AMINATA
La hija
Aminata no ha hablado con nadie acerca de lo que su hermana le dijo por teléfono. No ha podido digerir que Abdoulieu esté en tratos para casarse con una segunda mujer y no está segura de que sea cierto. La voz de su hermana voló a través de un fino cable que atravesaba los océanos y fue a parar a su oído. Era una voz dudosa que provenía de otro continente y que tenía que salvar obstáculos, mareas, tormentas, vendavales. Vete a saber si lo entendió bien o se perdieron palabras por el camino y ella, siempre tan pesimista, se inventó otras. Su hermana le habló de la nueva mañyo de su marido y le recordó que ella sería la muso keba. Palabras que en otro tiempo le habrían resultado familiares, pero que ahora tienen una música foránea, como el sobrino muerto que no ha podido conocer y la resignación conformista de Adama.
Aminata sabe que ella es una muso keba, una primera mujer, y que la primera mujer es la más importante porque es quien da órdenes a las mañyo, las segundas, terceras y cuartas mujeres que el hombre irá añadiendo a la familia. Ellas no decidirán los turnos de cama, no mandarán en la cocina, no dispondrán del dinero de la venta de cacahuetes ni serán la voz del esposo. Serán simplemente mañyos.
Como su propia madre, Rama.
Y se estremece al pensar en Rama, casada con sólo catorce años, preñada de cuatro criaturas sin apenas intermitencias, golpeada por la muerte de un hijo, separada de las hijas, rechazada, exiliada, muerta finalmente. La muerte fue piadosa a pesar de la crueldad de dañar un cuerpo tan bello. ¡Era muy joven! Ahora que Aminata piensa en años calcula que Rama no debía llegar a los veinte. Casi una niña. Y de repente, Aminata se siente conmovida por la revelación. Su propia madre nunca tuvo los años que ella ahora tiene. Rama no creció, no maduró, no tuvo ocasión de envejecer ni rectificar.
Quizá siempre ha sido injusta con ella, apunta Aminata por primera vez en la vida. Quizá Rama era una chica perdida en un mundo equivocado.
Aminata no ha ido nunca a llevar flores a la tumba de Rama. No quiere. Dice que no tiene madre. Habla de mama Mai, la muso keba de su babu, como su verdadera madre. Mama Mai no llevaba su sangre, era sólo la mujer primera del abuelo, pero le dio el cariño, la compañía y los consejos que toda hija necesita. Sin embargo, teme que la herencia fatídica de Rama sea más fuerte que su deseo de olvidar y que esté arraigada en ella como un cáncer que ha transmitido a su propia descendencia. Binta es rebelde como Rama. Y aunque evite admitirlo, ella también.
Aminata asume que está contaminada de celos y prepotencia y que le resulta imposible aceptar con alegría la decisión de su marido de añadir una segunda mujer a la familia.
No la quiere.
Lo lleva en la sangre porque es mala, porque es hija de Rama.
Odia a Rama con todas sus fuerzas, no ha podido nunca liberarse del estigma de ser hija suya. Por culpa de Rama sufrió la orfandad prematura, la marginación, el rechazo y finalmente el castigo. Rama la obligó a marcharse lejos para borrar su recuerdo impuro a los ojos de la familia. Decían que se le parecía, y eso ya era el indicio de la sospecha.
Y tenían razón. A pesar de que haya hecho intentos por ser dócil y recta, Aminata siente que en su interior crece el germen de la discordia que la hace estallar en ira, la ira que terminó con la vida de Rama. Acarrea su herencia, son discordantes y provocadoras, no acatan la ley y deben ser castigadas.
No quiero a Joko, grita Aminata en silencio. No la quiero de ninguna manera ni la querré nunca. Y siente cómo le hierve la sangre al imaginar a una chica joven en casa, una muchachita de piel tersa de diecisiete años, durmiendo abrazada a su Abdoulieu, secándose con sus toallas, compartiendo su baño y su espejo, metiendo su ropa en la misma lavadora, picando cebolla en el mismo mármol de la cocina, sentándose en su sofá de terciopelo verde ante el mismo televisor. No puede ni imaginársela preñada, pariendo y criando hijos de Abdoulieu en la misma casa.
No.
No quiere.
Rama tampoco quería y por eso enloqueció.
Casi no recuerda su cara —no tiene ninguna fotografía suya—, y la memoria infantil se desvanece entre las brumas de los olores dulzones y las canciones de cuna.
No le hace falta, sabe que si se mira al espejo reconocerá a su propia madre, la salvaje Rama, la chica que trepaba a los árboles, miraba a los hombres con descaro y que cometió el sacrilegio de enamorarse de su marido hasta enloquecer de celos y negarse a compartirlo con otras mujeres.
Aminata sabe que se le parece mucho y por eso está convencida de que lleva el pecado de Rama impreso en su frente y que nunca podrá lavarlo.
Rama, Rama…
Rama, para la pequeña Aminata, apenas era una silueta esbelta de piernas largas y ojos brillantes, con el brillo de la locura que la hacía insensible a la vergüenza y la maledicencia. Recuerda, eso sí, sus risas y sus llantos. Rama reía y lloraba constantemente, sin esconder sus sentimientos. Los exhibía a los cuatro vientos, espontánea, inadecuada.
—Aminata, tú eres quien más te pareces a mí, serás hermosa, hija, y sufrirás mucho. No hagas caso de los demás, sólo haz caso de tu corazón.
Y su corazón la llevó a la muerte.
Los primeros recuerdos de la infancia de Aminata tienen la dulzura del fruto del baobab y la tibieza de los brazos de mama Mai estrechándola por las noches dentro de la muso-bun-bah, la casa de las mujeres. Rama no estaba, no estaba nunca, siempre dormía en la ke-bunkono, la casa del padre, aunque no le tocara. Rama no respetaba los turnos estrictos de los singoo que repartían las noches del marido entre todas las esposas. Rama era la segunda mujer, la favorita, la hara muso, y hacía y deshacía a su placer. Aminata, con sólo cuatro años, ya tenía unas hermanas gemelas, Adama y Awa, de dos añitos, y un hermano recién nacido, Abasse, un bebé enclenque y enfermizo, a quien Rama había dejado de amamantar porque estaba demasiado ocupada complaciendo al marido.
Por las noches, Aminata oía los comentarios llenos de rencor de las mujeres.
—Rama es mala —decía Kenbugul, la muso keba de su padre, una cañalengo resentida, de vientre seco y lengua de serpiente que no había podido hacer fructificar las semillas del esposo. Según ella, Rama, la segunda mujer, la favorita fértil, la había arrinconado.
—Rama no respeta los turnos ni la lactancia, por eso ha tenido hijos tan seguidos. Rama es impura, no la purificaron bien. Alá castigará a Rama —canturreaba Kenbugul, con mirada oscura, como una salmodia funeraria mientras alimentaba al pequeño Abasse con leche de cabra.
Aminata recuerda que mama Mai, a pesar de ser vieja y tener autoridad, no intervenía. Tenía tres hijas vivas y casadas con hombres respetables, ocho nietos que vivían en otros pueblos y había adoptado a los cuatro hijos de Rama. Estaba saciada de amor y refunfuñaba cuando tenía que yacer con su marido, con el babu. Prefería ceder el lugar a las esposas más jóvenes y quizá por eso perdonaba la fogosidad de Rama. Sin embargo, desaprobaba sus celos cada vez que Kenbugul visitaba la ke-bunkono de Tombong. No solía pasar muy a menudo, pero Aminata no ha podido olvidar la noche en que Rama, despechada por el ultraje, corrió medio desnuda por el patio, sollozando, hiriéndose las rodillas con piedras y cubriéndose la cabeza de polvo. Rama escenificaba el duelo del sufrimiento porque su marido Tombong compartía la cama con Kenbugul, su primera mujer, sin importarle ser el hazmerreír de todos. Aminata sólo tenía cuatro años y se avergonzó de ella. Las pequeñas Awa y Adama preguntaron extrañadas qué le pasaba a madre y ella les respondió que madre era celosa y mala y que no debían parecerse nunca a ella.
Sus hermanas se tenían incondicionalmente la una a la otra. Dormían felizmente abrazadas y resultaba difícil discernir dónde terminaba Awa y dónde empezaba Adama. Eran gordezuelas, risueñas e ingenuas, a pesar de que fueran también las hijas de Rama.
Vivían en un pequeño poblado río arriba. Su casa, Tunkarakunda, el recinto de los Tunkara, era próspera y rica, hasta que Rama trajo consigo la desgracia. El babu, el padre del padre de Aminata, el viejo Tunkara, intentó convencer a su hijo Tombong para que se divorciara de Rama alegando que le había embrujado y que descuidaba sus labores como marido y hombre de la casa. Pero Tombong, un hombre débil, no lo escuchó y continuó abriendo la puerta de su ke-bunkono a Rama, su esposa favorita, la chica de piernas largas y ojos brillantes que paría hijos demasiado a menudo porque no respetaba el tabú de la lactancia.
El babu amaba con locura a su nieta Aminata. La acunaba por las noches y le susurraba que madre estaba enferma porque la habían poseído los malos espíritus, pero que si madre marchaba, ella se quedaría para siempre en Tunkarakunda porque era una Tunkara y aquélla era su casa, la casa donde había nacido. Aminata vivía de espaldas a los problemas de Rama, correteando en el patio aprendiendo a moler el mijo con las primas, curioseando en la cocina, persiguiendo a los pequeños, acompañando a las mujeres al huerto y al mercado y sentándose por las noches bajo el viejo baobab para escuchar las historias de mama Mai y el babu. Rama no contaba historias puesto que yacía con su marido casi todas las noches. Las otras mujeres la llamaban sinvergüenza y censuraban su vida escandalosa. Creían firmemente que Alá no podría permanecer tan ciego y tan sordo a tanta desobediencia. Que tarde o temprano Rama recibiría su castigo.
Una noche, Aminata se despertó empapada en sudor. Las mujeres, lúgubres, hacían corro gimoteando, golpeándose y arrancándose mechones de pelo alrededor de un cuerpo diminuto. Su hermanito pequeño, Abasse, un bebé de pocos meses, había muerto a pesar de todos los jujus que llevaba colgados al cuello y a pesar del ritual que aquella noche las mujeres habían celebrado en el bosque.
Aminata lo contempló largamente, con la incredulidad de quien ve la muerte por primera vez, sorprendida de que se estuviera tan quieto, tan callado. Abasse lloraba sin cesar y se revolvía durante la noche en los brazos de Kenbugul enganchado a un pecho seco. Había muerto de diarreas y Rama era la culpable, decían todas. No había respetado el tiempo de la lactancia, había preferido abandonar al hijo en manos de Kenbugul y acostarse con su marido, por eso los espíritus se lo habían robado.
Tombong, el padre de Aminata, estaba desolado. Abasse era su primer y único hijo varón después de un año de espera inútil con una mujer estéril, una cañalengo, y de las tres hijas de Rama. Estaba especialmente orgulloso del pequeño Abasse. Rama lloró por el hijo muerto, lo acunó en vano y le ofreció el pecho en un gesto teatral y dramático. Pero nadie creyó que su dolor fuera sincero.
Entonces, el babu, el viejo sensato, el patriarca de los Tunkara, habló seriamente con Tombong, su hijo, y le abrió los ojos a la realidad. Le hizo ver hacia dónde les estaba llevando su ceguera. Desde la llegada de Rama a Tunkarakunda la cosecha de cacahuetes había disminuido, tres cabras habían parido cabritos muertos y dos se habían despeñado, habían sufrido la plaga de la langosta y ahora, finalmente, había muerto su hijo. Las señales eran claras y rotundas.
Rama vio cómo la puerta del ke-bunkono se cerraba para ella y cómo su lugar era ocupado por Jatu, una chiquilla asustada e inocente que había empezado a menstruar al año anterior. Quince años a lo sumo, la tercera mujer.
Rama, despechada, se golpeó la cabeza contra las paredes de la casa de las mujeres hasta hacerse sangre y pasó la primera noche en el suelo del patio sollozando. Mama Mai le dio una de sus medicinas para aplacar los nervios, pero Rama la escupió y dijo que no quería descansar, que quería matar a Jatu porque le había robado a su marido.
Rama olvidaba que Kenbugul también era la mujer de su marido Tombong.
Rama olvidaba que las mujeres se tenían que ayudar, consolar y sobre todo compartir los favores del marido.
Rama no aceptaba la obediencia ni la sumisión.
Rama, vengativa, esperó a la joven Jatu con una calabaza llena de agua hirviendo y se la lanzó a la cara. Los gritos de la chica fueron aterradores, y Aminata, que corrió como todos los niños para ver qué había pasado, se quedó asombrada al ver el ojo y la mejilla de Jatu quemados en carne viva y el brillo de la locura en los ojos de Rama. En ese momento, supo que había perdido para siempre a su madre.
Rama se marchó al día siguiente con el hatillo de ropa en la cabeza y sin despedirse de nadie, no la dejaron. Aquella mañana, sin embargo, Aminata encontró un fruto del baobab junto a su jergón.
Nunca supo si soñó la visita nocturna de su madre.
El babu reunió a las tres pequeñas y les dijo que su madre estaba embrujada y que la había enviado a su casa, con sus familiares, para que la cuidasen. Aminata se sintió aliviada, ya no tendría que sufrir por el comportamiento excéntrico de una madre imprevisible.
Durante un tiempo quiso creer que no había tenido madre. Casi lo consiguió porque los niños olvidan muy deprisa y al poco de su partida ya no recordaba cómo eran sus risas y sus gemidos por las noches. Ya no ocultaba que era la hija de Rama porque Rama no había existido nunca.
Hasta que un día llegó el m’bahreen, su tío, el hermano mayor de Rama, y se las llevó a ella, a Awa y a Adama en una barca río arriba. El m’bahreen remaba con ojos tristes, perdido en ensoñaciones, y contemplando las algas movedizas de los lodos.
Rama había muerto y ellas tenían que despedirla.
El pueblo de madre estaba de luto. Aminata vio su cuerpo hinchado, tumefacto, desfigurado. Decían que había caído al río mientras lavaba la ropa, pero Aminata sabía que se había lanzado al agua y se había ahogado puesto que no quería vivir.
Todo el mundo comentaba que el peor pecado de una mujer era sentir celos y que Rama se merecía que el río la tragara.
Aminata no pudo olvidar nunca a Rama.
Eran iguales.