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AMINATA

El poeta

Aminata ha pasado un mal trago. Binta ha llegado de casa de una amiga con las facciones demudadas, ha dicho que no quería cenar, se ha encerrado en el baño y al rato ha salido llorando como una Magdalena. No ha habido forma humana de consolarla. Lloraba con todo el desconsuelo del mundo y las lágrimas, como un torrente, han mojado la colcha y han empapado el colchón. Pero Binta no ha permitido que se le acercara. Lo que más le ha dolido ha sido el rechazo. Binta, su hija, ha despreciado su proximidad y sus palabras. Binta rezuma odio y Aminata, acobardada, se pregunta cuál es la causa.

Intenta recordar si a sus catorce años ella también sufrió como Binta, si se derrumbó, si lloró. Todo está difuso. Sabe que sí, que estuvo a punto de morir, pero su sufrimiento llegó más tarde y fue un sufrimiento de mujer.

A los catorce años, antes de sangrar, era feliz como todas las niñas africanas.

No se quiere engañar, cree que no se engaña, pero fueron tiempos alegres en la muso-bun-bah, la gran casa de las mujeres.

Compartía cama con Adama y Koko y dormían las tres abrazadas, cómplices. Eran hermanas de sangre y quizá por eso no peleaban nunca. Intercambiaban la ropa y las golosinas, jugaban y aprendían a atarse el fannou, el pañuelo que utilizaban de faldas, y a trenzarse el cabello con coquetería. Por las noches se contaban secretos sin importancia y se burlaban de las muecas patéticas de Kenbugul y de los ronquidos de mama Mai.

Koko, la más alocada, viajó a Sarakunda, y al volver les relató una y mil veces la boda de su prima Fatoumata. Cantaba la lista de los regalos fastuosos que tuvo porque hizo un buen matrimonio con un comerciante rico de Sarakunda, la ciudad más grande de Gambia, más grande incluso que la capital Banjul y que la costera Bakau. Koko desde ese momento soñó con celebrar una boda por todo lo alto como su prima Fatoumata. Quería que le regalaran una máquina de coser y un televisor e ir a vivir a una ciudad ajetreada, ruidosa, viva. A una ciudad llena de coches, calles, mercado y tiendas. Cerca de Sarakunda estaba el mar, parecido al río, pero de un azul verdoso y de una inmensidad inalcanzable, según Koko. Las orillas del mar lamían países llenos de blancos que llegaban a Gambia a bordo de barcos y aviones. Aminata había visto algunos blancos, hombres y mujeres de piel mortecina, cuerpo fofo y pelo descolorido. Le resultaban desagradables. No le cabía en la cabeza que hubiera países enteros llenos de blancos. ¿Por qué tenían ese color enfermizo y los ojos tristes y acuosos? ¿Por qué tenían unas fisonomías tan poco afortunadas? No, se decía Aminata, no era natural. Pero a Koko no le preocupaba convivir con los blancos. Quería ser moderna y disfrutar de la modernidad, quería ir a la escuela y aprender inglés, les confesó. Aunque fuera una lengua difícil, muchos primos suyos la hablaban y la escribían. Además, aclaraba, el inglés era la lengua de los televisores, los cines y los electrodomésticos. El árabe, en cambio, sólo servía para las escuelas coránicas y para visitar La Meca.

Koko era avispada y ambiciosa. No le importaba convertirse en la cuarta esposa de un viejo barrigón cargado de hijos. Tenía claro que la última mujer, como su prima Fatoumata, es siempre la preferida de su marido y que consigue todo lo que desea. Había regresado de Sarakunda deslumbrada por la civilización y durante mucho tiempo las agobió con las maravillas que había en casa de su prima, entre otras la magia impensable de pulsar un botón en la pared y romper la oscuridad de una habitación cerrada aprisionando la luz en una esfera de cristal, llamada bombilla, que colgaba del techo. Les habló de radios, teléfonos, televisores y ordenadores. Aparatos por donde salían músicas, voces, personas e incluso historias.

Tantos ingenios resultaban impensables, y Aminata, espoleada por las fabulosas historias de la prima, concibió la misma aspiración de una boda sonada para conocer de primera mano el mundo civilizado.

Aminata era la mayor, la más bella y la preferida del babu. Tenía a su cargo al pequeño Malang, su hermanito. Ya nadie le reprochaba que fuera la hija de Rama, ni siquiera Jatu, la jovencísima tercera mujer de su padre y madre de Malang. Jatu era dulce y cariñosa, a diferencia de Kenbugul, una llorona estéril que culpaba a unos y otros de su destino de cañalengo, siempre con su calabaza en el cuello como prueba de su infertilidad y evitando los lugares sagrados donde su mal podría contagiarse a otras mujeres. Kenbugul vivía como una apestada, y si bien Aminata la compadecía y justificaba la acritud de su carácter, se llevaba mucho mejor con Jatu.

Jatu, muy joven, tenía el ojo izquierdo tullido y la mejilla quemada por el agua hirviendo que le arrojó Rama, pero, a pesar de su desgracia, sonreía a Aminata y le confiaba a su hijito Malang, un niño vivaracho y travieso que Aminata llevaba arriba y abajo atado a la espalda por su bamburang, el pañuelo que las niñas aprendían a usar muy pronto para transportar a sus hermanos pequeños.

Aminata barría, iba a buscar agua a la fuente, servía a las abuelas, a las madres y las tías y aprendía a cocinar. Competía en el patio con sus primas y hermanas para ver quién molía el mijo más deprisa y quién dejaba las calabazas más relucientes. Tenía cuidado de su ropa, se ocupaba de la crianza del pequeño Malang, acompañaba a mama Mai al campo y se sentaba por las noches bajo el baobab para oír las historias del babu.

No esperaba nada, no deseaba nada, no sentía ninguna impaciencia, ninguna desazón. El tiempo transcurría sin prisas, apaciblemente, y Aminata vivía en sintonía con el agua que brotaba de las nubes en la estación húmeda y aceptaba con la misma disposición optimista las largas jornadas al sol, encorvada sobre la tierra caliente, plantando y cosechando cacahuetes, algodón o arroz.

Los pechos se redondeaban con la dulzura empalagosa de los mangos y las caderas se fortalecían al ritmo de los jenbés. La música la enloquecía, trepaba por las piernas y la poseía hasta hacerle perder la cordura. La llevaba en la sangre igual que su maldición. Aminata, con catorce años, era esbelta como Rama y poseedora de su misma belleza salvaje.

Y porque estaba maldita conoció el amor.

En su tierra el amor no tenía nombre y Aminata se enamoró sin saberlo. No pudo identificar la inquietud que le impedía dormir, la necesidad de verlo de nuevo y el deseo absurdo e improcedente de frotar sus pieles. Fue un amor fugaz, repentino, a primera vista, y a pesar de todo rotundo. Pero no lo entendió hasta mucho tiempo después, una vez vivía en Mataró, entendía español y miraba series de televisión que hablaban de mujeres enamoradas que suspiraban a todas horas por estar en brazos de su amante. En aquellos momentos, cuando le sucedió a ella, creyó que había sido víctima de un embrujo porque la imagen de ÉL quedó impresa en su retina, más allá de su voluntad de expulsarla, y el espíritu de ÉL la visitaba sin permiso durante muchas noches y la importunaba obscenamente desde los recovecos de sus sueños.

Se llamaba Dembo y era un griot joven. Aminata oyó su voz, se dejó envolver por su música, y al levantar la vista, con curiosidad, quedó prisionera de sus ojos. Miraban lejos, hablaban del pasado y la memoria y tenían la sabiduría de los hombres viejos y la osadía impúdica de la juventud.

Fatalmente, como siempre les pasa a las mujeres víctimas del maleficio, los ojos de Dembo, inquietos, apasionados, se detuvieron unos instantes en ella, la traspasaron desvergonzadamente y la hicieron suya.

Los griots, poetas y músicos que cantaban las hazañas de las familias y mantenían viva la memoria de los pueblos, eran hombres seductores que cautivaban a quienes los escuchaban. Dembo, hijo y nieto de griots, adiestrado desde niño para cumplir su destino, sustituyó a su padre en el bautizo del sobrino de Jatu.

La fatalidad es un cúmulo de coincidencias.

Aminata había acompañado a Jatu río abajo, a su poblado, para asistir a la ceremonia ñyamboo del bautizo de su sobrino nacido durante la estación seca. Jatu, la hermana del padre del recién nacido, era la madrina y tenía que estar allí. Aminata ya había visitado antes el poblado de Jatu y se sentía como en casa. Todos la aceptaban y la querían a pesar de ser la hija de Rama, la coesposa celosa que quemó a Jatu años atrás.

Dembo y Aminata coincidieron trágicamente.

Ninguno de los dos sabía que el azar jugaría con ellos y que saldaría esta coincidencia con una muerte. Acudieron a la cita con la alegría de la ignorancia.

Los bautizos eran ceremonias más breves que las bodas, pero igualmente celebradas por todos los parientes, la excusa predilecta para reunirse a charlar, bailar y comer. La comida de bienvenida casi siempre era un tulusé sabroso cocinado con pescado del río y aceite de palma, rojo y espeso. Un plato consistente, un lujo. Todo el mundo aprovechaba la ocasión para sacar el vientre de penas y montar jarana con la familia.

La tarde que los dioses habían elegido para que los ojos de Dembo poseyeran la voluntad de Aminata la fiesta transcurría serenamente, según el ritual, y nada hacía prever que aquel bautizo sería diferente de los demás. El imán cortó un mechón de pelo del bebé, preparó los jujus, los talismanes que lo protegerían de los malos espíritus, y acto seguido bebió el agua de la calabaza masticando las nueces de cola para tener la fuerza de susurrar un nombre al oído del recién llegado. Bubakar, dijo con suavidad mientras al otro lado del patio un cuchillo cortaba el cuello del corderillo que balaba tristemente, con la agonía de la muerte, al tiempo que el pequeño Bubakar recibía la vida. El péndulo inapelable. La naturaleza celosa de vida reclamando el orden sagrado de la restitución.

Aminata comió el munkó, las bolas de harina y azúcar que le ofrecieron las mujeres, y disfrutó de la compañía de los parientes de Jatu que, entre bocado y bocado, le contaron un montón de chismes y la hicieron reír. Al atardecer, cuando el sol estaba a punto de caer bruscamente en el horizonte, Dembo cantó, la miró y el suelo tembló bajo sus pies. Fue un embrujo. El griot la embrujó con su mirada. Aminata vibró como la piel del jenbé que golpeaba Dembo mirándola con ojos hipnóticos. Dembo le sonrió. Dembo la contempló largamente, con el deleite de los descubrimientos imprevistos. Dembo se acercó hacia donde estaba sentada. Dembo le rozó la piel amparándose en la oscuridad repentina mientras se dirigía a ella, sólo a ella, y le preguntaba por su nombre. Quería transformarlo en una metáfora de la dulzura y añadirlo a sus canciones, le dijo. Era poeta y seductor.

Por la noche, Aminata no pudo conciliar el sueño. Sentía la fiebre devastando su piel y la tibieza de la música de Dembo acariciándole el alma. Al día siguiente, Dembo la invitó al río inconvenientemente y ella aceptó porque no podía negarse. Dembo la hizo reír lanzando piedras al agua, la emocionó contando la historia de su familia y cuando calló y clavó su mirada en ella, Aminata ya no tenía voluntad porque una mujer que se enamora de los ojos y la voz de un hombre que la hace reír ya es suya para siempre. Dejó que la mano de Dembo acariciara con delicadeza su piel y se estremeció. Pero era joven y escurridiza y se escabulló riendo y deseando al mismo tiempo que volviera a suceder. Este primer tanteo la sacudió como un rayo y a pesar de que no hubo más ocasiones de citas solitarias ambos se separaron con la certeza del reencuentro.

Éste es el gran error de los enamorados. Ignoran el tiempo, la distancia y las leyes y se refugian en la esperanza de los imposibles, incapaces de aceptar la fatalidad ni el destino.

—No puede ser —le advirtió Jatu discretamente al volver a Tunkarakunda.

—Olvídate —le recomendó su prima Koko al saber de su obsesión por volverlo a ver.

—Padre ya te ha encontrado marido —le comunicó su hermana Adama, que tenía mil orejas y escuchaba las conversaciones de los mayores.

Adama no se equivocaba. Poco tiempo después, Aminata vio cómo su padre recibía a unos parientes de Bakau, los agasajaba y aceptaba de su mano los cuatro dalasis y las nueces de cola que sellaban su compromiso matrimonial, el futón situ.

—Estás prometida al primo Abdoulieu —le trompeteó inmediatamente Adama, deseosa de estar en la piel de su hermana mayor e iniciar, ella también, su aventura matrimonial.

Pero Aminata no sintió frío ni calor. Un velo que le enmascaraba el corazón y le oprimía la risa le impedía celebrar su buena suerte. Koko, celosa, no hablaba de otra cosa y por despecho dejaba caer, como quien no quiere la cosa, el bajo precio que la familia del novio había pagado por Aminata. La excusa era el viaje inminente de Abdoulieu a París y los gastos que suponía para la familia, pero todo el mundo comentaba que la razón de un precio tan irrisorio por Aminata, una belleza joven y sana, tenía un nombre: Rama.

Aminata seguía el curso de los acontecimientos con indiferencia, ausente, alejada de las murmuraciones que se susurraban bajo el baobab.

Una noche, Tombong, su padre, la llamó y le comunicó que la había prometido con su primo Abdoulieu que vivía en Bakau y que ya habían cerrado los acuerdos con la familia. Era un buen partido, tenía veintiocho años y pronto marcharía a París a trabajar. Ella, Aminata, sería su primera mujer, la muso keba, y una vez se celebrara el matrimonio dejaría Tunkarakunda y se trasladaría a la ciudad, cerca del mar, a vivir en la casa familiar de los Marong. Debería ser una buena esposa y respetar y obedecer a su marido, a las madres de su marido, al padre de su marido, al abuelo y a las abuelas de su marido y a los hermanos y esposas de los hermanos mayores de su marido. Se esperaba de ella que le diera muchos hijos y así compensara el coste de su precio. Sus hijos pertenecerían al clan Marong para siempre. Los Marong serían su nueva familia.

—Has tenido mucha suerte —añadió su padre.

Aminata sabía que Tombong, su padre, tenía razón. Llevaba el estigma de ser la hija de Rama y nadie hubiera querido casarse con ella. Pero en lugar de alegrarse por su buena suerte, se entristeció tanto que estuvo a punto de morir.

Era una desagradecida.