LOLA
El salvador
Una fiesta, sólo es una fiesta, se va diciendo Lola mientras se maquilla con pulso tembloroso sin conseguir que la raya negra del lápiz de ojos sea recta, diáfana, como a ella le gusta. Indefectiblemente le queda torcida y después de tres intentos lo deja correr y se va.
Sólo es una fiesta, se convence una vez más al entrar al piso de Alicia, un ático del ensanche, y recibir en la cara el vaho de alegría nocturna empapada de colegueo ingenioso. Conoce a bastante gente. Natural. Alicia y ella llevan casi veinte años de andadura cómplice. Son muchas guerras juntas, aunque todavía no se explica cómo siguen siendo amigas. ¿Lo son?
Alicia, de negro, escotada, la besa eufórica y airea a los cuatro vientos su presencia.
—Ha llegado Lola, mi mejor amiga. Ella será la próxima.
Ha dejado claro que, a pesar de su juventud aparente y de su aspecto aniñado, Lola hará cuarenta años muy pronto. Muchos ojos inconvenientes se giran hacia Lola y la desnudan. Incómoda, se cuela entre los invitados para tornarse invisible y se va hacia el rincón de la comida y la bebida. Ignora las bandejas de canapés y se sirve directamente una copa de Ribera del Duero que bebe con avidez. Todavía no se la ha terminado y ya surge un compañero de copas. Le pasa a menudo, no tiene que esforzarse nada para atraer a los hombres.
—¿Te acuerdas de mí? —le espeta de buenas a primeras.
Ahora le toca el turno de mirar a ella y lo hace con espíritu de revancha. Lo estudia con descaro, como si estuviera en una feria de ganado.
Es moreno, robusto y le llama la atención la muñeca ancha y peluda. Tiene aspecto de mandar y de mirarse al espejo. No lo ha visto nunca, pero se entretiene fingiendo que sí, que le suena.
—Fuimos juntos al instituto. Bueno, no exactamente juntos, tú hacías un curso menos.
Lola se queda asombrada.
—¿Y me has reconocido?
—Estás igual. Y tienes los mismos ojos.
Lola sonríe desconcertada. Un conocido de su adolescencia. Del mismo barrio, del mismo ambiente, del mismo mundo. Y de pronto lo siente más cercano que al resto de médicos y colegas que ha conocido años más tarde, en la universidad y otras fiestas. A saber de dónde venían y qué mochilas arrastraban.
—¿Eras de Hospitalet?
—Y lo soy todavía. Vivo en Hospitalet.
Habla con firmeza y, ya sea por la voz o las manos —como le gustan las manos de los hombres—, lo encuentra acogedor. Piensa en su pecho moreno cubierto de vello y cree que los hombres peludos son cálidos, que ofrecen seguridad.
—Me llamo Lola.
—Ya lo sabía, yo soy Juan.
Lástima, los nombres anodinos no los memoriza. Flotan y se desvanecen. Al día siguiente se habrá olvidado y se preguntará cómo se llamaba aquel muchacho peludo que iba al mismo instituto.
—Tienes unos ojos preciosos —confiesa—. Todos los de mi curso estaban enamorados de tus ojos.
—¿Tú también?
—Eres muy directa.
—Puedo serlo más.
Acaba de ver a Oriol con el rabillo del ojo y tiembla toda ella. Está segura de que le tiembla hasta la voz. Oriol está charlando con Alicia como si no hubiera pasado nada, como si la vida continuara su curso al igual que los últimos siete años y no la hubiera dejado de un día para otro con aquella frase que nunca le perdonará. No soporto las mentiras. Como si no estuviera haciendo el amor a otra mujer que no es ella.
—Me gustan las mujeres directas. No hay muchas.
Lola se agarra a la excusa que Juan le brinda en bandeja de oro y sugiere, casi suplica.
—Vamos a tu casa.
Ve cómo Juan calla de pronto y se queda inmóvil, pensativo. Y se reprocha que por culpa de su brusquedad perderá la oportunidad de refugiarse en el recuerdo adolescente que le inspiran sus ojos azules.
—Perdona, era una broma…
—No, no era ninguna broma —la corta Juan repentinamente serio.
Oriol se acerca hacia donde están ellos para que lo vea y se dé cuenta de que sigue tan arrogante como siempre. Es un exhibicionista, por eso ha ido a la fiesta de Alicia, para mostrarse, para dejar claro que la separación no le afecta, que tiene éxito con las mujeres, que pisa fuerte y que no tiene insomnio por las noches. Lola se ahoga, busca alguna huida con los ojos aunque las piernas no le responden y siente la boca seca. Juan la observa en silencio, hasta que Oriol se ha acercado tanto que ya se encuentra casi rozándolos.
—Vamos —decide Juan de pronto.
Y la coge por el hombro con un gesto que Lola no habría podido diseñar mejor. Un gesto protector, cálido, cariñoso. Un brazo peludo que la separa del hombre que la ha hecho llorar.
—¿Te marchas? —la interpela Oriol asombrado.
Lola no puede contestar porque tiene la boca demasiado seca y la lengua le ha quedado prensada al paladar. Juan responde por ella.
—Sí, nos vamos.
Y todo vuelve a ser una casualidad de aciertos. Con esta primera persona del plural da a entender a Oriol que no está sola y que no lo necesita. Lola se abandona al contacto firme del brazo de Juan y se deja acompañar hasta la puerta. Todo es demasiado surrealista para ser cierto.
Juan ha conducido en silencio con su propio coche, un Volkswagen negro, pero no la lleva a su casa. Ha ido hasta la Villa Olímpica y ha pedido una habitación en un hotel que conoce. Es limpio, espacioso y desde los ventanales se ve el mar. Abre el minibar y prepara dos gin-tonics sin preguntar.
Lola acepta su vaso y echa un trago largo. No dice nada, no objeta nada. Sólo sabe que no quería ver a Oriol y que ahora está con un desconocido en una habitación de hotel.
—Huyo de mi ex —confiesa en un rapto de sinceridad—. Nos separamos hace dos meses. No soportaba volver a verlo.
Juan asiente.
—Soy policía —confiesa también—. Me he dado cuenta enseguida —puntualiza.
Lola estalla en una carcajada franca, ésta no se la esperaba.
—¿Me has salvado del malo?
—Es como ligamos los policías, salvando a las chicas de los malos.
Lola reconoce, ahora sí, el estilo. Ademanes bruscos, ostentosos, de hombre convencido de su autoridad. Seguro que sabe disparar un arma, increpar a un sospechoso, analizar una situación con rapidez y tomar una decisión fulminante.
—Estoy triste —reconoce Lola—. Hacía siete años que vivíamos juntos y me ha dejado por otra.
—Peor para él.
—Las mujeres llevamos fatal que nos dejen.
Insiste inconvenientemente hablando de Oriol. Sabe que no se hace, que resulta disuasorio, anticlimático, pero le preocupa que el policía crea que ha ligado. En realidad, ambos saben que la aventura es ficticia. Sin embargo, resulta una situación morbosa y le sabe mal renunciar a ella. Juan tiene sentido del humor y se pone cómodo.
—Había soñado contigo muchas noches. Creía que nunca más volvería a verte y he aquí que te reencuentro, como si fueras una fantasía, y que al abrir la boca me propones una fuga romántica.
Lola se pregunta con qué chica había soñado Juan.
—¿Cómo me imaginabas?
Juan la toma del brazo con suavidad y la invita a sentarse a su lado, le acaricia la cara con sus manos grandes, ásperas, peludas.
—Tienes una piel suave y unos ojos inquietantes. De joven creía que eran ingenuos, pero ahora descubro que no.
—¿Soy sospechosa?
—Muy sospechosa de volver locos a los hombres.
Lola siente un deseo infantil de jugar a ladrones y policías. Quizá sea el gin-tonic o la adrenalina de la huida.
—Entonces, ¿estoy detenida?
Juan es un buen partenaire.
—Eres mi prisionera. No puedes gritar ni resistirte.
Y empieza a desnudarla lentamente.
Lola quiere abandonarse a las caricias del desconocido. Quiere disfrutar del juego, de la aventura alocada y le ofrece los labios. Pero aún tiene la boca seca. Y se da cuenta de que toda ella está seca.
—Yo quería un hijo y él no —murmura.
Juan vacila y se detiene. Es la primera vez que le puede.
—¿Quieres un hijo? —pregunta con un deje de prevención.
Se ha roto la magia. O quizá la magia no ha existido nunca, sólo en la imaginación de Juan, soñando que amaba a la muchacha del patio que conoció hace veintidós años. La chica rubia de ojos azul de mar.
Podría ser incluso bonito, piensa Lola, pero no es el momento. Ha estado con hombres atractivos como Juan y ha disfrutado del amor y el sexo cuando le ha apetecido. Ahora no le apetece. Prefiere hablar, relajarse. E interpreta equivocadamente que Juan es un viejo amigo del instituto, un cómplice. Le habla de su huida hacia delante, de su estúpida decisión de cambiar de ciudad, de trabajo para escapar de un hombre que le ha hecho daño. Le habla de Fatou, una niña de seis años que podría haber sido hija suya y que tal vez acabe como su hermana, mutilada.
Le habla de todo aquello que le preocupa en esos momentos, pero a Juan no le apetece representar el papel de escuchador, ni de compañero, ni de amigo. Es un hombre de acción y va a lo suyo.
—Estás convaleciente.
—¿Cómo?
—Te han herido.
Lola se siente fatal.
—Y no estás en condiciones de practicar sexo —remata.
Tiene toda la razón, asume Lola. A veces un clavo no saca otro clavo. El desasosiego no se cura con gimnasia sexual. Su desazón sólo puede ser aplacada desde el salvacionismo egoísta. Implícate, le dijo Celia Andreu. Salva a Fatou, le susurró. Y le ofreció la receta más antigua del mundo, la terapia ancestral de los misioneros travestidos en cooperantes.
Juan, a continuación, se levanta porque no quiere perder el tiempo, no es su estilo.
—No te obligaré a nada que no quieras hacer, estate tranquila. Yo ya he cumplido con mi trabajo, te he salvado del malo y estás libre sin cargos.
Lola no quiere que se marche. Quiere hablar, tener compañía, dejar que el tiempo transcurra plácidamente. Esta noche es especial.
—Cuéntame algo, anda, no seas tan brusco.
Juan se lo piensa.
—¿Triste o divertido?
Lola se encoge de hombros y Juan suelta una frase ambigua.
—Vivo con mi madre. Por eso no te he llevado a mi piso.
Y Lola ríe, convencida de que le ha dicho algo divertido.
Enseguida se da cuenta de su error.