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LOLA

La familia

Tiene ojeras y casi no ha dormido. Lleva todo el fin de semana alerta, vigilante, con los nervios a flor de piel, creyendo absurdamente que era él cada vez que el ascensor se detenía en su rellano. Se quedaba unos segundos expectante, atenta a los ruidos inclasificables, y deseaba y temía que sonara el timbre de su piso.

Huyó a Mataró para desactivar la expectativa del retorno imposible. Puso distancia para cerrarse ella misma la puerta de la espera. Siempre odió a la boba de Penélope, la mujer de Ulises, que esperó estúpidamente durante veinte años.

No quiere, le irrita esperar, y a pesar de todo ha sido educada para la espera.

¿Qué otra cosa podía hacer su madre, nacida un pueblecito de Orense en pleno franquismo y en una casa llena de vírgenes y santos? La madre emigró a Barcelona de joven, de la mano de unos padres meapilas y supersticiosos a quienes la ciudad les pareció un escándalo. A principios de los sesenta, la abuela, la señora Celsa, enlutada y con pañuelo en la cabeza, prohibía a su hija Carmiña acortarse las faldas y salir con chicos. El sexo era pecado y la virginidad incuestionable. Hace apenas cincuenta años la joven Carmiña, la madre de Lola, aprendió a coser, a hacerse la cama, a cocinar y a ser una buena esposa sin que a la señora Celsa se le ocurriera explicarle qué era un orgasmo ni dónde tenía el clítoris. No se lo explicó porque simplemente no lo sabía.

Una de las curiosidades que Lola no ha podido dilucidar nunca es el secreto que escondía la cama de uno treinta y cinco de sus padres. ¿Qué pasaba bajo las sábanas compartidas a dos y sobre aquel viejo somier que chirriaba al saltar ella y sus hermanos los domingos por la mañana? No tiene ni idea de cómo vivió su madre el sexo. ¿Como un suplicio? ¿Como un peaje matrimonial? ¿Como un momento agradable en medio de una vida monótona y sórdida?

No tiene respuesta. Aunque lo intenta no puede imaginarlo. La intimidad conyugal de los padres es una caja blindada, pero duda que su madre disfrutase de su cuerpo. Llevaba la represión en la sangre y respiraba rígida, la espalda erguida, el gesto púdico de bajarse las faldas, los besos castos en la mejilla de su padre —un hombre huraño—, el puritanismo al apagar el televisor cuando las escenas subían de tono.

No, probablemente mientras el marido vivía y ella era joven, Carmiña debía considerar el sexo como un deber marital similar a lavar los platos o quitar los mocos a los hijos. Siempre habló con desprecio de una prima que se casó de penalti. Sinvergüenza, la insultaba para dejar claro que las mujeres no eligen, que las mujeres no deciden, que las mujeres no disfrutan del sexo y que las que no llegan vírgenes al matrimonio es porque no tienen vergüenza. O tienen muy poca.

Algunas jovencitas de la generación de Carmiña, nacida el 44, se pasaron por el forro el fanatismo casposo del nacionalcatolicismo e hicieron su pequeña revolución, la del mayo del 68. Pero eran chicas de buena familia, estudiantes universitarias, viajeras o de izquierdas. La madre de Lola era una provinciana y en plena transición democrática, a finales de los setenta, cuando España era una fiesta de expectativas de libertad y cambio, Carmiña aleccionaba a su hija pequeña para afrontar el futuro resignada a ser pobre y honrada, aguantar los malos humores del marido y criar muchos hijos.

No se puede decir que el discurso cuajara demasiado en la familia. O Carmiña tenía poco poder de convicción o los vientos de los nuevos tiempos soplaban del norte y se llevaban los rescoldos del pasado. Los resultados son inciertos. Cuatro hijos muy diferentes y un poco decepcionantes para una mujer que soñaba con ser abuela de un equipo de fútbol y asistir rodeada de familia a las procesiones de Semana Santa. Tan sólo la hija mayor, María, se casó joven, tuvo la parejita, se colocó de dependienta de unos grandes almacenes y se estableció en la comodidad de un matrimonio convencional. Pero ahora hará tres años, con los hijos adolescentes y ya pasada la cuarentena, decidió separarse, porque, según confesó a propios y extraños en un curioso ejercicio de sinceridad repentino, el marido era jugador y borracho. Veinte años callando la boca por la maldita educación de una madre que había llevado faja y enaguas. El hermano segundo, Ramón, tras un aura de misterio esconde una afección nada reprimida por los jovencitos. Los hermanos ocultaron a la madre la existencia de un cubano que le llenó el piso de parientes y que acabó fugándose con una supuesta hermana. La madre cree, no obstante, que es un santo porque va a misa los domingos y tiene un taller de reparación de coches con las paredes forradas de estampas de la Virgen. El hermano pequeño, Luis, un cabeza loca mileurista, vive el desenfreno en un piso de estudiantes eterno, pese a no haber estudiado mucho, y cambia de novia y de trabajo cada semana sin pretensiones de llegar a ninguna parte.

Carmiña se tuvo que conformar con los hijos de María, los únicos nietos, que ahora se han vuelto ariscos y se niegan a visitarla esgrimiendo que la abuela es del siglo pasado. Ellos nacieron justo antes del cambio de milenio, pero no quieren parecerlo y ya no aguantan las broncas de la abuela por llevar los pantalones caídos y enseñar las bragas y los calzoncillos.

Sin embargo, a pesar de la apariencia del vestir, la despreocupación del qué dirán y la relajación de costumbres, Lola percibe en sus hermanos y sobrinos un tufo de resignación fatalista de ciudadano de segunda clase —compartido con todos los inmigrantes venidos de todos los rincones de España— que ella se ha esforzado en erradicar.

Lola era diferente. Sus cabellos rubios, sus ojos azules, su inteligencia natural y una cierta audacia le dieron alas para largarse del piso diminuto de Hospitalet, cambiar la vulgaridad de los muebles de formica y los sofás de escay por el interiorismo de Habitat y mentir descaradamente sobre sus orígenes. Una renegada.

Lola fue la única que optó por la universidad a base de becas, ascendió varios peldaños en el escalafón social, cambió de barrio, de amigos y de sueños y defendió con uñas y dientes su nueva libertad apenas arañada. Fue difícil, Lola no se atrevía a sincerarse con Carmiña y confesarle que para sus expectativas le resultaba una rémora tener una madre inmigrante, ignorante y antigua. Podría haber dicho clásica o conservadora, pero habría sido una mentira piadosa. Clásica y conservadora era la madre de Alicia, una señora de Sarriá, que también iba a misa de doce los domingos y al salir compraba el pastel de nata en Can Foix. Una mujer elegante que lucía collares de perlas Majórica, calzaba zapatos de tacón alto, vestía camiseros de seda y bajaba a tomar el café con las amigas en la rambla de Cataluña. Lola se llegó a creer que era hija de la madre de Alicia. Era el tipo de madre que hubiera querido tener para no avergonzarse de su infancia proletaria ni justificarse ante nadie. Su beatería, que Alicia criticaba con acritud, era, a los ojos de Lola, sello de distinción. Con una madre como la de Alicia el pasado quedaba nítidamente aclarado, no hacía falta añadirle ni una coma.

Pero su madre se llamaba Carmiña, había nacido en una aldea de Orense y vivía en Hospitalet. A los veinticinco años, harta de tantos tiras y aflojas, Lola se fue a Estados Unidos con una beca Fullbright a finalizar los estudios y, al volver, todo se recolocó de un modo natural. Las cosas se habían puesto en su lugar porque la madre ya era abuela y vivía dedicada en cuerpo y alma a los hijos de María. Convertida en una mujer afable, discreta y hasta un poco cariñosa, no la importunó nunca más.

Ahora Lola tiene una carrera universitaria, es independiente, ha viajado por medio mundo y habla tres lenguas. Pero Carmiña, la madre amantísima, aún la mira con lástima y la compadece sinceramente porque no tiene hijos ni marido y no sabe cocinar. Pobre Lola, lloriquea. Como si el tiempo desde su nacimiento, allá en una aldea perdida entre montañas rodeadas de lobos, no hubiera transcurrido vertiginosamente y todo continuara eternamente igual, inamovible, anclado en una época gris y tenebrosa donde los curas dictaban la ley de Dios de la mano de los alcaldes fascistas y la ayuda de las armas de la Guardia Civil. Un tiempo donde las mujeres o eran putas o eran madres, o eran buenas hijas o eran unas perdidas, sin términos medios. Un tiempo tétrico donde la reputación de una chica —sutil y etérea como la murmuración que se propaga— valía más que todas las carreras universitarias.

Por eso no la visita. Por eso no le dio detalles de la ruptura y sólo le ha insinuado que se ha trasladado a Mataró. No le interesan sus exclamaciones ni sus consejos. Sabe perfectamente que cuando la vea le dirá que espere, que debe tener paciencia y saber perdonar, que es natural que Oriol se haya hartado de tener al lado a una mujer malcarada y díscola como ella.

El peso de la religión la ha constreñido a una moral rígida e impermeable a los nuevos tiempos. La misoginia cristiana rezuma en cada uno de sus bienintencionados consejos que condenan al sexo femenino al mutismo, a la pasividad, al sacrificio y a la resignación.

Se pregunta si el islam actúa de forma similar, decapitando la esperanza de las mujeres, y las relega a ser un complemento decorativo en un mundo masculino, una fuerza de trabajo no cualificada o simplemente una máquina de parir. Se pregunta si la excisión, aunque no pertenezca en origen al islam, bebe de la misma doctrina misógina que la religión judeocristiana y ofrece las mismas fórmulas ortopédicas de conformismo atávico.

Intuye que sí, pero lo averiguará. Sabe poco del islam y sospecha que tal vez sus escasos conocimientos estén impregnados de etnocentrismo. La mezquita, las cinco oraciones, Alá, Mahoma su profeta y para de contar. Los occidentales siempre han mirado el mundo desde su ombligo. De pronto, recuerda que en el CAP la pelirroja le presentó a un médico senegalés musulmán. Un negro, guapo, alto y cincelado como una escultura de bronce.

—¿Os conocéis? Es el doctor N’Damb, de traumatología.

—Mucho gusto, Lola, de pediatría.

Le gustó su mano. Encajaba fuerte, sin excesos, con energía.

A Lola la vuelven loca las manos de los hombres. Lo primero en que se fijó cuando conoció a Oriol fue en sus manos. Especiales, como él.

Pero Oriol no ha puesto los pies en su casa ni le ha llamado.

Y ha llegado el lunes, como un lunes cualquiera, y ha tenido que volver al trabajo, a la rutina de curar niños y aconsejar madres.

Lo hace sin aliento y se da cuenta de que le escuece la herida del abandono. Es vulnerable y lunática, y ya no recuerda el nombre del policía que se enamoró de sus ojos cuando era un chiquillo. Lo ha borrado de la memoria y su lugar lo ocupa la imagen nítida de Oriol que a cada minuto se hace más y más obsesiva.

Sueña con un beso dulce en los labios, una palabra de amor, una caricia, una mano cálida. Y se pregunta si Oriol también añora la intimidad perdida de sus cuerpos, el desgarro de una carne prisionera del recuerdo.

Sabe que Oriol no volverá a su lado.

Y, sin embargo, no lo entiende.

En la consulta estudia a las mujeres que acarrean el peso de sus hijos y percibe el cansancio que arrastran, un cansancio acumulado de días, de meses, de años. De pronto, Julia tiene que salir a toda prisa para atender a una chica que ha perdido el conocimiento y le pasa por la cabeza, como un rayo, que ellas hacen el Ramadán y tienen motivos para estar abatidas. Todo el día sin comer ni beber, cocinando para los hijos, y sin desfallecer es un acto de voluntad que la admira. Este tipo de praxis valientes ponen a prueba la fe de una forma más contundente que en el mundo católico donde el ayuno de la Cuaresma se ha convertido en una farsa pantagruélica. Su madre habría seguido el Ramadán sin pestañear, martirizando su cuerpo masoquistamente sin un lamento, sin una queja.

Al cerrar su consulta se dirige a trauma y busca al doctor N’Damb, que no parece sorprendido al verla. La recibe con una sonrisa blanca, nítida, deslumbrante. Ni siquiera le sorprende su interés por la ablación y el islam. O tal vez su sonrisa abierta sea la máscara de su desconcierto.

—La circuncisión femenina es un hadiz, una sunna del profeta. —A continuación le aclara—: Una sunna no tiene el mismo valor que un versículo del Corán, no es sharia, no es ley. Por tanto, sólo es una recomendación. En realidad, las sunnas son escritos que han hecho otros musulmanes sobre la vida del profeta. Hay tres hadices que hablan de la ablación y si bien dos son tibios y aconsejan limitar su praxis, hay uno que la considera una práctica loable. Aunque éste es un hadiz dudoso.

—No lo entiendo. ¿Cuál es la ortodoxia? ¿Se recomienda o se reprueba?

—En el islam hay escuelas y tendencias. Los mufins interpretan las enseñanzas a su manera. En concreto, sobre la circuncisión femenina hay bastantes países musulmanes donde no se practica, Marruecos, Argelia, Arabia Saudí… y si se intentara implantar no se permitiría. Ablación e islam no tienen ninguna correspondencia automática.

Lola está confusa.

—Muchas mujeres dicen que es un mandato religioso.

—Lo creen porque se lo han hecho creer, pero yo, como musulmán, te aseguro que Alá no dictó esta práctica. Al contrario, Mahoma predicó para que las hijas fueran protegidas por los padres y para que las mujeres casadas disfrutaran del sexo.

—¿Eso dice el Corán? —exclama Lola incrédula.

—Exactamente, y también dice que no se puede causar daño o mutilación a una mujer. Mahoma no mutiló a sus hijas.

—¿Y los imanes? ¿Qué piensan?

—Cada imán es un mundo. Con diferentes convicciones personales dependiendo de la escuela a la que pertenecen. Los hay que la defienden y los hay que luchan en contra. Un imán chiita amigo mío predicó en contra no hace mucho.

Lola no distingue entre sunitas y chiitas y N’Damb se esfuerza por ser didáctico y esclarecedor. Le explica que las divisiones después de la muerte del profeta se agudizaron durante el tiempo del califato Omeya. Una fracción de musulmanes defendían la dinastía de los descendientes de Alí, el yerno del profeta, y se llamaron a sí mismos chiitas. Por el contrario, los sunitas eran partidarios de la familia Omeya. Así de sencillo. Familias y alianzas que se fueron radicalizando y separando hasta convertirse en enemigos irreconciliables.

La conversación podría eternizarse. Están en medio de un pasillo, de pie desde hace un buen rato, a medio debatir un tema tan complejo que nunca llegarían a ninguna parte. Lola con los ojos brillantes, rebosantes de curiosidad, y el senegalés satisfecho del interés que despierta en su colega. De repente, ensancha la sonrisa tan generosa, tan blanca, hasta límites insospechados, y formula una invitación espontánea tan hospitalaria como su boca.

—Por la noche celebramos el Ramadán con unas cuantas familias de la comunidad y un imán. Ven.

Y Lola, lanzada, sin reflexionar, acepta.