23

BINTA

La amiga

Las noches del Ramadán son anaranjadas y dulces. La cena es una gran fiesta. Madre cocina tulusé, domodah o bentxini y la casa se llena del aroma del pescado y de la suavidad aterciopelada del arroz rojo, tintado con el aceite de palma que nos trae el tío Sankung de París. Los platos son coloreados y aromáticos. A mí me encanta pellizcar los pedacitos de calabacín y cordero, suculentos, meterme en la boca puñados de cuscús de sorgo y mojar pan en la salsa de cacahuete. Me vuelve loca el tió y el gusto áspero de las especies de allí como el jano y el jato.

Me gusta celebrar el Ramadán.

Madre se esfuerza en decorar las bandejas y presentar los platos como si estuviéramos en un restaurante. La cocina, siempre aburrida, esos días es tan apetitosa que busco cualquier excusa para entrar y curiosear. Se me hace la boca agua al oler los dulces, las golosinas, las salsas. Los aromas y los sabores me devuelven momentos maravillosos de mi infancia en Bakau que creía olvidados. Escucho los tambores, el rumor del mar, tarareo canciones antiguas y me entra la melancolía llorona de la nostalgia. Pero madre no permite que me distraiga y me apresuro a poner la mesa apenas se ha puesto el sol para que padre, al llegar, tenga una alegría y no le dé tiempo a enfadarse. Dicen que el ayuno pone de muy mal humor. No lo sé porque no lo he hecho nunca, madre considera que todavía soy muy joven. Ella tampoco lo hace porque está amamantando a Ousman y el islam es muy respetuoso con las mujeres embarazadas y las madres lactantes. El único que no prueba ni una miga de pan, no bebe ni una gota de agua, ni enciende un triste cigarrillo, desde que sale el sol hasta que se pone, es padre y por eso madre se apresura a servirle la cena tan pronto oscurece. A veces vienen amigos de padre y se ponen las botas mojando pan en la salsa de chew, que madre prepara como los ángeles, llenándose el plato a rebosar de domodah e hinchándose a dulces. Una vez ahítos, felicitan a padre por conseguir la mantequilla de cacahuete, el aceite de palma y el jato. Padre es un privilegiado porque tío Sankung, que gana mucho dinero en París, nos hace llegar los ingredientes que dan este sabor picante, agrio, tan peculiar a los platos de nuestro país. Los amigos de padre, una vez tienen la barriga llena, empiezan a reír y no pueden parar. Y eso que no beben alcohol.

Si el Ramadán coincide con el otoño y el invierno, resulta más llevadero porque hay pocas horas de luz, pero es muy duro hacer el Ramadán en verano, cuando el sol agujerea los tejados y los días no acaban nunca. Me lo comentó Sarjo, la vecina, en el ascensor. Sarjo no puede estar callada nunca. Me pellizcó los brazos y las mejillas y chilló risueña diciendo que cada día era más alta y más guapa y que quería hablar conmigo de mujer a mujer. Y en un lugar tan inadecuado como el ascensor me preguntó, de pronto, si ya sabía qué pasaba entre un hombre y una mujer una vez se casaban. Me pilló desprevenida y probablemente se me escapó un gesto asustado. Quiso enmendarlo diciendo que ella era como una hermana de mi madre y que su obligación era contármelo con todo detalle tal y como se lo había contado la hermana de su madre a ella. Agradecí su interés y le dije que tenía exámenes, que más adelante ya encontraría un ratito y le haría una visita. Y Sarjo, repentinamente grave, me advirtió que las chicas que estudiaban demasiado se deformaban de tanto estar sentadas. Se les torcía la espalda, les salía una joroba y no encontraban marido. Más valía que aprendiera a cocinar y a llevar una casa, los estudios no me ayudarían a conseguir un buen matrimonio.

A mí se me escapaba la risa, pero ella lo decía en serio. Se lo creía de verdad. Estaba convencida de que las mujeres cuanto más burras más felices. Claro, las mujeres incultas se dejan avasallar por el marido, como ella, y todo les resulta más fácil. ¿Es eso lo que quiere?

¡Que se joda Sarjo!

¡No iré! No necesito que una vecina ignorante —y orgullosa de serlo— me dé lecciones sobre rituales africanos del siglo pasado. Todo lo que quiera saber acerca de sexo lo averiguaré por mi cuenta. Yo ya tengo mis propios recursos.

Me he levantado de buen humor porque lucía el sol, redondo, rojo, y el viento de levante había barrido las nubes y había lavado el cielo. Todo era claro y diáfano, como el amor de Eric y las poesías de Pedro Salinas.

Me he armado de valor y le he pedido a Marta Cardona si me podía contar cómo se lo montó este verano con Pablo de bachillerato. Ha accedido encantada. Todo el mundo sabe que Marta se enrolló con Pablo de bachillerato porque lo ha pregonado a los cuatro vientos y se ha enterado hasta la directora del instituto. A comienzo de curso fue lo primero que dijo al llegar. ¡Eh, peña! No adivinaríais nunca con quién me lo he montado en Palamós. Siempre que Marta Cardona abre la boca, la humanidad se vuelve silenciosa. Incluso los pájaros de la morera del patio cierran el pico y la escuchan. No necesita pegar berridos como la de mates, no le hace falta aporrear la mesa como al de dibujo. Marta Cardona haría callar a un ministro porque sabe imponerse. ¡Con Pablo de bachillerato!, nos comunicó. Y todas aplaudimos porque Pablo de bachillerato es el chico más guapo del instituto y es un honor que una chica de tercero pase la mano por la cara a las pavas de bachillerato, que son unas estiradas y unas creídas porque tienen más tetas y fingen ser más interesantes. Marta Cardona es la caña, pero Pablo de bachillerato es un cerdo. El primer día de curso, al salir todos al patio a comernos el bocadillo, pasó por su lado muy tieso, sin saludarla, e hizo ver que no la conocía. Caminaba como un autómata mirando al infinito para no bajar los ojos y no detenerse en los de Marta Cardona. La esquivaba a sabiendas y sólo le faltaba silbar y meterse las manos en los bolsillos. Pero Marta Cardona no se cortó un pelo. Eh, Pablo, le espetó. ¿A qué juegas? Pablo se hizo el sordo y pasó de largo y, Marta Cardona, enfadada, le lanzó un balón en la cabeza con toda su fuerza, que tiene y mucha, y lo dejó aturdido. Pareció que había sido un accidente y nadie acusó a Marta Cardona de intento de asesinato. Pablo tampoco la denunció. Simplemente la esquivó, procuró no coincidir más en el patio con ella y, a escondidas, volvió a salir con su novieta de siempre, Lucía Bordons de bachillerato. Hasta que Marta Cardona se enteró, montó un cirio y lo arañó en los pasillos del comedor. No quería, lloriqueó para conmover a quienes la escuchaban, ella no quería herirlo, sólo lo quería abofetear, pero tenía las uñas largas y se le clavaron en la cara de Pablo sin querer. El jefe de estudios le abrió un expediente porque las dos profesoras de guardia fueron testigos de la agresión. Pablo de bachillerato todavía tiene la cicatriz de las uñas de Marta Cardona en la mejilla izquierda y la tendrá toda la vida. Le está bien empleado.

Marta y yo nos hemos encerrado las dos en los lavabos del segundo piso, que son los más tranquilos, y me ha confesado que tenía muchas ganas de contar a alguien lo que había hecho con Pablo aquel verano. Ha reconocido que fue un amante muy tierno y muy cariñoso, que fue su primera experiencia sexual completa y que siempre la recordaría a pesar de que Pablo fuera un cobarde. Y, luego, ha vomitado un montón de cosas incomprensibles, a veces obscenas, a veces picantes, a veces divertidas que me han avergonzado. Ha hablado de sexo como quien habla de arroz con gambas, con la naturalidad y la frescura de las personas que están seguras de sí mismas. He empezado a entender que a Marta Cardona la vuelve loca la mano de un chico, precisamente allí donde a mí me pondría nerviosa que me acariciara Eric. Probablemente, porque a Marta Cardona nunca le han clavado un cuchillo ni le han cortado un trozo de carne. He entendido que soy diferente a ella, pero he callado como una muerta porque no quiero que nadie lo sepa. Así pues, he abierto mucho la boca y la he acompañado en su relato suspirando cuando ella suspiraba y riendo alocada cuando me guiñaba el ojo con complicidad. La he engatusado haciéndole creer que lo pillaba todo. Al final, me ha susurrado que algunas de las cosas que sabe las aprendió de las revistas femeninas que tiene su madre y que si les quería echar un vistazo podía ir a su casa aquella tarde, que no estaban sus padres, y nos las miraríamos juntas. Hay fotografías y dibujos y un consultorio de sexualidad donde las lectoras hacen preguntas, se aprende mucho, ha añadido. Por supuesto, he aceptado de inmediato. Una imagen es mejor que mil palabras, he pensado.

Por la noche la luna parecía deslucida y enferma, como yo. He llegado a casa muy tarde, con el corazón encogido y la espalda doblada de tanto como me pesaba lo que acababa de descubrir. Me daba igual que mi padre me matara por haber leído revistas prohibidas en casa de una amiga. Me daba igual que madre cumpliera su amenaza de venirme a buscar al instituto por las tardes. Me daba exactamente igual que en aquellos mismos momentos estallara la Tercera Guerra Mundial o que Corea del Norte lanzara una bomba atómica sobre la Cibeles.

No he querido probar la cena. Me he encerrado con doble llave en el lavabo y me he desnudado en silencio, con la misma resignación de los judíos de los campos de exterminio al doblar la ropa, coger la pastilla de jabón y dirigirse sin esperanzas ni alaridos a las cámaras de gas. Lo sabían. Yo también. He levantado la cabeza y me he mirado al espejo detenidamente, sin miedo, decidida a averiguar lo que nunca me han explicado. He visto la cicatriz, el vacío irreparable del trozo de carne que me extirparon. He pasado el dedo por encima. Nada. No sentía nada. No he sentido lo que Marta Cardona siente y que la hace volver loca.

Ahora sé lo que la ngansimbah me cortó.

Ahora sé lo que no tendré nunca.

Y no se lo perdono.