropiarse de él para cortar a las niñas. Y, sin embargo, no es amigo suyo. Lo empezó a rechazar de pequeña y lo borró de su vida en la adolescencia. No le perdona las prohibiciones y las amenazas que pronunció su madre en su nombre amedrentándola con el infierno, los demonios y los castigos divinos. Detestaba el fanatismo de su madre. La benevolencia no formó parte de su educación. Ha estado a punto de pronunciar Alá para distinguir a los dioses, pero ha optado por generalizar y escudarse en la vaguedad.
Aminata ya se ha puesto en pie y coloca al pequeño Ousman dormido dentro del cochecito. Lola querría percibir una chispa de gratitud por sus palabras. Desearía que la mujer le agradeciera el interés con algún gesto, alguna frase, pero espera en vano. La ha desbaratado y está destruyendo sus creencias más íntimas. El edificio sobre el que ha construido su vida comienza a desmoronarse. Lo siente, pero no ha sabido hacerlo de otra forma.
Aminata camina enhiesta, orgullosa y con elegancia. Pura fachada. Intuye que interiormente está hecha añicos.
Se despide educadamente, con el tríptico en la mano y un velo en los ojos. Lola sabe que ha traspasado la línea y que ahora ya no puede echarse atrás.