AMINATA
La tribu
Aminata ha cedido y ha acabado comprando una camiseta a Binta. Últimamente Binta ya no habla, ladra como un perro enfurecido. ¡Quiero una camiseta, quiero una camiseta, quiero una camiseta!, ha aullado una y mil veces. Y se la ha comprado para que callara y, sobre todo, por miedo a Abdoulieu. A Aminata le aterroriza que Abdoulieu intervenga y diga que Binta es una tubako kandinga, el peor insulto que un padre puede utilizar contra una hija tildándola de blanca desvergonzada. De ninguna manera, Aminata no quiere que haya gritos ni peleas en la familia y prefiere ceder a las exigencias de Binta y esconder a Abdoulieu los desbarajustes con los que brega últimamente en el comedor de casa. Abdoulieu es un hombre imprevisible y tozudo. Abdoulieu puede decidir de un día para otro que se lleva a Binta a Bakau para dejarla bajo la protección de mama N’Dei que la educará como una mandinga y le encontrará un buen marido. Será capaz de hacerlo si Binta lo reta y un día se le hinchan las narices, como dicen los españoles. Y lo hará sin ruido, a la chita callando, como ha hecho con su petición de matrimonio a la joven Joko y la circuncisión de la pequeña Fatou. Ése era el secreto de padre e hija, el que provocó que Fatou saltara de alegría y le besase. Le prometió una fiesta y regalos, como se hace siempre con las niñas, ignorantes de lo que les espera, ansiosas de juguetes, de comida, de bailes y diversiones. Por eso mama N’Dei hacía tantas preguntas sobre Fatou. ¡Qué ciega ha estado!
¿Ya?, se pregunta preocupada, ¿ya le toca a Fatou? ¿Ya tiene la edad?
Cuando piensa en ello, no puede asumir que su Fatou, regordeta, inocente y crédula, tenga la misma edad que sus hermanas cuando fueron purificadas. La coincidencia le duele porque reabre una herida que nunca cicatrizó del todo.
Fatou es una niña todavía, como ellas, y lleva la alegría en los ojos, como ellas.
¿Se le truncará la sonrisa? ¿Perderá las ganas de jugar y pedir que le hagan cosquillas? ¿Dejará de lado las muñecas y dirá que ya es mayor, que ya tiene edad para cuidar de Ousman?
Ahora que se acerca el momento, aunque Abdoulieu no le haya dicho nada, siente una pesadumbre que no conoció al entregar a Binta a la ngansimbah poco antes de partir hacia Barcelona. Fue una decisión de mama N’Dei, de la madre de Abdoulieu —que se la llevó al bosque sin pedirle la opinión— y que ella aceptó con la certeza de que no había elección posible. Aminata deseaba lo mejor para su hija y, a pesar de su miedo, no se podía arriesgar a dañar el futuro de Binta. Sufrió por su dolor, temió por la desgracia, rogó para ahuyentar a los espíritus y se alegró al saber que todo había ido bien. Pero Binta, como un animalillo herido, la recibió con una mirada cargada de odio. Al volver a casa le preparó los mejores platos y esperó a que Binta olvidara el dolor, pero no ha borrado nunca el recuerdo, aún yace detrás de sus pupilas, feroz, vengativo.
No quiere que Fatou la mire con odio como hizo Binta. Teme, además, como una premonición fatalista, que Fatou se desangre y no pueda mirarla de ninguna manera.
Excusas. Todo son excusas para no admitir que cada vez se siente más perdida en un país que no entiende, y más desorientada si piensa en el país de donde procede y que hasta hace poco entendía y amaba.
La médica de ojos de mar la desconcertó al confesarle que las mujeres blancas son todas solimas, que es como llaman allí a las mujeres impuras, sin circuncidar. Lo que quizá no saben los occidentales es que las solimas no pueden manipular la comida ni servir agua. Están contaminadas. En su tierra, una mujer solima es una paria, en España tiene la ley de su parte.
Aminata no lo entiende. Las occidentales no parecen sucias, no apestan, no paren hijos muertos, los maridos no las repudian y los alimentos no se pudren en sus manos.
Ella creía que…
Ya no sabe lo que creía. Todo lo que creía se ha hecho añicos.
Vive en un mundo impuro, contaminado, y no había sido consciente hasta que alguien lo dijo con voz alta y clara.
Sin embargo, lo sabía.
¿Por qué lo había ocultado? ¿Por qué no había querido admitir que Binta iba a una escuela de chicas impuras?
La angustia no la deja respirar. ¿Tiene sentido purificar a Fatou? ¿De qué le servirá? ¿De qué le ha servido a Binta? Binta no ha aprendido qué es ser una mujer mandinga ni lo aprenderá nunca porque crece entre chicas solima que no lavarán los pies del marido, no bajarán la mirada ante los ancianos y no aceptarán que su esposo tenga más de una mujer.
Como ella misma.
Empieza a estar contaminada. Empieza a comportarse y a pensar como una solima porque es hija de Rama.
De niña, una vez huérfana, creyó que pronto se desvanecería el fantasma de Rama y que todos la olvidarían, pero los griots, los poetas que cantaban canciones y contaban historias durante las bodas y los nacimientos, recuperaron su memoria y la convirtieron en una leyenda. La leyenda de Rama. La historia de la mujer celosa que embrujó al marido y arrinconó a su otra mujer, de la mujer que infringió la ley del tiempo de la lactancia y que fue castigada con la muerte del hijo, de la mujer que atacó ferozmente a la última mujer de su esposo y le quemó la cara, de la mujer que fue repudiada y que se lanzó al río.
Rama, la bruja mala. Rama la mujer impura. Rama, la esposa celosa. Rama la madre sin entrañas. Rama la airada. Rama la suicida.
Y ella era nada menos que la hija de Rama.
Los niños y niñas la señalaban con el dedo y cantaban la canción de Rama. Aminata se dio cuenta de que el nombre de la madre era la maldición que arrastraría el resto de su vida, por eso deseaba con todo su corazón pasar por el cuchillo de la ngansimbah y salir limpia por la sangre derramada, con la cabeza bien alta. Una vez fuera pura nadie le podría recriminar nada.
No se acuerda del dolor exacto del día que la cortaron. Llevaba mucho tiempo ansiosa, deseando que llegara el momento, esperando el día como todas las niñas. Tenía nueve años y era de las mayores del grupo. Aquella vez la ngansimbah, que navegaba río arriba pasando por los poblados con su cuchillo, había elegido un grupo donde había pequeñas de seis y siete años, entre ellas, sus hermanas Awa y Adama. Se le encoge el corazón al recordar lo pequeñas que eran, siempre abrazadas, risueñas, traviesas. Como su Fatou.
El día de la purificación mama Mai las lavó, las vistió, trenzó sus cabellos con mimo y les cubrió la cabeza con una manta. Salieron de casa contentas y alborozadas, sumándose a la nutrida columna de niñas del poblado que avanzaban emocionadas hacia el bosque, acompañadas por las abuelas y las madres, al son de los jenbés, las rodillas temblorosas y los ojos brillantes. Aminata tiraba del brazo de sus hermanas charlatanas que parloteaban al mismo tiempo y no paraban de ametrallarla a preguntas sobre el baile y la ceremonia que pronto celebrarían. Aminata era la mayor y sabía vagamente que sufrirían algún dolor, sus hermanas no, aunque ella misma ignoraba cuánto y cómo.
Eran once niñas sentadas ante la cabaña y rodeadas de mujeres que bailaban enloquecidas insuflándoles la fuerza que les sería necesaria para superar el ritual. Todas creían que sería una experiencia emocionante y todas querían ser la primera, pero eligieron a Koko, una prima vivaracha que acababa de perder un diente y tenía la sonrisa rota.
—No hay derecho —mascullaron las diez restantes, repentinamente aliadas contra Koko—, siempre se sale con la suya.
Hasta que oyeron los primeros gritos. Eran inhumanos, aterradores, unos gritos interrumpidos por las regañinas de las abuelas y la ngansimbah y seguidos de nuevo por los llantos desesperados de su prima. Las mujeres bailaron más rápido, frenéticamente, para amortiguar los sollozos y los jenbés enloquecieron, pero ya era demasiado tarde. El miedo se había instalado frente a la cabaña del bosque y había hurtado la alegría inocente de las pequeñas con sus dedos helados.
Las niñas que esperaban sonrientes su iniciación comenzaron a flaquear. Ninguna de ellas entró dando saltos dentro de la casa con aquella ingenuidad triunfal que lucía Koko, la de la sonrisa desdentada. Algunas empezaron a gimotear antes de que les tocara el turno, asustadas, como su hermana Awa que, sacudida por los sollozos, se hizo pipí encima y susurró muy bajito que quería volver a casa con mama Mai para que la lavara.
Aminata prefiere no pensar en ello. Hay recuerdos improcedentes como éste y otros. No se pudo quedar para consolar a la pobre Awa porque las abuelas se la llevaron a ella a continuación. La tendieron en una colchoneta sucia de sangre y le ordenaron que se quitara el fanou, el pañuelo que se ataba a la cintura como una falda. A continuación le abrieron las piernas y las abuelas la sujetaron con tanta fuerza que las huellas de sus dedos le marcaron la carne como tenazas al rojo vivo. Sabe que el dolor fue insoportable y aunque no chilló como su prima Koko, en un instante fugaz, mientras la ngansimbah hurgaba con saña cortando su sexo de raíz una y otra vez para que no se repitiera la insumisión de Rama, Aminata deseó morir. Afortunadamente, se desmayó y abrió los ojos horas más tarde, una vez todo hubo terminado. La herida, cosida con hojas de acacia bajo el emplasto de hierbas, escocía como el demonio y las ramificaciones del mal le llegaban a todos los rincones del cuerpo. Pero había resistido, no tenía fiebre ni hemorragia y ya era toda una mujer. Estaba orgullosa.
Su hermanita Awa no corrió la misma suerte. Dijeron que no se estaba quieta, que mordió a la ngansimbah, que se movió demasiado, que todo fue culpa suya porque la ngansimbah cortó mal y ella se puso de pie con el corte a medias, chorreando sangre. No hubo nada qué hacer, se desangró durante dos largos días. Adama, su gemela que nunca se separaba de ella, le agarraba la manita, asustada, y le rogaba que abriera los ojos. Aminata veló a Awa porque era la mayor y vio cómo progresivamente iba perdiendo el color oscuro de su piel y se iba convirtiendo en un fantasma lánguido, sin fuerzas para tragar el caldo de la cuchara. La culpable era una mancha de sangre entre las piernas que se expandía más y más a pesar de los esfuerzos de las mamas para detenerla. La sangre se llevaba con ella la vida, la risa, la voz, el alma. Awa murió a la noche siguiente y Aminata lloró por ella y por la pobre Adama que quedaba sola y desamparada.
—¿Y Awa? —preguntaba asustada la pequeña Adama—. ¿Dónde se han llevado a Awa? —insistía—. Quiero ir con ella —exigió, a pesar de saber que se la habían llevado los espíritus malignos.
No le daba miedo, su amor por Awa era demasiado grande.
Las gemelas se tienen la una a la otra, son parte de un mismo cuerpo, han compartido el mismo vientre y han sido concebidas al mismo tiempo. Si la una muere, la otra la extraña tanto que es como si hubiera desaparecido una parte de ella misma, reflexionaba Aminata conmovida por la lealtad de Adama dispuesta a seguir su hermanita a los territorios de la muerte.
—Quiero a Awa —gemía Adama, sacudida por los sollozos.
—Quiero ir con Awa —gritaba con desesperación por las noches.
Aminata sufrió por la vida de Adama, que no quería seguir viviendo. Afortunadamente, la naturaleza de Adama era fuerte y pese a que dejó de comer no le permitió desfallecer. Mama Mai no podía consolarlas, todavía era fértil y no pertenecía al muso kafo. No podía romper el tabú de la casa prohibida donde sus heridas cicatrizaban con lentitud, pero les hacía llegar la comida empapada en lágrimas. Aminata reconocía el sabor salado de las lágrimas de mama Mai dentro de los caldos y los zumos de cacahuete y casi no sintió su propio dolor. La pérdida de Awa y la posibilidad de que los espíritus celosos quisieran llevarse a Adama hicieron que dejara a un lado su herida y su propio sufrimiento y defendiera con uñas y dientes la vida de su hermana, la única hermana de su madre que le quedaba, la otra hija de Rama.
Nada fue como lo había imaginado. La vida, durante las cuatro semanas que duró la iniciación, estuvo sometida a prohibiciones severas. Les recordaban continuamente que ya eran unas mujeres y que habían nacido para sufrir y soportar con dignidad el dolor y las adversidades. Debían aprender a obedecer y a dejar de lado su deseo para satisfacer las necesidades de los demás. Las viejas eran estrictas y castigaban a las niñas lentas, distraídas y holgazanas. Nada fue alegre y distendido como ella había creído. Quizá porque la ausencia de Awa —tangible, sólida— le impedía disfrutar de la experiencia. Una vez curadas y aceptadas, las diez niñas pudieron celebrar la gran fiesta, la que todas recordaban de la iniciación de sus hermanas mayores y sus primas y que habían estado esperando ingenuamente. Pero el sonido de los jenbés no le cosquilleó las piernas como otras veces. Aminata no quiso bailar, no le apetecía divertirse ni celebrar que ya era toda una mujer.
En el sungkutó kafo, en el nuevo mundo de las mujeres jóvenes solteras donde la habían aceptado, faltaba Awa.
Y no estaría nunca.